Domingo, 22 de enero de 2006 | Hoy
PáGINA 3
Por Diego Fischerman
Amadeus era un jovencito movedizo, que corría alrededor de las mesas y mostraba una marcada inclinación por la escatología y la composición instantánea. Hay dos problemas. El primero es que el verdadero Mozart, si bien, como se sabe, era competente técnicamente desde la niñez, tomaba la composición como algo bastante serio; dominaba el estilo de su época pero, obviamente, no se limitaba a escribir correctamente en el estilo de su época: corregía, borroneaba, buscaba, tiraba y volvía a escribir. Nada más alejado de la realidad que esos dibujos con las manos en el aire (en una época en que el director de orquesta apenas existía en la figura del clavecinista que tocaba los acordes y marcaba el pulso) y la exaltación de púber incontinente –casi como el cherubino de Las bodas de Figaro–, imaginando oboes y violines virtuales. El otro problema es que Johannes Chrysostomus Wolfgangus Theophilus Mozart jamás se llamó Amadeus. Lo más cerca que estuvo del nombre con que lo hizo célebre el film de Milos Forman, basado en la obra de Peter Shaffer, fue en una carta escrita desde Francia donde bromeó con la firma “Amadé”, una especie de traducción amañada del Theophilus original, o del Gottlieb con que a veces lo reemplazaba en su ciudad natal –en todos los casos, el sentido es “amor a Dios”–. Sin embargo, Mozart también hacía otras bromas con su autógrafo –firmar “Trazom”, por ejemplo– que no llegaron a popularizarse de la misma manera.
Se dice que Borges es más conocido que leído. Lo mismo podría pensarse de Ludwig van Beethoven, que tuvo en su funeral un público mucho más numeroso (unas 10 mil personas) que en los conciertos donde estrenaba sus sinfonías ante doscientos o trescientos suscriptores. El caso de Mozart es, no obstante, ejemplar. Su fama remite a un nombre que nunca usó, una rivalidad con Antonio Salieri que nunca existió, un misterioso encargo que jamás lo fue –aunque existan controversias acerca de si fue Franz Anton Leitgel o el Dr. Johann Sortschan quien actuó como emisario del Conde Graf Franz von Walsegg en la comisión de un Requiem a la memoria de su esposa, Anna Flammberg, muerta a los 20 años de edad–, una obra (precisamente ese Requiem) compuesta en su gran mayoría por otro y, claro, el viejo y bueno Waldo de los Ríos y su meticulosa destrucción del desarrollo –lo más importante– del primer movimiento de la Sinfonía Nº 40, en Sol Menor. Theophilus, imaginado por su primer biógrafo, Otto Jahn –en sus monumentales cuatro volúmenes publicados en Leipzig entre 1856 y 1859–, como inmarcesiblemente bello, equilibrado y perfecto, en una época que pensaba obra y autor como unidades indivisibles y que enaltecía la homogeneidad y la simetría, fue, simétricamente, asociado exclusivamente con el dudoso humor de las referencias epistolares al hedor de sus cuescos y con el exaltamiento juvenil en otra época, los finales del siglo XX, en que el arte sólo podía ser fantaseado como resultado del exceso y la tragedia.
Al verdadero humor del verdadero Mozart hay que buscarlo, más bien, en las citas musicales durante el concierto con el que unos músicos entretienen a Don Giovanni en el último acto de esa ópera. Primero se escucha un fragmento de La cosa rara, de Martín y Soler, luego un trozo de Litiganti, de Giuseppe Sarti, y, finalmente, una parte de un aria de Figaro, de Las bodas... Leporello comenta entonces: “Ah, ésta la conozco bien”. En Don Giovanni, donde no hay personajes buenos y malos sino inmensamente contradictorios y, todos, bastante amorales –como la humanidad, al fin y al cabo–, Mozart y su libretista Da Ponte llegan a una de las cumbres de un género con pocas cumbres. O, más bien, logran hacer realidad ese ideal que la ópera persigue siempre sin alcanzar casi nunca: la mutua necesidad entre teatro y música. Pero la genialidad de Johannes Chrysostomus Wolfgangus Theofilus, esa que hace que tenga sentido, más allá de los cálculos y necesidades comerciales, recordarlo ahora que se cumplirá exactamente un cuarto de milenio desde su nacimiento en la pequeña Salzburgo, no se limita al campo del teatro musical ni a sus chistes (los buenos, no los otros). La genialidad de Mozart es sutil, a veces casi imperceptible, y transcurre por las tenues desviaciones de una norma que conocía demasiado bien y desde demasiado temprano. La dosificación de las disonancias en su Fantasía en Re Menor para teclado, la fluidez de la línea melódica en movimientos como el Andante del Concierto Nº 21 en Do Mayor para piano y orquesta, el contrapunto del Kirie en su Misa en Do Mayor, la contención extraordinaria y la riqueza de los desarrollos en sus cuartetos en homenaje a Haydn, en sus quintetos con dos violas y en el fenomenal quinteto con clarinete, el impulso rítmico y el uso de las síncopas en sus dos sinfonías en Sol Menor (la 25 y la 40), el uso del color en la Gran Partita para instrumentos de viento, son apenas algunos de los motivos por los que el próximo viernes 27, cuando se cumplan doscientos cincuenta años de su nacimiento, no será una fecha cualquiera. Están las leyendas; están los nombres –los falsos y los verdaderos–; y está –y seguirá estando–, dándole sentido a una y a los otros, la música.
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