Sábado, 31 de diciembre de 2005 | Hoy
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Por María Moreno
Una modernización compulsiva y global exige la exportación de “seres humanos superfluos” a vertederos bien dispuestos, escribe Zygmunt Bauman en Vidas desperdiciadas La modernidad y sus parias. La plenitud del planeta significaría, en esencia, “una aguda crisis de la industria de la eliminación de residuos humanos” bajo la forma de inmigrantes y solicitantes de asilo, caídos de la producción por el desempleo o la vejez, de ahí que el fantasma de la seguridad no sea una invención del ingeniero Blumberg sino central en las estrategias globales emergentes y en las luchas por el poder. En el subdesarrollo local ha aparecido una solución artesanal a ese problema bajo la figura del mataviejos, cuya coartada es el robo, lo que oculta su tarea militante....
Digresión: otro libro, de Jean Améry, parece haber adelantado la denuncia de Bauman pero en clave invertida, es decir bajo la forma de la reivindicación de ciertos residuos humanos a darse muerte: Revuelta y resignación, acerca del envejecer. Améry, que se suicidó en 1978, era un sobreviviente de Auschwitz, un defensor del resentimiento conservado contra una lógica jurídica, opositor a la política de la conciliación y denostador de que pueda hablarse de “la banalidad del mal”. Pero Améry no se suicidó por cumplir con el testimonio sino por la humillación de la vejez, esa zona que, para él, fue tan urgente de denunciar como el vigor siempre vigente del universo concentracionario. Nadie como Améry para describir los estragos del totalitarismo biológico al que, contrariamente al efectivo, no es posible ofrecer resistencia. A Jean Améry no le gustaban los atenuantes. Y jamás hubiera consentido en hacer el usufructuo del estado de excepción que se les permite a los viejos antes de convertirlos en residuos humanos o en condenados a la pena capital de la muerte biológica a los que la prolongación tecnológica de la vida humana prorroga la ejecución: el viejito lindo, Sabato, por ejemplo, a quien se escucha con la sonrisa condescendiente que las mujeres soportan la mayor parte de su vida. O el viejo siniestro como archivo destruido en vida (Massera) o el viejo emperrado en una postrera dignidad asesina que intenta refugiarse en la estructura jurídica que asocia vencimiento a envejecimiento (Priebke). ¿De qué sirve el castigo si el imputado ha atenuado sus sentidos como para anestesiarlo hasta volverlo inocuo? ¿De qué sirve escarmentar a un confundido por el delirium tremens o el Alzheimer? ¡Ah, es que si la justicia no atrasara lo suficiente no sería justicia! ¡Son necesarios el acople interminable de evidencias, la corrección burocrática de los procedimientos para evitar que se castigue a un inocente! Aunque se llegue tarde para condenar a un culpable.
Pero volvamos al matador de viejos. El no discrimina entre intelectuales, presidentes de consorcios y repositores de mercado, entre inocentes y culpables. El sólo atiende a la frágil cadenita interpuesta entre la cocina comedor y el extraño, los pasos vacilantes que atraviesan el portoncito bajo la sombra de la bolsa de compras, el perro de mediano formato ya atemperado por los tumores intestinales y el sueño de que el dinero se guarde bajo el colchón o en la ingenua caja fuerte camuflada detrás de una marina, de acuerdo con la cultura de los viejos tiempos. El no cede a la ley del más fuerte porque ésta implica lucha, en cambio ataca lo que decanta hacia la condición de depredado a causa de su propia debilidad. Carroña de segundo orden en el status penal detrás de los violadores, se ignora su radical labor social. El mataviejos libera a la sociedad global de la más irredenta capa de residuos humanos, el más irreciclable porque, póngase un árabe indocumentado en el rubro de la construcción de la ciudad nueva y rendirá lo suyo, consiéntase en que un somalí abra su paraguas negro tapizado de bijouterie y contribuirá a la atracción turística, pero un viejo es sólo materia orgánica fija, pura carga social. Pero el mataviejos no sólo colabora al progreso del mundo sino que, a su modo más o menos individualista, sustrae cuerpos al encarnizamiento terapéutico, otorga un instante final de dignidad, antes de asestar su golpe mortal, al permitir experimentar a su víctima que tiene algo deseable, una propiedad que aún lo pone en juego con el mundo aunque sea en el momento en que ésta le es arrancada junto con la vida.
¡Ojo! El mataviejos sostiene una ética, lo sepa o no lo sepa, ya que él no actúa para diferenciarse de su objeto, sino para correr la misma suerte de “hombre superfluo”. Se pudrirá en vida en el desfiladero de las cárceles, formará parte de la basura humana de ese vertedero sin quema salvo la del motín regular o de la encerrona policial. A menos que se recicle en el evangelismo, si aporta para el diezmo quizás parte del botín escondido de su viejo convertido en ceniza de crematorio que vuela al cielo ignorando que perteneció a un involuntario filántropo.
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