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Martes, 4 de enero de 2005

PáGINA 3

Yo acuso

In memoriam Susan Sontag (1933-2004)

POR SUSAN SONTAG

La desconexión entre la monstruosa dosis de realidad del martes pasado y la cháchara virtuosa y las mentiras desembozadas que venden las figuras públicas y los comentaristas de televisión es sobrecogedora y deprimente. Las voces autorizadas para cubrir el acontecimiento parecen haberse unido en una campaña para infantilizar al público. ¿Dónde se ha reconocido que esto no fue un ataque “cobarde” a la “civilización” o a la “libertad” o a la “humanidad” o al “mundo libre” sino un ataque a una autoproclamada superpotencia mundial, emprendido como consecuencia de ciertas alianzas y acciones específicas de Estados Unidos? ¿Cuántos ciudadanos están al tanto de que Estados Unidos sigue bombardeando Irak? Y ya que tenemos que usar la palabra “cobarde”, quizá sea más apropiado aplicarla a los que matan lejos del alcance de toda represalia, bien altos en el cielo, que a los que están dispuestos a morir para matar a otros. Hablando de coraje (una virtud moralmente neutra): se podrá decir cualquier cosa de los que perpetraron la carnicería del martes, pero no que eran cobardes.
Nuestros líderes han resuelto convencernos de que todo está bien. Estados Unidos no tiene miedo. Nuestro ánimo está intacto, aunque el martes fue un día que quedará en la infamia y Estados Unidos está ahora en guerra. Pero todo no está bien. Y esto no fue Pearl Harbor. Tenemos un presidente autómata que nos asegura que el país está orgullosamente de pie. Un amplio espectro de figuras públicas, algunas del gobierno, otras ajenas a él, que se oponen con fuerza a las políticas implementadas por esta administración, parecen haber asumido la libertad de limitarse a decir que están unidas detrás del presidente Bush. Habrá mucho que reflexionar –cosa que quizá se esté haciendo ya en Washington y en otros lugares– sobre la ineptitud de la inteligencia y la contrainteligencia norteamericanas, sobre las opciones de que disponía Estados Unidos en política exterior, en particular en Medio Oriente, y sobre lo que constituye un programa de defensa militar inteligente. Pero al público no se le pide que asuma la carga de la realidad. Los formalismos autocongratulatorios y unánimemente aplaudidos de los congresos del Partido Soviético solían parecernos despreciables. La unanimidad de la retórica santurrona y ocultadora de la realidad declamada en estos días por los funcionarios norteamericanos y los comentaristas mediáticos parece, digamos, indigna de una democracia madura.
Los funcionarios públicos nos han hecho saber que consideran que su tarea es manipuladora: construir confianza y administrar el dolor. La política, la política de una democracia –que implica discrepancia, que promueve el candor– ha sido reemplazada por la psicoterapia. Unámonos en el dolor. Pero no nos unamos en la estupidez. Una pizca de conciencia histórica puede ayudarnos a comprender lo que acaba de suceder, y lo que puede seguir sucediendo. “Nuestro país es fuerte”, nos dicen una y otra vez. Para mí, al menos, eso no es del todo un consuelo. ¿Quién duda de que Estados Unidos sea fuerte? Pero eso no es todo lo que Estados Unidos debe ser.

Susan Sontag murió en Nueva York el martes pasado. Tenía 71 años. De los muchos y grandes textos que escribió en su vida (ensayos, novelas, reseñas literarias, artículos periodísticos), pocos tuvieron la repercusión que generó éste, brevísimo, de una lucidez y un coraje extraordinarios, publicado en la revista The New Yorker el 24 de septiembre de 2001, apenas trece días después del ataque contra el World Trade Center.

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