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Domingo, 28 de marzo de 2010

El jardín de los presentes

Con escenas lisérgicas hace tiempo desterradas por el cine, un aliento épico digno de películas de guerra, una banda de sonido a la altura de la leyenda y una historia original y verdadera alrededor del hombre que terminó siendo responsable de que medio millón de hippies acudiera a su comunidad para celebrar el festival icónico de los ’60, Ang Lee filmó Taking Woodstock de un modo sorprendente e inesperado. Lo único para lamentar es que salga directo en DVD.

 Por Alfredo Garcia

En cine, cuando se habla de “reconstrucción de época” o “superproducción épica” se suele pensar en grandes despliegues de batallas decimonónicas, la invasión de Normandía o Moisés abriendo las aguas del Mar Rojo al estilo Cecil B. De Mille.

Sin embargo, Ang Lee nos demuestra en su última película que esos términos pueden aplicarse a un asunto totalmente distinto. La odisea que cuenta Lee en esta película no estrenada en cines argentinos –sale directo a DVD– se adivina ya por su título, Taking Woodstock. Los legendarios “3 días de amor y paz” que cambiaron el mundo en 1969 son contados aquí desde un punto de vista diferente, sin hacer foco en los shows musicales sino en la cocina del evento y en las hordas de gente que se agolparon alrededor de una inocente granja del estado de Nueva York de golpe convertida en “zona de desastre”.

Justamente la historia está contada desde el punto de vista de uno de los responsables del festival, y probablemente el más responsable de la masiva afluencia de público que convirtió al lugar en esa “zona de desastre”, ya que fue justamente Elliot Tiber el que en una conferencia de prensa dio a entender que el evento era gratuito, algo no contemplado en absoluto por los organizadores musicales que habían contratado los grupos de rock y que pensaban vender a 24 dólares las entradas para los tres días de música.

En Taking Woodstock, el comediante Demetri Martin es Elliot Tiber, hijo de los propietarios de un motel de mala muerte casi en quiebra cercano a la hoy legendaria granja de Max Yasgur, en cuyo predio se desarrolló el festival. La película empieza lentamente, en un plan de comedia costumbrista, mostrando los intentos casi desesperados de Tiber por salvar de la bancarrota la empresa familiar, intentos que incluyen reeditar un festival de verano donde solía tocar un cuarteto de cuerdas o algo así. Como presidente de la comisión de fomento de la diminuta comunidad de White Lake ya había hecho aprobar la moción del supuesto festival musical, cuando escucha que en un vecindario cercano le han quitado el permiso a un festival de hippies en el que debía participar Janis Joplin. De ahí a que su comunidad se vea asolada por medio millón de hippies y freaks hay sólo un pequeño trecho, y la película de Ang Lee narra con total fluidez y naturalidad la locura de esa invasión flower power que ya es un hito histórico.

Basado en un libro autobiográfico del propio Tiber, Taking Woodstock, el guión del film necesariamente combina la historia colectiva del evento que marcó a varias generaciones con aspectos personales de este entrepeneur azaroso que, al menos según sus memorias, se encontró a sí mismo –incluyendo su propia identidad sexual, tema original ya que nunca fue vinculado con el fenómeno hippie– durante el desmadre masivo que él ayudó a organizar. Teniendo en cuenta que el protagonista, sin ser del todo un personaje straight, tampoco era un freak con barba y pelo largo, la historia también habla de sus primeras experiencias con drogas, a las que achaca, por ejemplo, la ya mencionada conferencia de prensa en la que para salir del paso de las preguntas de los periodistas hostiles terminó insinuando que el evento sería gratuito (es que estaba muy nervioso, al borde de la náusea, y justo antes de la conferencia de prensa le convidaron una marihuana especialmente fuerte, parece). En otro momento, mientras Tiber intenta acercarse al “centro del universo” –es decir, el escenario donde tocaban las bandas–, hay un raro momento psicodélico para el cine moderno, cuando unos hippies cómodamente instalados en una típica camioneta colorida de la época le convidan una dosis de LSD 25. Este tipo de secuencia era más o menos común en el cine de fines de los ’60 y los ’70, pero en el Hollywood actual las experiencias lisérgicas han sido dadas de baja, por lo que esta secuencia, con alucinante música de The Seeds y una sutil animación en la que cobran vida los dibujos del interior del vehículo es uno de los mayores logros estéticos de este film de Ang Lee.

Justamente una de las quejas que podría provocar Taking Woodstock es la ausencia de material de archivo de las bandas de rock que tocaron en el festival, pero éstas son críticas injustas, ya que la película trata sobre el lado humano del evento y no del musical (y por otro lado, para eso ya está el documental de Michael Wadleigh sobre los conciertos). Moverse desde el motel de la familia de Tiber hasta el frente del escenario era algo casi imposible en medio de la muchedumbre, y precisamente uno de los grandes momentos del film es el intento del protagonista por llegar hasta ahí, lo que da lugar a una de las más ambiciosas reconstrucciones de la época hippie de la historia del cine, ya que la cantidad de extras, autos, policías –uno de los cuales trata de llevar a Tiber hasta el escenario en su moto– es un trabajo de cine épico comparable a las batallas de Kubrick en Barry Lyndon, sólo que, claro, con un tono pacifista totalmente distinto.

Más allá de que por el tipo de película con docenas de personajes hay poco lugar para el lucimiento actoral, hay que destacar a un desopilante Liev Schreiber como un travesti ex marine experto en seguridad, y al siempre eficaz Eugene Levy (el padre de la saga de American Pie) como el granjero Max Yasgur. Y si bien la música de los grupos en vivo casi nunca se escucha en primer plano, hay un excelente score sixties por Danny Elfman y un soundtrack que incluye bienvenidos temas de la época a cargo de The Doors, Steve Winwood y Jefferson Airplane.

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