Domingo, 22 de enero de 2006 | Hoy
Por Mariano Kairuz
Una flemática comedia sobre la inteligencia humana que deberían haber hecho los Monty Python. Pero que igual vale la pena ver.
The Hitchhiker’s Guide to the Galaxy nació en 1978: eran guiones radiales que empezaron a salir al aire cuando la historia (o esa sucesión de absurdos argumentales que la conforman) todavía no estaba terminada. Después tuvo varias reencarnaciones: título inaugural de una serie de novelas (que vendió por lo menos quince millones de ejemplares); sitcom producida por la BBC; yahora objeto de culto en Internet. Pero por alguna extraña obsesión, su autor Douglas Adams quería verla convertida en una superproducción para el cine. En Hollywood se barajaron numerosas alternativas, pero siempre se volvía a los Monty Python, y no por nada: aunque enmascarada como ciencia ficción espacial, Hitchhiker’s fue siempre una pieza de humor inconfundiblemente británico, una apuesta algo surrealista confeccionada en un tono irónico y con cáusticos apuntes sobre el estado de esa cosa llamada “la civilización occidental”, que conectan inmediatamente con films como El sentido de la vida o La vida de Brian. Todo estuvo dispuesto, finalmente y sin los Python, a principios del 2001, cuando Adams murió, sin aviso, de un ataque cardíaco, a los 49 años. La película, que al igual que la novela postula que la humana es la tercera especie más inteligente de la Tierra (después de los delfines y de los ratones), se estrenó finalmente el año pasado, con Martin Freeman (de la serie The Office) a la cabeza de un reparto mitad británico mitad yanqui. Y nadie podrá negar que La guía del viajero intergaláctico mantiene las mejores ideas de la novela (de hecho, la sigue tal vez demasiado literalmente). Y además, en su favor puede decirse que consiguió crear, con su robotito espacial (que tiene la voz del gran Alan Rickman) el primer androide con depresión crónica del cine.
La King Kong original, con una escena que se había perdido para siempre hasta que Peter Jackson, el padre de la nueva versión, decidió refilmarla.
La historia del King Kong original, el que estrenaron Ernest B. Shoedsack y Merian C. Cooper en 1933, consigna un dato de lo más elocuente sobre el funcionamiento de Hollywood. En sus sucesivos reestrenos (hasta principios de los ‘50), se le efectuaron distintos cortes: a medida que avanzaba el siglo, el cine norteamericano retrocedía en libertad de expresión, y los censores empezaron a cuestionar las imágenes más eróticas entre el gorila y la rubia. Pero no hay problema: todas fueron restauradas a principios de los ‘70 y hoy pueden verse en cualquiera de las copias en circulación. Sólo una escena desapareció por completo, y no ha quedado nadie para atestiguar cómo era realmente. Fue un caso de autocensura por parte de Cooper, que llegó a exhibirla en público al menos una vez, ocasión en que parte de la gente huyó aterrorizada de la sala. La escena se conoce como “la del pozo de las arañas”, y la habrían protagonizado cuatro marineros que, caídos en una fosa, deben enfrentarse a varios artrópodos gigantes. Peter Jackson la reescribió y la filmó para su versión del rey Kong, pero no le alcanzó, y se propuso además reconstruir la escena original perdida, en blanco y negro, con las texturas, las actuaciones y los muñecos animados del film original, basándose en algunos bocetos que sobrevivieron. La escena forma parte de la flamante edición en dvd, en dos discos, de King Kong (1933). Que además viene con un documental sobre Merian C. Cooper repleto de testimonios sobre su vida, sus inicios en el cine “cuando no había universidades de cine y las películas de aventuras las hacían aventureros de verdad”, sus obras previas, sus obsesiones, su enrolamiento en tres guerras, su profunda vocación anticomunista, su asociación con John Ford en varios westerns, y algún dato sobre la creación de Mighty Joe Young, su otra película con gorila gigante.
Zulú, la antiépica británica en la que Michael Caine hace por primera vez un protagónico y da una muestra de lo que será su carrera.
Una película épica inglesa de las buenas debe ser, necesariamente y en algún sentido al menos, una anti-épica. Dirigida por el norteamericano Cy Endfield pero de producción británica (su principal productor fue el actor Stanley Baker), Zulú es, en ese sentido, una buena épica inglesa. Una película de 1964 que a lo largo de sus dos horas y cuarto narra una única batalla, la de Rorke’s Drift, que tuvo lugar en 1879 en Natal, Sudáfrica, entre una centena de soldados al servicio de Su Majestad y cuatro mil guerreros zulúes. Y que aunque nunca se despega del punto de vista occidental, no plantea el relato como una gesta heroica sino apenas como una tensa (y luego violenta) jornada signada por la resistencia de un grupo de hombres blancos asustados y cada vez más convencidos de la superioridad física y moral del enemigo. El enemigo, lo saben, corre más y más rápido y llega con resto; sacrifica hombres para calcular el poder de fuego de su contrincante y, a diferencia de éste, va al cuerpo a cuerpo. Además, una vez diezmadas las fuerzas de la reina (que cuentan entre sus filas a varios reos y renegados que no se consideran muy bien pagados que digamos), los zulúes vuelven para rendirle tributo a sus propios muertos. Un dato, menor probablemente para muchos pero ineludible para la historia no del cine británico sino de lo británico en el cine: ésta es la primera película que lo tiene a Michael Caine como actor protagónico. Caine anuncia una carrera impecable con su teniente Bromhead: nadie como él para encarnar el cinismo de estos soldados en tierras ajenas y su forzoso vuelco hacia la honestidad total, conforme se acerca y termina de pasarle por encima ese pueblo –el de los nativos– cuya marcha confunden, irónicamente, con una locomotora.
Una colección de “joyas del cine italiano” se lanza al rescate en dvd de los Taviani, De Sica, Visconti, Fellini, Risi, y más.
En Las tentaciones del Dr. Antonio, Pepino De Filippo interpreta al grisísimo personaje del título, un mojigato capaz de salir de ronda por los bosques con su Fitito, sólo para amedrentar a las parejas que estacionan por ahí al viejo estilo “Villa Cariño”. Pero, después de toda una vida dedicada a combatir el pecado ajeno y reprimir el propio, el Dr. Antonio sigue sin tener paz: de pronto le plantan, justo frente a la ventana de su departamento, una gigantografía institucional que alienta el consumo de leche (“Bevete più latte”) valiéndose de la desbordante figura de Anita Ekberg, recostada y con un vaso en la mano. Un imán para inmorales de toda laya, se imagina y se agita Antonio, que enseguida reclama la evaluación y el retiro del cartelón por parte de las autoridades civiles y religiosas. Pero en cuanto el cartel es censurado, Anita se corporiza al tamaño del afiche y –enorme por donde se la mire– comienza a acosar al pequeño energúmeno hasta hacer una suerte de inversión de King Kong: la rubia gigante que captura en sus manos al pequeño gorilón de Antonio. Con una propuesta y un tono que recuerda (se adelanta, en rigor) a las viñetas de Milo Manara (que eventualmente colaboraría con el director de La dolce vita), Las tentaciones... es el aporte de Federico Fellini al film colectivo Bocaccio 70 (1962), y el más ligero y surrealista de sus cuatro actos (los restantes a cargo de Monicelli, De Sica y Visconti).
Editada en dvd como parte de la serie “Joyas del cine italiano”, Bocaccio 70 es una de las quince películas que integran una colección a la que sólo une la vocación de rescate de clásicos de la península, entre ellos Retrato de un traidor, de los Taviani; Feos sucios y malos, de Scola; Matrimonio a la italiana (de De Sica, con Marcello y Sophia) y Perfume de mujer, de Dino Risi.
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