Domingo, 9 de abril de 2006 | Hoy
VALE DECIR
Luego de dos horas y cuarto de canciones, Joaquín Sabina cerró el domingo pasado la serie de ocho conciertos “íntimos acustiquitos”, como él mismo los llamó, y ni siquiera la promesa de que volverá al país en diciembre para tocar en la Bombonera parecía consolar a los miles de espectadores. Pero justo antes de la última canción, el último bis, quedaba tiempo todavía para una sorpresa más: “Antes de irme, estuve preparando algo, tenía una idea que pudimos concretar y eso me genera mucha emoción. Durante los cuatro años en que no pudimos venir, he estado leyendo muchas noticias sobre una gente loca que anda cantando mis canciones en pubs, con un público también muy loco”.
Enseguida aparecieron en escena los mismos que dos semanas antes habían posado con máscaras de Sabina para la tapa de Radar sobre el fenómeno: Atilio Amir, Rubén Abruzzese, Lucas Davis (voz de Pongamos que hablo de Joaquín), Osvaldo Gómez Arce (La del pirata cojo), Jorge Dundo (Los conductores suicidas) y Cristian Paz (Peces de ciudad), más los líderes de dos bandas-tributo del interior del país. Los ocho sabinas se arrodillaron ante Sabina, que permanecía en la parte posterior del escenario con su guitarra, y una vez que estuvieron todos arriba, interpretaron “Y nos dieron las 10”, cada uno de cuyos fragmentos estaba perfectamente dividido entre los ocho músicos. Sabina, mientras les servía en bandeja los acordes y los coros, escuchó atentamente a sus admiradores y se reía a las carcajadas que le provocaba el parecido de algunas de las voces. Un juego de espejos reflejando una única imagen: la del reinado de Sabina en la Argentina. Una noche que los cantantes de las bandas-tributo tardarán en olvidar 19 días y 500 noches. O sea: una eternidad.
Según la recientemente reglamentada Ley del Músico, todo el que pretenda oficiar de músico deberá asociarse a Sadem, el sindicato de los músicos, ante el que deberá dar un examen antes de recibir su carnet. La novedad ha encendido una dura resistencia por parte del rock, cuyo abanderado fue la semana pasada Andrés Calamaro, flamante Gardel de Oro, quien cargó con la medida desde el estrado al recibir su premio: “Los artistas no fuimos consultados. No a la ley, no al examen que determina quién es músico profesional y quién no”. Pero no sólo los músicos de rock cargan contra la ley sino que también lo han hecho entidades como la Asociación Argentina Amigos del Jazz, quienes han enviado una carta a Jorge Eduardo Coscia, presidente de la Comisión de Cultura de la Cámara de Diputados, acusando al Sadem de generar un espacio de debate en “un contexto vacío de ejercicio democrático”. El músico Marcelo Moguilevsky también ha hecho circular una carta en la que afirma: “No es mi enemigo el pub o el pequeño sello. Esta ley desplumará a esos músicos, espacios y sellos (cultura alternativa) y dejará intacto al mega-aparato cultural/comercial”. La polémica se puede seguir en el blog “Hecha la ley, hecha la trampa” (hechalaley.blogspot.com). “La ley del músico es un asunto delicado, que contamina la pureza de nuestro colectivo”, advierte vía mail Calamaro, que asegura haberse pronunciado contra la ley por un pedido de Litto Nebbia. “Cuando de mosca y poder se trata, ya sabemos que en este paisito no hay límites, y el rock siempre fue poco acomodaticio, autogestionante y bastante puro en ese sentido.” Pero la situación no es completamente nueva: aún hay quienes recuerdan, dentro del rock nacional más histórico, que cuando aparecieron dentro del negocio musical no les era fácil ingresar a una entidad como Sadaic, entidad que cobra los derechos de autor. De hecho, Moris fue uno de los bochados en su examen de compositor, un formulismo que mantiene su vigencia hasta el día de hoy.
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