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Domingo, 14 de abril de 2002

PáGINA 3

Receta para leerme

Por Antonio Lobo Antunes
Siempre que alguien afirma que ha leído un libro mío, me quedo desilusionado por su error. Ocurre que mis libros no están hechos para ser leídos, en el sentido en el que se suele hablar de leer: la única forma, me parece, de abordar las novelas que escribo es pescarlas del mismo modo que se pesca una enfermedad.
Se decía de Bjorn Borg, comparándolo con otros tenistas, que éstos jugaban al tenis mientras Borg jugaba a otra cosa. Las que por comodidad he llamado novelas –como podría haber llamado poemas, visiones, lo que se quiera– sólo se entenderán si se las toma por otra cosa. Las personas tienen que renunciar a su propia llave, la que todos tenemos, para abrir la vida, la nuestra y la ajena, y utilizar la llave que el texto le ofrece. De otra manera se hace incomprensible, pues las palabras no son más que signos de sentimientos íntimos, y los personajes, las situaciones y la intriga, pretextos de superficie que utilizo para llegar al profundo revés del alma. La verdadera aventura que propongo es aquella que narrador y lector emprenden juntos hacia la raíz de la naturaleza humana. Quien no entienda esto, sólo se quedará con los aspectos más parciales y menos importantes de los libros: el país, la relación entre hombre y mujer, el problema de la identidad y de su búsqueda, etcétera, temas acaso muy importantes desde el punto de vista político, social o antropológico, pero que nada tienen que ver con mi trabajo.
Lo máximo que, en general, recibimos de la vida es cierto conocimiento de ella que llega demasiado tarde. Por eso no existen en mis obras sentidos excluyentes ni conclusiones definidas: son solamente símbolos materiales de ilusiones fantásticas, la racionalidad truncada que es la nuestra. Hace falta abandonarse a su aparente descuido, a las suspensiones, a las largas elipsis, al sombrío vaivén de olas que, poco a poco, los llevarán al encuentro de las tinieblas fatales, indispensables para el renacimiento y la renovación del espíritu. Es necesario que la confianza en los valores comunes se disuelva página a página, que nuestra engañosa coherencia interior vaya perdiendo gradualmente el sentido que no posee y sin embargo le dábamos, para que nazca otro orden de ese choque, tal vez amargo pero inevitable.
Me gustaría que mis novelas no estuviesen en las librerías al lado de las otras, sino apartadas y en una caja cerrada herméticamente, para no contagiar a las narraciones ajenas o a los lectores desprevenidos: a fin de cuentas, sale caro buscar una mentira y encontrar una verdad. Caminen por mis páginas como por un sueño porque es en ese sueño, en sus claridades y en sus sombras, donde se irán encontrando los significados de la novela, con una intensidad que corresponderá a nuestros instintos de claridad y a las sombras de nuestra prehistoria. Y, una vez acabado el viaje y cerrado el libro, a convalecer. Exijo que el lector tenga una voz entre las voces de la novela –o poema o visión o cualquier otro nombre que se le ocurra darle– para poder hallar reposo entre los demonios y los ángeles de la Tierra.
Los malentendidos respecto de lo que hago derivan del hecho de abordar lo que escribo como nos enseñaron a abordar cualquier narración. Y la sorpresa proviene de que no hay narración en el sentido común del término, hay tan sólo amplios círculos concéntricos que se estrechan, aparentemente para que respiremos mejor. Así que abandonen sus ropas de criaturas civilizadas, llenas de restricciones, y permítanse reparar en cómo las figuras que pueblan lo que digo no están descritas y casi no poseen relieve: ocurre que se trata de ustedes mismos.
Dije alguna vez que el libro ideal sería aquel en el que todas las páginas fuesen espejos: reflejando a mí y al lector, hasta que ninguno denosotros sepa cuál es de los dos. Intento que cada uno sea ambos y que regresemos de esos espejos como quien regresa de la caverna de lo que era. Es la única salvación que conozco. Y, aunque conociese otras, es la única que me interesa. Era hora de ser claro acerca de lo que pienso sobre el arte de escribir una novela, yo que en general respondo a las preguntas de los periodistas con una ligereza divertida, porque se me antojan superfluas: en cuanto conocemos las respuestas, todas las preguntas se vuelven ociosas. Y, por favor, abandonen la facultad de juzgar; una vez que se comprende, el juicio termina y nos quedamos sombríos ante la luminosa facilidad de todo. Porque mis novelas son mucho más sencillas de lo que parecen. El problema es que les falta lo esencial: la intensa dignidad de un ser entero. Faulkner, de quien ya no me gusta lo que me gustaba, decía haber descubierto que escribir es algo muy hermoso: hace a los hombres caminar sobre las patas traseras y proyectar una sombra enorme. Les pido que se fijen en esa sombra, comprendan que les pertenece y que es capaz, en el mejor de los casos, de dar nexo a sus vidas.
Con este texto, el portugués Antonio Lobo Antunes, candidato perenne al Premio Nobel y autor de novelas exquisitas como Manual de inquisidores, El orden natural de las cosas, La muerte de Carlos Gardel y Exhortación a los cocodrilos, trató de paliar (a su manera, claro) la fama ya legendaria de huraño que le han adjudicado.

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