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Domingo, 22 de enero de 2006

CINE > TRIPLE AGENTE: UN ROHMER INéDITO EN EL MALBA

Siempre tendremos París

Después de su exploración de la Revolución Francesa con La dama y el duque, Eric Rohmer sigue incursionando en la indagación histórica. Esta vez se vale de un drama de espionaje ambientado en la Francia de los años ’30 para construir una perfecta antiBond; sin grandes escenas de acción, su héroe demuestra el poder incontestable del arma más poderosa: la palabra.

 Por Alan Pauls

Tres años después de La dama y el duque, donde se montaba sobre el futuro (las innovaciones de la tecnología audiovisual) para asomarse al pasado (la Revolución Francesa), Eric Rohmer vuelve a reemplazar la espuma banal del presente por las mayúsculas de la Historia y filma Triple agente, un drama de espías ambientado en la Francia de mediados de los años ‘30, en pleno triunfo del Frente Popular de Léon Blum, cuando en España suenan las primeras escaramuzas de la Guerra Civil y el nazismo arremete en Alemania. “Este film no es un relato histórico sino una ficción”, advierte la leyenda del principio: “Está inspirado en una historia verdadera, aún no del todo esclarecida, pero los nombres de los personajes, sus temperamentos y sus motivaciones, así como algunas peripecias, han sido inventados”. Como sucedió con el texto que inspiró La dama y el duque –las Memorias de Grace Eliott, una inglesa monárquica trasplantada a París en medio de la fiebre decapitadora de fines del siglo XVIII–, Rohmer tropezó con esa “historia verdadera” un poco por casualidad, hojeando una revista de divulgación histórica. Un artículo lateral reconstruía las enigmáticas desapariciones de un general zarista llamado Miller, presidente de la Asociación de Veteranos del Ejército Ruso en París, y la de su mano derecha, el general Skoblin, un doble agente que trabajaba también para los bolcheviques y del que se sospecha que habría urdido su secuestro. Ninguno de los dos reapareció; nada llegó a probarse del todo.

“Lo que me interesó del artículo fue que Skoblin simplemente se desvaneció mientras bajaba unas escaleras oscuras. Nunca nadie supo qué pasó”, declaró Rohmer. Tampoco nadie lo sabrá después de ver Triple agente, aunque la escena de la desaparición –alentada por un inesperado corte de luz– es una de las más perturbadoras de la película. Antes que anudar los cabos sueltos y resolver el misterio, como haría cualquier película de espionaje, Rohmer prefiere ensimismarse en la lógica tortuosa de un mundo que pivotea alrededor del secreto, la simulación, la duplicidad, la astucia. Al revés que los Bond, los Bourne, los Alec Leamas, espías exhibicionistas y siempre envidiables, Fiodor Voronin –el Skoblin de la ficción rohmeriana– es un tipo austero, reservado y con poco glamour, que sabe que hacerse notar es la peor de las tentaciones. Su papel, a la vez modesto y decisivo, es traficar información, es decir: administrar con criterios políticos una economía que no es física sino eminentemente verbal, y cuyas armas son retóricas. Ese es el modo, al menos, en que Rohmer parece “rohmerizar” sin dificultades un mundo a primera vista tan poco afín al horizonte de su cine como el del espionaje. Acusado a menudo de hacer radio con imágenes, Rohmer, de hecho, ha dicho que Triple agente es la más verborrágica de todas sus películas. Es cierto. Pero es también la película que mejor prueba hasta qué punto hablar (o callar, o decir a medias, o prometer, o mentir, o confesar, o cualquiera de las acciones que los imbéciles olvidan cuando sostienen que “una imagen vale por mil palabras”, o que –para defenestrar a logorreicos como Rohmer– “el cine es imagen”) es siempre una intervención sobre el otro, sobre el mundo, y a menudo de las más decisivas.

Toda la filmografía de Rohmer pregona esa fe incondicional en los poderes del lenguaje. Sus series más conocidas –los Cuentos morales, las Comedias y Proverbios, los Cuentos de las cuatro estaciones– rastrean el modo en que esa palabra activa y zigzagueante funda, ordena, decide y manipula las peripecias más clásicas del deseo y los sentimientos humanos. Triple agente sostiene que el valor performático del hablar también gobierna esferas como el espionaje, la diplomacia o la política, y en ese sentido, más allá de los efectos “de época”, la estilización extraordinaria de los diálogos y la ausencia de caras jóvenes, es una película tan profundamente rohmeriana como El rayo verde o Las noches de la luna llena. Sólo que aquí el procedimiento se extrema. Porque lo que Fiodor hace en tanto que espíasiempre queda fuera de cuadro, en esa suerte de limbo invisible donde las recepciones diplomáticas, los pasillos de las embajadas o las oficinas de los partidos políticos hacen circular los secretos más preciados para los oídos capaces de reconocerlos; Rohmer sólo muestra lo que le cuenta que hace a su mujer, la griega Arsinoé, que es apenas una parte del todo y no siempre la más veraz. Como Arsinoé, pintora aficionada, que bosqueja sus “escenas de género” in situ, en la calle, entre sus modelos vivos, pero sólo acepta pintar sus cuadros adentro, en el interior burgués, aparentemente calmo, del mundo doméstico, donde parece aletargarse la crudeza de lo real, la información clave procede de afuera, siempre, pero sólo existe cuando se da a conocer, adaptada a (es decir reescrita por) las leyes de la intimidad amorosa, donde los rumores de las internas políticas y las primicias de la contrainteligencia se vuelven sobresaltos del corazón. De modo que no es el régimen verborrágico lo que sorprende en Triple agente sino su color sombrío, el ritmo fatal de su progresión, su condición de tragedia, rarísima en Rohmer, que sólo parece asomarse a ella cada vez que revisita el pasado. Que los acontecimientos de una de las fases más álgidas de la política del siglo XX encarnen en la pareja sospechosa y conmovedora de un espía ruso y una griega sensible, lejos de endulzarlos, sólo hace recrudecer los filos de la Historia y pone al desnudo sus efectos catastróficos. Fiodor, el triple agente, es un hombre condenado desde el principio, desde que, inspirado quizá por su condición polimorfa, se da el lujo de augurar prodigios históricos al parecer descabellados como el pacto entre Stalin y Hitler, que el film confirma al final con un noticiero de Pathé. Como la heroína de La marquesa de O., en cuyo útero parecen alojarse los vértigos políticos de principios del siglo XIX, Arsinoé es el único personaje de Triple agente que tiene un cuerpo, el único que comparece, el único en el que, tuberculoso, amputado, sentenciado a prisión por un crimen del que lo ignora casi todo, se leen las huellas de la Historia que los demás borraron al esfumarse.

Triple agente se podrá ver en el Malba (Av. Figueroa Alcorta 3415) el viernes 27 a las 22, el domingo 29 a las 22 y durante febrero.

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