Dom 19.05.2002
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PáGINA 3

La palabra mapuche

POR GUILLERMO SACCOMANNO
El 10 de mayo último un grupo de escritores de San Martín de los Andes me invitó a participar en un encuentro en la Biblioteca Popular 9 de Julio. Los ejes convocantes eran “Reivindicar la palabra” y “El rol del escritor en una sociedad en crisis”. Al entrar en la sala donde iba a transcurrir la charla, se nos dijo que en el lugar se había instalado una delegación mapuche, hombres, mujeres, chicos, esperando la respuesta a un reclamo formulado a las autoridades municipales.
Hace ya más de un año que la comunidad mapuche exige una respuesta a la contaminación de las aguas de los ríos de la zona por parte del emprendimiento turístico de Chapelco, que afecta en forma letal a sus habitantes. Las deyecciones del complejo infectan esas aguas produciendo enfermedades y muertes en la comunidad. De pronto, en esa sala, con los mapuches callados, expectantes, la realidad había adquirido un espesor que volvía banal toda disquisición retórica. Un representante de la nación mapuche, como ejemplo, presentó una rama quemada por los detritus del complejo turístico de Chapelco. Minga de ecología, esa palabra que conmueve tanto a los magnates norteamericanos que se apoderan de la Patagonia (pocos saben que Ted Turner sigue, en la actualidad, adueñándose de enormes extensiones en la zona). El mapuche bien podía haber presentado, en lugar de una rama quemada por detritus, un chico enfermo, o su cadáver. No se trataba ya de discutir que ese territorio pertenece originariamente a la nación mapuche. Se trataba también de la palabra empeñada. Y, paradójicamente, se resignificaba el tema del encuentro de escritores.
Cuando un año atrás, durante la temporada de esquí, los mapuches plantearon sus exigencias, las autoridades y los empresarios les dieron su palabra: si los mapuches suspendían las medidas de fuerza esperando a que terminara la temporada turística (la nieve, el esquí, todo ese circo fashion que capitalizan los empresarios con el respaldo ya histórico de la revista oficial del empresariado argentino y las dictaduras, la revista Gente y su mundito fashion de chetos y modelitos siliconadas), entonces, concluido ese período, atenderían sin falta la demanda. Desde entonces hasta el presente los mapuches confiaron en esa palabra dada. Pero no obtuvieron respuesta a sus reclamos. A punto de iniciarse una nueva temporada, los mapuches vuelven, una vez más, a plantear sus reclamos. Ahora, si los mapuches persisten en sus reclamos, casi seguro, no habrá temporada.
El ámbito en que se iba a desarrollar un encuentro de escritores tuvo, como presencia inesperada, la presencia de la delegación mapuche. Una bandera mapuche había sido tendida sobre la mesa de los participantes y su despliegue fue algo más que un símbolo. Para los mapuches, se sabe, la palabra empeñada tiene más valor que la palabra escrita, la palabra de la “civilización”. En este marco, todo debate sobre la palabra no podía transcurrir sino aludiendo a lo que el lenguaje, en cuanto compromiso, significa. A los mapuches las autoridades “huincas” les dieron su palabra. Y todavía hoy los mapuches esperan que esa palabra signifique.
Poco más tarde, al retirarse de la sala, mientras se marchaban, al caminar el piso de madera procurando no hacer ruido, los mapuches pidieron disculpas por ese desplazamiento que, procurando ser silencioso, tuvo un efecto contundente. Tanto el valor que le asignan a la palabra como la humildad con que se excusaron por interrumpir una exposición demostraron algo que, con certeza, superó toda retórica. La dignidad mapuche superaba toda exposición volviéndola banal.
Cuando descubrí el sur, la Patagonia, a los veinte años, no fue a través de una expedición turística. Me tocó a fines de los sesenta hacer la colimba en Junín de los Andes. Por entonces, los colimbas padecían condiciones abyectas de explotación, enterrados en la nieve, enzapatillas, con neumonías, al talar Chapelco en función de lo que es hoy: esa escenografía cosmética que encubre las contradicciones de un país vendido. Por entonces, la dictadura de Onganía, el Ejército Argentino y el capital oligárquico tendían ya los planes de este presente de oprobio. Muchos de mis compañeros en ese sistema de vasallaje que significó el servicio militar obligatorio tenían apellidos mapuches. Me acuerdo de la impresión desoladora que me produjo, por entonces, conocer la “reserva” Mamá Margarita en Malleo. Y “reserva”, que conste, es una palabra que humilla a los descendientes víctimas del exterminio roquista.
Ahora, en el presente, en San Martín, pude conocer a una maestra que en esos años trabajó en esa “reserva”, Delia Boucau, compañera de la monja Leonie Duquet, asesinada por la última dictadura militar. Delia me contó que en el ‘76 fue secuestrada por el Ejército en Mamá Margarita y trasladada a Neuquén. Fue liberada tiempo después mediante la intervención de Jaime de Nevares. Luego de leer mi libro Bajo bandera, Delia me comentó que me había quedado corto en narrar los negocios de los militares, las miserias de los colimbas y, obviamente, en la descripción de la problemática mapuche. Delia tenía, tiene, tendrá razón.
La relación entre la literatura y la realidad no es menos conflictiva que esa que determina una palabra y lo que significa. Los mapuches lo saben. Han experimentado y experimentan a diario, con esa dignidad apabullante, las consecuencias de la falsía que se denominó crisol de razas. No hay tal alquimia. En todo caso, considerando que la historia siempre la escriben los vencedores, hoy puede hablarse de una seudointegración de etnias, siempre desventajosa para quienes fueron y son los habitantes naturales de este territorio. A propósito, otra observación. Los mapuches no piensan que este territorio les pertenece. A los huincas este pensamiento los sorprende: “No es que esta tierra me pertenece”, piensa el mapuche. “Sino que yo soy de esta tierra”. El pensamiento es mucho más sencillo y, a la vez, más abarcador. No se trata de la posesión. Sino de sentirse parte. Cuando el mapuche habla de nación, habla de un concepto más fuerte que el de Estado. Habla de una identidad. De una identidad que se avasalla día a día. Esa identidad no precisa de la palabra escrita en documentos oficiales. Porque esa palabra, la palabra escrita, miente. Los mapuches le otorgan a la palabra otro valor. Y éste se vincula con la verdad.

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