Domingo, 28 de marzo de 2010 | Hoy
VALE DECIR
Cerca de la mítica ciudad de Hollywood, en una colina, están esas gigantescas, icónicas letras blancas, omnipresentes en toda escena de cine que suceda por ahí.
En un principio decía “Hollywoodland”: fue en 1923, para hacerle propaganda a un nuevo desarrollo urbano, y las letras estaban decoradas con algo así como 4 mil lamparitas. El cartel no iba a durar más de un año y medio, pero se convirtió en un símbolo internacional, así que lo dejaron.
A principios de la década del ’40, el señor Albert Kothe, cuidador del monumento, estaba manejando borracho y estrelló su Ford Model A contra la letra H, destruyendo a ambos. El sobrevivió al accidente.
En 1949, la Cámara de Comercio reconstruyó el cartel y sacó las últimas cuatro letras. Sin embargo, nadie pagaba por el mantenimiento, así que se fue deteriorando con los años.
En 1978 hubo una campaña iniciada por el músico Alice Cooper: nueve donantes, uno por cada letra, pagaron casi 30 mil dólares para restaurar el nombre de la ciudad sobre la colina. Entre ellos, además del propio Cooper, estaban Hugh Hefner, Andy Williams y la Warner Brothers.
Ahora el terreno donde están las letras fue comprado por una compañía de Chicago que quiere tirarlas abajo y construir mansiones de lujo. Una organización está realizando una campaña para salvar el enorme cartel. Estos inversores querían cobrar 22 millones de dólares, pero aceptan venderle el terreno a esta gente si juntan 12 millones y medio antes del 14 de abril.
Quedan tres semanas y ya se juntaron 9 millones y medio, gracias a las compañías cinematográficas y a particulares como Spielberg y Tom Hanks, amantes de las letras gigantes y con bolsillos igualmente enormes. Faltan apenas 3 millones; apenas 3 millones que en cualquier otro lugar del mundo servirían para tantas cosas, y que en la meca del cine servirán para rescatar nueve letras blancas, en una ciudad tan olvidadiza que todos necesitan levantar la cabeza y leer el nombre en la colina para acordarse de dónde están.
Gracias a la película de Spielberg, todos conocen la historia de Oskar Schindler, el empresario industrial alemán: salvó la vida de más de mil judíos al emplearlos en sus fábricas durante la guerra, lo cual le significó arriesgar su vida y usar dinero de su propio bolsillo para sobornar a oficiales del ejército nazi.
No había una única lista. David Crowe cuenta, en la biografía de Schindler, que la lista cambiaba constantemente a medida que transcurría la guerra. Pero la que se considera oficial, de la que se habla cuando se dice “la lista de Schindler”, es la del 18 de abril de 1945. Existen tres copias: una está en Jerusalén, la otra en el Museo del Holocausto en Washington DC, y la tercera está en manos de Gary Zimet, un mercader de documentos históricos. El espera que no sea por mucho tiempo: la acaba de poner a la venta, y pide 2,2 millones de dólares.
Ante las críticas que señalan que la lista debería estar en manos de una institución, Zimet respondió a la revista Vanity Fair: “En estos días es muy fácil preservar documentos en una casa particular. Creo que los coleccionistas son muy generosos a la hora de compartir su material con los académicos. No veo que sea un problema que alguien tenga la lista en su casa”.
Sería una linda colección, si bien despareja en precio: en el estante de arriba, el DVD de La lista de Schindler, por 20 pesos; en la repisa de abajo, la lista misma, por 2 millones y pico.
Ilenia Moretti soportó a su padre durante muchos años; ella lo describe como verbalmente abusivo, dominante; algo que seguramente muchas chicas dirán de sus propios padres, pero Ilenia hizo algo que la distingue: contrató asesinos para que despacharan a Rodolfo, para liberarla a ella y a la madre.
Esto sucedió en la pequeña ciudad de Luzzara, al norte de Italia. El primero de los asesinos fue reclutado en la ciudad de Mantova, a 30 kilómetros; un hitman laborioso que viajó en bicicleta durante la noche para acechar al señor Moretti. Intentó acuchillarlo de madrugada, interceptándolo camino al trabajo. Rodolfo, que trabaja como sereno, se defendió de su agresor, logró desarmarlo y llamó a la policía.
Los detectives no pudieron entender cuando Grantana, el asesino, explicó que quería matar a Moretti porque lo odiaba. No discutían el hecho de que fuera posible odiar a Rodolfo, pero los dos hombres nunca se habían visto antes.
Según la agencia de noticias Reuters, Ilenia entonces le pidió dinero a su padre para viajar a Estados Unidos. Dominante, abusivo, pero de billetera floja, Rodolfo accedió. Fue con ese dinero que su hija, en la estación de trenes, contrató a un segundo asesino, un inmigrante marroquí recién llegado al país.
Este hombre aceptó el trabajo, pero luego lo pensó mejor y acudió a la policía. Esto les aclaró un poco más el panorama a los detectives, que finalmente entendieron el porqué del intento de asesinato de Moretti y arrestaron a Ilenia por instigar dos intentos de homicidio. Su madre, Roberta, también se halla bajo investigación.
No se sabe si Rodolfo es merecedor del odio que les procuran las dos mujeres en su vida. Lo que sí se sabe es que el señor Moretti tiene motivos para no seguir la moda en Italia de odiar a los inmigrantes: ese muchacho marroquí recién llegado tuvo más escrúpulos que su compatriota del pueblo vecino.
En varios lugares del mundo –en Salta sin ir más lejos– se puede disfrutar de lo que se llama una tirolesa: un cable de acero, alto en el aire, que sirve como medio de transporte; como un teleférico pero sin la cabina, como una telesilla pero sin la silla, apenas una persona deslizándose a toda velocidad.
Esto suele ser un entretenimiento turístico, pero para Daisy Mora, una chica de nueve años que vive en Colombia, es su medio de transporte diario a la escuela.
Según el Daily Mail hay un lugar, apenas a sesenta kilómetros de Bogotá, en donde los cables de acero son la única forma de cruzar un valle, 400 metros por encima del río Negro.
El fotógrafo Christoph Otto es el autor de la increíble foto que muestra a Daisy y a su hermano pequeño, Jamid; él es demasiado joven para viajar solo, así que su hermana mayor lo lleva consigo en una bolsa de arpillera, a sesenta kilómetros por hora.
Pobre Daisy: el turismo, para ella, consistirá en tomarse un colectivo y viajar sentada, cómoda, disfrutando de la sonrisa de su hermanito, sin preocuparse por la caricia mortal de la tierra que los espera, 400 metros más abajo.
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