Domingo, 9 de abril de 2006 | Hoy
PáGINA 3
Por Alejandro Jodorowsky
La celebridad de Violeta Parra es tan grande que es muy poco lo que yo puedo revelar de ella. La conocí en París, donde vino en dos ocasiones. Primero en 1954 (por dos años) y después en 1961 (por tres años). En el primer período, aún no famosa, para ganarse la vida cantó en un pequeño bar del Barrio Latino, L’Escale. Su sueldo miserable sólo le permitía pagarse un cuarto de hotel de una estrella y cocinar ahí una modesta comida estilo chileno –carbonada, pastel de choclo, ensalada de tomate con cebolla– que muchas veces compartió con sus seis principales amigos, uno de los cuales era yo. Lo cuenta en su libro Décimas. Autobiografía en versos: “Para mi amigo Alejandro/ que me alentara en París/ con una flor de alhelí y una amistosa sonrisa,/ su mano fue una delicia/ allá en esa vida ausente;/ ayer sembraste simiente/ hoy florecen y fructifican”. Dice que yo la alenté en París, pero fue lo contrario. Su tenacidad y energía me contagiaron. Violeta cantaba desde las diez de la noche hasta las cuatro de la mañana, luego se levantaba a las ocho y corría a grabar los cantos chilenos que había recogido de labios de viejas campesinas –“a lo humano y a lo divino”–, ya fuera para Chant du Monde o para la Fonoteca Nacional del Museo del Hombre. Yo protesté:
–Pero Violeta, ¡si no te dan ni un céntimo! ¡Tienes que darte cuenta de que, en nombre de la cultura, te están estafando!
–No soy tonta, sé que me explotan. Sin embargo, lo hago con gusto: Francia es un museo. Conservarán para siempre estas canciones. Así habré salvado gran parte del folklore chileno. Para el bien de la música de mi país, no me importa trabajar gratis. Es más, me enorgullece. Las cosas sagradas deben existir fuera del poder del dinero.
Violeta me dio una inolvidable lección. Gracias a su ejemplo he leído el Tarot y dado consejos de Psicomagia de forma gratuita.
Cuando regresó a París, siete años después, ya era una cantante conocida y respetada en Chile no sólo por su arte sino también por sus valiosas investigaciones de su olvidado folklore. Grabó sus propias canciones (“Gracias a la vida”, entre ellas) para el sello Barclay. Actuó en el escenario central de la fiesta del diario comunista L’Humanité. A pesar de todo ello, siguió siendo una mujer con la apariencia de una humilde campesina; y su cuerpo menudo encerraba un alma de una fuerza sobrehumana... Paseándome con ella por las orillas del Sena, llegamos frente al Palacio del Louvre.
–¡Qué imponente museo! –le dije–. El peso de tantas obras de arte, de tantas grandes civilizaciones, a nosotros, pobres chilenos sin tradición, con chozas de paja en vez de pirámides, con humildes cacharros de greda en lugar de esfinges, nos aplasta.
–Calla –me contestó altiva–. El Louvre es un cementerio y nosotros estamos vivos. La vida es más poderosa que la muerte. A mí, que soy tan pequeña, ese enorme edificio no me asusta. Te prometo que pronto verás ahí dentro una exposición de mis obras...
No supe si considerarla loca o aquejada de una ingenua vanidad. La conocía como cantante, no como artista plástica.
Violeta contaba con muy poco dinero. Compró alambre, arpillera barata, lanas de colores, greda, algunos tubos de pintura. Y con esos humildes materiales creó tapices, cántaros, pequeñas esculturas, óleos. Eran sus propias obras y, al mismo tiempo, la expresión de un folklore chileno desaparecido en la realidad, pero atesorado en las profundidades del inconsciente de mi amiga. ¡En abril de 1964, Violeta Parra inauguró su gran exposición en el Museo de Artes Decorativas, Pabellón Marsan, del Palacio del Louvre!
Esta increíble mujer me enseñó que, si queremos algo con la totalidad de nuestro ser, acabamos lográndolo. Lo que parece imposible, con paciencia y perseverancia se hace posible.
Este fragmento pertenece al prólogo de El Maestro y las magas, el último libro de Alejandro Jodorowsky, que acaba de ser editado por Sudamericana, coincidiendo con su próxima visita a la Feria del Libro.
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