ACONTECIMIENTOS - EL MALBA ESTRENA LA HISTORIA DEL BLUES PRODUCIDA POR MARTIN SCORSESE
Humano, más que humano
Formidable travesía musical, los siete documentales de The Blues - A Musical Journey van y vienen entre las raíces africanas y el río Mississippi, convocan a los artistas más paradigmáticos del género (de Otha Turner a Corey Harris) y traducen la pasión de un prestigioso grupo de cineastas (Martin Scorsese, Wim Wenders, Clint Eastwood, entre otros) por una de las músicas populares más influyentes del siglo XX. En el texto que sigue, Scorsese cuenta cómo nació el proyecto y repasa la historia de su propia fascinación con el blues.
Por Martin Scorsese
En mi infancia y adolescencia siempre parecía haber música en el aire. Soplaba desde la calle, las radios de los autos que pasaban, los restaurantes y los negocios, las ventanas de los departamentos vecinos. En casa, mamá solía cantar para sí misma; tengo un vívido recuerdo de ella cantando mientras lavaba los platos. Mi padre amaba tocar su mandolina y mi hermano Frank tocaba la guitarra. Pero de hecho mi padre era el entusiasta de la guitarra, y la primera música que recuerdo haber escuchado es la de Django Reinhardt y su Hot Club del France Quintet. En esa época se podía escuchar una increíble variedad de músicas por la radio: de todo, desde canciones folklóricas italianas hasta country & western.
Recuerdo que un día, alrededor de 1958, escuché algo que no se parecía a nada de lo que hubiera escuchado hasta entonces. Nunca olvidaré la primera vez que oí el sonido de esa guitarra. La música me exigía: “¡Escúchame!”. Salí corriendo a buscar papel y lápiz y anoté el nombre. La canción se llamaba “See See Rider”, y yo ya la conocía por la versión de Chuck Willis. El nombre del cantante era Lead Belly. Tan rápido como pude llegué hasta el local de Sam Goody, en la calle 49, y allí encontré un viejo disco de Folkways interpretado por Lead Belly, que incluía “See See Rider”, “Roberta”, “Black Snake Moan” y algunas otras canciones. Y lo escuché obsesivamente. La música de Lead Belly abrió algo nuevo para mí. Si hubiera podido tocar la guitarra, tocar de verdad, jamás habría sido cineasta.
Por esa misma época fui con unos amigos a ver a Bo Diddley. Ése fue otro acontecimiento histórico para mí. Tocaba en el Brooklyn Paramount, en uno de esos programas múltiples de rock and roll. Era un intérprete hipnótico que se movía de manera asombrosa en el escenario. Recuerdo a Jerome Green con las maracas, que iba bailando desde uno de los costados del escenario, y a Bo Diddley que iba bailando desde el otro, y cómo se cruzaban en el centro e intercambiaban posiciones. Bo Diddley también hacía algo inusual: explicaba los diferentes golpes de percusión y de qué partes de Africa provenían.
A comienzos de los ’60, yo prefería a Phil Spector, Motown y los grupos de chicas: las Ronettes, las Marvelettes, las Shirelles. Luego llegó la invasión británica. Como todos, yo estaba abrumado por esa música e impresionado por la enorme influencia que había sufrido del blues. Cuanto más entendía la historia que había detrás del rock & roll, más escuchaba el blues que había en esa historia.
El blues pasó al frente gracias a parte de la nueva música británica. Las bandas homenajeaban a sus maestros de la misma manera en que los cineastas de la Nouvelle Vague homenajeaban con sus películas a los grandes directores norteamericanos. Estaban John Mayall y sus Bluesbreakers. Estaba la primera etapa de Fleetwood Mac (con Peter Green en guitarra), básicamente una banda de blues. Estaban los Stones, que desde el principio habían tenido un pesado acento de blues e hicieron versiones de Little Red Rooster, “I’m a King Bee”, “Love in Vain” y muchos otros temas.
Y por supuesto: estaba Cream. Todavía amo sentarme solo en una habitación y dejarme envolver por su música. Cream creó una sorprendente fusión de blues y hard rock, y algunas de sus canciones más hermosas eran covers: “Rollin’ and Tumblin’”, el viejo clásico del Delta, que escuché por primera vez en el primer volumen de Live Cream; “Crossroads”, de Robert Johnson, que fue uno de sus mayores éxitos, y “Sitting on Top of the World”, que estaba en Goodbye Cream.
A fines de los ’60 empezó a expandirse la necesidad de rastrear las raíces de la música popular. El blues se fue descubriendo en todo el país y excedió el nicho del público especializado. Por entonces, la música no estaba tan disponible como ahora. Algunos títulos había que buscarlos mucho, y otros aparecían en reediciones o antologías. El blues estaba rodeado de una mística, un aura tan poderosa que ciertos nombres aparecían súbitamente en el aire y uno tenía que salir a buscar sus discos. Hablo de Son House, a quien escuché por primera vez cuando estábamos compaginando Woodstock. Fue su director, Mike Wadleigh, quien trajo una grabación de él. Alguien que escuchó cantar a Caruso dijo que lo conmovió tanto que su corazón se estremeció. Así me sentí la primera vez que escuché a Son House: era una voz y un estilo que parecían venir de muy, muy atrás, de algún tiempo y lugar muy lejanos. Un año después, escuchar otra voz antigua, la de Robert Jonson, sería otra experiencia que sacudiría mi alma.
Fue mi amor por la música lo que me llevó a hacer la película The Last Waltz. Quise hacer algo más que documentar el último concierto de The Band. Era más que un mero tributo musical: era un tapiz de historia de la música, la historia de la música de The Band. Y cada uno de esos intérpretes –una leyenda tras otra– había tramado una parte de ese tapiz. Pero cuando Muddy Waters ingresó al escenario y canto “Mannish Boy”, se apoderó de la música, del evento, de la historia, de todo. Electrificó al público: lo llevó a otro nivel y al mismo tiempo lo devolvió a las fuentes. Siempre me consideraré un privilegiado por haber estado ahí para atestiguarlo, filmarlo y dárselo a millones de personas. Fue un momento definitorio para mí.
En la última década, esta búsqueda de raíces históricas fue abriéndose camino en mi trabajo. Hice dos documentales sobre la historia del cine y decidí hacerlos desde lo personal, en lugar de buscar una perspectiva estrictamente histórica. Me pareció que era la mejor manera de trabajar. Para la serie sobre el blues decidí hacer algo parecido.
El proyecto comenzó cuando la productora Margaret Bodde y yo estábamos trabajando en un documental con Eric Clapton titulado Nothing But the Blues, donde combinábamos material de Eric interpretando clásicos del blues con material de archivo de músicos más viejos. Quedamos sorprendidos por el poder elemental y poético de esas yuxtaposiciones: parecía un modo simple y al mismo tiempo elocuente de expresar la atemporalidad de la música. Y al mismo tiempo nos reveló una manera de abordar la historia del blues en términos cinematográficos. Así que el paso siguiente fue natural: pedirles a varios directores que admiro –todos profundamente conectados con la música– que hicieran su propia exploración personal de la historia del blues.
Con respecto a mi propio film –el primero de la serie–, la idea fue embarcar al espectador en una peregrinación por el Mississippi, y luego por Africa, en compañía de un magnífico blusero joven llamado Corey Harris, que no sólo es un gran intérprete sino que conoce muy bien la historia del género. Lo filmamos en Mississippi hablando con algunas figuras legendarias y visitando algunos lugares donde se hacía música. Esa sección culmina en un encuentro con el gran Otha Turner, sentado frente a su casa en Senatobia, cerca de su familia y tocando su flauta de caña. También tuvimos la suerte de filmar el magnífico concierto de Otha en noviembre de 2001 en St. Ann’s, Brooklyn, que creo que fue su última actuación registrada en cine. Luego parecía natural rastrear la música hasta Africa Occidental, donde Corey tocó con artistas extraordinarios como Salif Keita, Aviv Koité y Ali Farka Toure. Es fascinante escuchar los vínculos entre la música norteamericana y la africana, ver las influencias que circulan en ambas direcciones, a través del tiempo y el espacio.
Incluí también a Alan Lomax porque los lazos entre Africa y el blues siempre fueron muy importantes para él. Me siento fuertemente identificado con su instinto, esa necesidad de encontrar y grabar música y sonidos genuinos antes de que sus generadores desaparezcan. De no ser por él, muchas cosas se habrían perdido. La música de Otha Turner era un lazo con Africa, y Lomax se dedicó largamente a explorar esa conexión. Esa música elemental, hecha nada más que de un flautín y percusión, siempre me ha fascinado. Cuando la escuché por primera vez, estaba editando Toro salvaje por las noches. Era subyugante; sonaba como si viniera de la Norteamérica del siglo XVIII, pero con un ritmo africano. Ni siquiera me había imaginado que existiera una música así. Encontré un casete con la música de Otha y lo escuché obsesivamente durante varios años. Siempre supe que podría jugar un papel importante en Pandillas de Nueva York, un proyecto que con el tiempo sufrió bastantes cambios, pero jamás en la idea de incluir esa música.
Cuando por fin pude hacer la película, tuvimos la suerte de poder usar una pieza de Otha y su Rising Star Band, y la usé en el set para impulsar la acción: le daban una energía y un poder a la película que de otro modo no habría tenido, y ayudaba a crear un mundo nunca antes visto. Cuando la película se estrenó, mucha gente –comprensiblemente– creyó que estaba escuchando música celta y se sorprendió al descubrir que era Otha Turner, del Mississippi del norte.
Nunca ha dejado de sorprenderme la sensación de continuidad y transformación que transmite el blues, la manera en que pasado, presente y futuro se fusionan en una única entidad creativa y dinámica. Esa idea de continuidad y transformación recorre todas las películas de esta serie. Charles Burnett hizo un drama poético y personal sobre la vida del blues vista a través de los ojos de un niño. Wim Wenders hizo un film evocativo que se mueve a través del pasado, presente y futuro como en un sueño, para conjurar a tres bluseros diferentes. Dick Pearce hizo una película magnífica sobre Memphis; Marc Levin hizo Chicago Blues, con Chuck D y Marshall Chess en el estudio con la banda Electric Mud grabando nuevos temas junto a los miembros de The Roots. Mike Figgis hizo una película sobre la escena británica del blues y Clint Eastwood homenajeó a los grandes pianistas.
A la gente le gusta pensar que los grandes cantantes de blues son crudos, instintivos, y que el genio y el talento manan de las puntas de sus dedos. Pero John Lee Hooker, Bessie Smith, Muddy Waters, Howlin’ Wolf, Blind Lemon Jefferson y tantos otros asombrosos talentos son algunos de los más grandes artistas que ha tenido Norteamérica en toda su historia. Cuando uno escucha a Lead Belly, Son House, Robert Johnson, John Lee Hooker, Charley Patton o Muddy Waters, se conmueve, se le estremece el corazón, y uno se siente transportado e inspirado por esa energía visceral y esa verdad emocional que es sólida como una roca. Uno se sumerge de lleno en el corazón de lo que significa verdaderamente ser humano, en la condición del ser humano. Eso es el blues.