Domingo, 28 de marzo de 2010 | Hoy
PLáSTICA > LA RETROSPECTIVA DE ADRIANA BUSTOS EN EL RECOLETA
En un trabajo de aparente simplicidad, la retrospectiva de Adriana Bustos explora dos de las problemáticas más candentes (y conectadas) en la América latina de la última década: por un lado, los retratos de los caballos usados por los cartoneros en Córdoba, Buenos Aires y Rosario; por otro, los testimonios y los sueños de las jóvenes usadas como mulas para el tráfico de drogas. Pobreza, exclusión e ilusiones atraviesan la obra, pero también una profunda búsqueda del modo en que el arte contemporáneo podría llegar a un público más amplio.
Por Claudio Iglesias
Nena. Toro. Rosario. Soñador. Barón. Como el lector puede suponer, son nombres de caballos y yeguas. Y, también, son los títulos de algunas de las obras que Adriana Bustos presenta en Caballos y mulas, su retrospectiva en el Centro Cultural Recoleta. Rostros de animales exangües, los retratos fotográficos que integran esta serie resultan tan perturbadores como la mirada de los retratados: esos seres no humanos que muestran las huellas del trabajo duro que lentamente los consume, el diario trayecto por la ciudad tirando de los carritos de los cartoneros. Y que la artista nos muestra en primer plano, acercándolos al espectador, diciéndonos sus nombres, señalándolos como emergentes de la realidad económica que a comienzos de esta última década invadió el paisaje de ciudades como Córdoba, Rosario y Buenos Aires. Como si se parara adelante del carrito que, visionariamente, Liliana Maresca (una de sus artistas favoritas) presentó en la muestra Recolecta en 1990, en ese mismo lugar, y pusiera el lente en el animal que lo mueve y su destino fatal de testimonio ambulante de un modelo de desarrollo necesariamente ruinoso. Los retratos, además, ponen al espectador al tanto del lugar desde el que Bustos trabaja, a lo largo de su obra, distintas problemáticas económicas y políticas: un punto de vista cercano, que nos muestra un proceso global a través de los protagonistas y sus pequeñas historias de dolor y pérdida.
La muestra, curada por Eva Grinstein, recorre el cuerpo de obra que Bustos desarrolló en los últimos diez años, y muestra el potencial investigativo y pedagógico que subyace a su trabajo. Por un lado, los Retratos y los Ejemplares, fotografías de caballos de cartoneros tomadas frente a pinturas que representan paisajes serranos, estimativamente similares al hábitat natural de los animales sometidos a sobreexplotación en las ciudades. Por otro lado, la gigantesca Antropología de la Mula, un ambicioso ensayo de investigación que traza un paralelo entre los animales que transportaban metales preciosos del Alto Perú durante la época colonial y las mujeres que hoy son usadas como correo humano por las redes del narcotráfico. Córdoba, la ciudad en la que vive la artista, fue uno de los más importantes puntos de paso en la ruta del oro que viajaba a Europa desde Potosí, y a partir del siglo XVI la cría de mulas fue una de las actividades más prósperas de la región. Hoy en día, el 60 por ciento de la población de las cárceles de mujeres de Córdoba se encuentra procesada o cumpliendo condena por crímenes relacionados con el narcotráfico. La primarización de la economía (con sus consecuencias fatales siempre a la vista) funciona como el eje de los dos procesos que une la palabra “mula”.
Bustos ideó un mecanismo para poner en sincronía el pasado con el presente: Las ilusiones es el resultado de una serie de entrevistas realizadas a las internas de la Penitenciaría de Mujeres Bouwer de la ciudad de Córdoba. Entrelazando la historia oral, la pintura y la fotografía, la artista prepara para cada una de ellas un mural que funciona como una “materialización icónica” de los deseos y expectativas que las mujeres pusieron en el encargo de llevar droga en sus estómagos. Según Grinstein, “mulas, mujeres y metáforas habitan un mismo núcleo regido por grandes intereses económicos y pequeños deseos personales”. Un viaje, una peluquería, una operación muy cara son algunos de los temas pintados que las mujeres presas observan sentadas, dándole la espalda a la cámara, en lo que parece un ritual que la artista prepara, pero cuya protagonista es la persona sentada en soledad. El aspecto artesanal y callejero de las imágenes converge con la hechicería popular, muy difundida en toda Latinoamérica, en lo que hace a vínculos de pareja, proyectos y sueños de vida. Si bien el procedimiento es altamente simbólico y evocatorio, el resultado es realista en el sentido más estricto: muestra con claridad la relación entre las historias de vida y las condiciones sociales que las afectan. La sugerencia mágica y la descripción crítica se refleja también en piezas como Fátima y su ilusión, donde vemos a la persona crudamente absorta frente al paisaje incaico que pensaba recorrer con los frutos del trabajo de mula. Parada entre el dibujo y el público, Fátima expone una consonancia entre los métodos etnográficos de la historia oral y la investigación participativa (en los cuales la construcción que alguien hace de su experiencia resulta crucial para el diseño de la investigación) y un sentido más primitivo del arte como práctica mágica, una evocación capaz de conjurar los deseos y la memoria del dolor en una persona o un grupo.
En otras piezas de la serie, el acento está puesto en lo didáctico y su posible implementación desde los dibujos, en los que aparecen intercalados textos e imágenes relativos a la historia de la conquista y sus vinculaciones icónicas con las problemáticas sociales del narcotráfico.
De este modo, el trabajo de Bustos debate con distintas tradiciones y tendencias al interior del arte contemporáneo. Por un lado, su obra incorpora toda la producción sobre temática narco y violencia (un poco peyorativamente llamada “narcoarte”), que ganó impulso con el trabajo de Teresa Margolles para la Bienal de Venecia del año pasado y con las conocidas bandejas de cocaína de Tania Bruguera, aunque podría remontarse a toda una tradición de artistas latinoamericanos, desde Doris Salcedo hasta Yoshua Okon, en un espectro posible entre la solemnidad conmemorativa y la celebración de la cultura trash para referirse a las consecuencias sociales del tráfico de drogas ilegales. Sin embargo, el acento más educativo que provocativo que permiten los dibujos saturados de información de Bustos entraña toda una reflexión sobre el rol del artista abocado a una construcción de sentido a partir de instrumentos visuales y técnicas de investigación. Un tema de interés en este punto es el de la educación como área pendiente en el arte contemporáneo (al punto que algunos teóricos arengados hablan de un “giro educacional” para referirse a proyectos artísticos que se fundamentan en paradigmas pedagógicos) y el modo en que un proyecto de investigación artística de una temática socialmente candente debe contar con herramientas comunicativas adecuadas.
¿Hay algo más difícil en la cultura contemporánea que evitar el cripticismo, el cinismo y la pérdida de interés? Uno de los caminos muertos en la discusión sobre el rol social del artista tiene que ver justamente con la inadecuación entre el problema que se quiere enfrentar y las herramientas con las cuales se trabaja de cara al espectador. No siempre una obra con “contenido” político tiene un efecto político deseable; a veces el efecto es disminutorio, contraproducente. Y una obra de arte político, para ser tal, debería funcionar como una herramienta o como un hechizo: con eficacia contundente. Una de las virtudes del trabajo de Bustos es que sabe situar al espectador en relación con los problemas que propone. Y no sólo porque su manera de trabajar resulte formalmente nítida, sino porque su punto de vista ayuda a reponer la escala humana de los problemas que enfrenta, al incorporar el componente personal del deseo y leer la historia a contrapelo de la imaginación. La claridad conceptual del trabajo de Bustos no surge entonces de un frío racionalismo que prescinda de la fantasía, sino de la capacidad para elegir la manera de fantasear adecuada.
La anécdota con la que Aleister Crowley explica la magia puede servir para capturar esta suerte de clarividencia didáctica de la que hace gala Adriana Bustos:
Dos caballeros coinciden en un asiento de tren. Uno de ellos lleva una caja cerrada, con agujeros en su cara posterior. Su desconocido acompañante, muerto de curiosidad, se atreve a preguntarle qué animal lleva dentro. El otro, con ganas de conversar para pasar mejor el viaje, le explica que todo tiene que ver con una compleja historia familiar. Su hermano, tras divorciarse, cayó en una depresión muy fuerte, se entregó al alcoholismo y alucina permanentemente con serpientes. El le lleva entonces una mangosta traída desde la India, para que espante a las serpientes. “Pero –dice el curioso–, las serpientes que ve su hermano son imaginarias.” “Claro –responde el otro–, y esta mangosta también es imaginaria.”
Como Crowley con su mangosta, la obra de Bustos propone un conjunto de evocaciones plásticas y sugerentes para enfrentar problemáticas bien reales.
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