Dom 20.02.2005
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VALE DECIR

Vale decir

Cristo se detuvo en Shingo

Mel Gibson ya tiene, si quiere, material para una secuela de su película en arameo: según los habitantes de Shingo, un pequeño pueblo japonés ubicado en una zona boscosa y montañosa a seis horas (en auto) de Tokio, La Más Grande Historia Jamás Contada tuvo un final bien distinto al que suele contarse. El tipo que se levantó de la muerte a los tres días de ser crucificado no habría sido Cristo sino su hermano Irusuki. Mientras tanto, Jesús –el verdadero– logró escapar de las garras de los romanos, cruzó kilómetros y kilómetros llevando con él la oreja de su hermano y un rizo de la virgen María, y pasó el resto de su vida exiliado en los nevados parajes del Norte del País del Sol Naciente. Allí, prosigue la historia, se dedicó al cultivo de ajo, se casó con una mujer llamada Miyuko, tuvo tres hijas y murió a los 106. Dos cruces de madera en las afueras de la aldea señalan el lugar en el que estarían enterrados los “hermanos de Galilea”. El hombre conocido como Jesucristo para el resto del mundo fue vecino de aquella zona bajo el nombre de Daitenku Taro Jurai.

Una inscripción junto a su tumba reza: “A los 21 años, Jesús llegó al Monte Fuji en busca de un conocimiento de la divinidad durante una década”. El extraño de pelo largo regresó a Judea a los 33, pero sus enseñanzas poco ortodoxas fueron rechazadas y él terminó arrestado. Su hermano tomó su lugar en la cruz y Daitenku comenzó nuevamente su peregrinación de 15.000 kilómetros hacia el Este.

Puede que todo el asunto huela un poco a pescado podrido, pero las pruebas, dicen los aldeanos de Shingo, están a la vista en un mantra local que todos entonan, que nadie sabe de dónde proviene y que suena, aseguran, como el eslabón perdido entre los sonidos mesopotámicos y los del lejano Oriente (además, el museo local tendría en su poder unos rollos antiguos escritos en japonés antiguo y descubiertos por un cura en las afueras de Tokio en 1935 y proclamados como el último testamento de Cristo). Las pruebas, es cierto, no suenan demasiado sólidas que digamos, pero la leyenda parece complementarse a la perfección con el mito de la Tumba de Moisés en la Prefectura de Ishikawa (según el cual Moisés llegó al Japón, habló con una chica local y murió allí) y con los mil y un denodados intentos de los comerciantes nipones por arraigar el festejo de la Navidad entre sus compatriotas –intentos que, al parecer, prendieron entre muchos de los adolescentes orientales que ven en la fecha una oportunidad para el consumo desmedido, comer como cerdos y perder la virginidad–. El misterio de la tumba de Cristo podría ser develado, dice el aldeano Yoshiteru Ogasawara, si los pobladores locales permitieran que los investigadores excavaran alrededor de las lápidas. Pero no lo harán. Para muchos de los lugareños, incluso los agnósticos, la leyenda debe ser respetada. “Debe ser verdad”, dicen, “pero aun si no lo es, genera una linda atmósfera para la Navidad”.

La dieta de la barra de hierro

Que llamen a Ripley, a Jack Palance, a Chiche Gelblung: un caso digno de Créase o no tuvo lugar esta semana en un hospital de Trelew. La cosa fue (más o menos, el tema aún está siendo investigado por las autoridades locales) así: un preso de Comodoro Rivadavia estaba internado tras realizar una huelga de hambre, pero continuó su dieta forzosa para terminar de bajar unos 15 kilos necesarios para quedar libre. No, no es un recurso retórico del tipo de “un hombre atrapado en la cárcel de su propio cuerpo”, sino algo más bien literal: el preso, llamado Diego Calpufán, de veinte años, condenado a un lustro por robos reiterados a mano armada, lo tenía todo fríamente calculado. Tras pasar de sus 80 kilos de siempre a unos 65, pudo sacarse las esposas que lo ataban a su cama y tomarse el olivo. Asombroso, por supuesto, aunque más impresionante hubiera sido que adelgazara hasta poder pasar entre los barrotes de su celda.

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