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Domingo, 9 de abril de 2006

POLéMICAS > EL DESALOJO DEL BAR BRITáNICO

Que no te cierren el bar de la esquina

¿Por qué un bar de sillas destartaladas, perros sueltos, moscas habitués y manejado desde hace 45 años por un triunvirato de gallegos con pocas pulgas despertó una gesta sin precedentes en Buenos Aires?

 Por Cecilia Sosa

Gestas a medialunas mesozoicas, cafeteadas que cortan calles, reivindicaciones de baños destartalados, escenas de llanto en medio de la vereda, performances poéticas, vecinos agitando llaves, muestras artísticas, y la lista sólo crece y crece. Tal vez nunca un bar haya despertado tantas pasiones. El ex campeón del mundo, Daniel Scioli (en campaña 2007), aprovechó el tumulto para hacerse ver en una partida de ajedrez y hasta Joaquín Sabina aterrizó por breves minutos en San Telmo y antes de salir espantado por el furor de sus fans tuvo tiempo de soltar: “Hombre, ¡no lo cierren!”, y tomarse el remise de vuelta.

Y todo con un único pedido: que el Bar Británico siga así, funcionando como siempre y atendido por José Trillo, Pepe Miñones y Manolo Pose, los tres gallegos que desde hace 45 años compraron el fondo de comercio del lugar y lo bautizaron en homenaje a los ex combatientes ingleses que se solían dar cita allí después de la Segunda Guerra Mundial. Uno de los incontables mitos del lugar dice que el nombre fue una solución salomónica para acallar disidencias internas: uno de sus dueños era republicano y otro franquista confeso y, al menos en sus años mozos, debían alternar turnos para no verse las caras.

Bajo esa asombrosa cruza internacional, el Británico se venía sosteniendo desde entonces en un desgastado presente inmemorial (y sin una mano de pintura de más) en la magnética esquina de Defensa y Brasil. Incluso logró sobrevivir con gloria la guerra de Malvinas, borrando tres letras de su nombre para camuflarse bajo un menos inflamable y más misterioso Bar Tánico.

Su sino parecía casi irrebatible hasta que el malo de la película, Juan Pablo Benvenuto, dueño del bar, se presentó argumentando “necesidad de mejoras” y se negó a renovar el contrato. Sin embargo, el legítimo afán propietario pronto se vio menoscabado: cuando el sábado 1º de abril intentó recuperar la posesión del local, se encontró con un enjambre de vecinos, que en una suerte de gesta popular novelada le revolearon las llaves de sus casas por las narices prefiriendo entregar el propio living antes que renunciar al querido bar. La extravagante postal no tardó en conquistar los medios locales.

Aunque, según mandan los papeles, el conflicto es enteramente privado (la estela de “bar notable” no alcanza para proteger a sus administradores), la propia Secretaría de Cultura porteña intercedió como mediadora y busca alcanzar un acuerdo entre Benvenuto y los inmortales gallegos. El asunto es aún más “notable” si se tiene en cuenta que con cinco recursos de amparo y un proyecto de ley presentados, el caso ha devenido casi en una cuestión de Estado.

En medio de un inquietante impasse judicial, el Británico se transformó en monumento vivo de sí mismo. La amenaza de desalojo logró redoblar la cantidad de clientes (entre ellos, un “comando” de vecinos que estudia leyes y pergeña nuevas actividades de salvataje), aumentó un peso el precio de la cerveza, y acrecentó el tráfico de turistas que entran como nunca a fotografiarse, firmando el petitorio contra el desalojo (que superó los 14 mil suscriptores). Mientras los parroquianos anarquistas se siguen ensañando en ilusionadas relecturas de Bakunin, abundan los curiosos y modernos, los canes son más bienvenidos que nunca (el Británico es uno de los pocos bares porteños que acepta mascotas sin correa), las moscas siguen revoloteando por ahí, y las huellas de la gesta cívica poblaron frente y paredes en pintoresco collage. “No al desalojo, reservemos nuestra identidad” (cartel de arpillera que cubre la entrada). Y también: “Bares como éste en Europa no se consiguen”, “Conocí a Erdosain en el Bar Británico” (Arlt), “Mi primo Omar que vive en Ibiza está enamorado del Británico. Y yo también” (Silvia), un “Gracias a Dalma y a Gianina” (anónimo), “En este bar empecé a escribir mi Oda a la fauna submarina” (Alfonsina Storni), y una multiplicidad de citas literarias (probadas y apócrifas) que elevan la vida de la destartalada esquina a una suerte de inclasificable bunker de la patria.

A esta altura lo que queda claro es que el Británico no cambiará de mando sin pena. Y acaso lo más encantador del caso es que la defensa del “patrimonio histórico” y de una inaprensible fusión de “lo material e inmaterial” resultó lo suficientemente amplia como para albergar a tres gallegos que promedian los 65 años, que dicen no necesitar del trabajo y que todavía sueñan con recibir sus bodas de oro detrás del mostrador. En rigor, es a ellos (y a su escaso afán modernista lindante a la pereza) a los que hay que agradecerles que la ola globalizadora de los ’90 –que convirtió a muchos bares porteños en una réplica pasteurizada de sí mismos– pasara de largo por el Británico, donde ni siquiera un televisor gigante (que anuncia la cantidad de días que faltan para el invierno) logra conmover los aires de imperturbable bohemia que engalana el entorno.

El gran fantasma que agita a todos es ver convertida la histórica esquina en un desangelado cibercafé. Y aunque el dueño no parece avalar plan tan mefistofélico, los aguerridos vecinos juran que tampoco tolerarán la salida del “reciclado protegido”. Y sí: el renovado glamour de La Paz o Las Violetas parece más cercano al embalsamamiento en vida que a la protección patrimonial.

Aun cuando sus medialunas no sean las más maravillosas del mundo, sus pisos y aun sus tazas jamás brillen cual espejos y sus precámbricas sillas de madera parezcan sometidas a un lento proceso de descuartización, el Británico, qué duda cabe, es toda una institución. Y la displicencia confianzuda de sus gallegos (que no dudaron en correr con flit la bandera de apoyo del Partido Obrero), sus tardes de único café, sus trasnochadas eternas, sus domingos de diarios, y la publicidad extrema de su teléfono público (que incluye una llamada del presidente Kirchner para ofrecer a Horacio González, acaso el más fiel habitué del lugar, su cargo en la Biblioteca Nacional), forman parte de los usos y costumbres de la zona.

Considerando algo de todo esto, tal vez todo el inédito fervor tradicionalista (o torcida vuelta de tuerca a todo conservadurismo) no llame tanto la atención. La banderas de la magia están desplegadas. Será que los porteños resultaron más simmelianos de lo previsto y no quieren ver sus esquinas barnizadas en el tiempo. Ni a su bar convertido en una seca postal vacía del recuerdo. El mito sólo quiere continuar.

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