PáGINA 3
Temporada otoño/invierno
Por Claudio Zeiger
Crisis hubo siempre, pero si algo parece destacar a ésta tan profunda, la que arrancó hace unos seis meses y no parece tener muchas intenciones de pisar el freno, es su enorme visibilidad. Es una crisis que se ve mucho; una crisis muy explícita, la crisis del definitivo fin del pudor. Se han caído las últimas máscaras de la vergüenza sostenidas por un imaginario de clases en ascenso que aún creían que ocultando las marcas del origen y esquivando las dentelladas de la pobreza, se podía soñar con el despegue hacia arriba, salir bien parado en la lotería de los fragmentos de clase (clase baja, clase media baja, clase media media, y otras). La vieja costumbre de limpiar la casa y poner linda, prolija, la mesa, cuando vienen los flamantes compañeros de facultad del hijo o de la hija a estudiar un sábado a la tarde. Las diversas maneras del disimulo social. La astucia de los pobres. Ya no.
La pobreza no es más velada, y hasta la riqueza se encuentra en una cruel encrucijada: o se oculta para no provocar a nadie (se ha hecho dramáticamente vigente el viejo refrán de “no contar plata delante de los pobres”) o definitivamente se vuelve a exponer con toda la furia (algo que, sospechamos, vendría a encarnar el menemismo en su versión 2002: volver a la prepotencia del lujo y el triunfalismo, lo que, como van las cosas, supondrá una Argentina definitivamente off shore; sólo en el exterior se podrá hacer ostentación). Repasemos, entonces, algunas postales de esta crisis para verificar esta alta visibilidad, que no les serán extrañas a los que caminan por la calle.
El invierno, bien se sabe, hace aflorar la miseria. La miseria se nota en la ropa. La superposición de colores y géneros, las ropas que no combinan, nos vuelven más deslucidos y opacos. Como en la infancia del barrio pobre: la ropa que pasa de hermano mayor a hermano menor es el desmentido más absoluto de que la ropa –como nos quiere hacer creer la moda– nos da singularidad, casi se diría, una personalidad hecha a medida. Hay que fijarse en la ropa de la gente que circula por la calle con estos días fríos (salvo alguna breve explosión de primavera adelantada). En la ropa de ese ejército de cartoneros que invade la ciudad al crepúsculo, de un tiempo a esta parte, quizás un dato menos espectacular pero más desgarrado que las manos hurgando en la basura que tanto gusta mostrar la televisión.
Las técnicas de mendicidad se han diversificado, se han multiplicado y, sobre todo, han optado por la sinceridad brutal: se pide cara a cara, mirando a los ojos, persiguiendo a la gente por la calle (técnicas que el viajero por las rutas de América Latina habrá podido constatar años atrás en otros países que, ay, eran tan diferentes a nosotros). En los formidables cruces sociales que suele ofrecer la calle Florida a toda hora, las postales de “corta distancia” se multiplican. Un chico ya no le pedía plata a nadie, ni le ofrecía estampitas ni invocaba ser el menor de siete hermanos; paraba a todas las personas y mecánicamente les imploraba “¿me compra un pancho?”, con tal desesperación y urgencia, que seguramente no se daba cuenta del brete en que ponía al caminante: mirar alrededor, buscar el puesto de panchos o el maxikiosco donde lo vendan, ir con el pibe, pagar, etcétera.
La observación de otros chicos que piden por Florida muestra una táctica más estudiada y pícara: el pibe paraba exclusivamente a mujeres para implorarles una moneda con insistencia, táctica que apela al instinto maternal y sensible que se supone anida en toda mujer, y quizás, en un pliegue oculto y ni siquiera consciente, apela a transmitirle una pizca de intimidación. Fin del pudor, tal vez fin de la distancia de la mirada tierna y solidaria de cierto arte y cierta antropología urbana: da toda la impresión de que hoy la amistad entre la Raulito y Medio Pollo sería vista como una bofetada demagógica (aunque todos sepamos que, en la realidad, esas pequeñas solidaridades callejeras aún pueden, deben existir).
A la enorme visibilidad de esta crisis, hay que agregar el achicamiento de las distancias entre todas las cosas, entre todas las personas, entre,incluso, las personas enemigas. El pueblo y el poder se miraron muy de cerca en las jornadas del 19 y 20 de diciembre y en los días posteriores, y hasta puede pensarse que esporádicamente se siguen mirando; despojando de sentimentalismo y mística lo que sucede en escraches, asambleas, reuniones públicas, es notable lo cerca que está todo; todo de todo; es notable cómo lo que era inalcanzable (el poder) tiene dos salidas básicas: o se vuelve del todo inalcanzable, como la riqueza de los ricos se vuelve intangible, o acepta de una vez por todas que el acortamiento de distancias debería alumbrar otra forma de hacer política. Un escéptico diría, no sin razón, que el poder va a intentar primero volverse del todo inalcanzable.
Las máscaras que ya estaban desprendidas, se acaban de caer del todo; se cortaron los piolines. Cualquier pibe, en la calle, le demanda a cualquier transeúnte una mísera dosis de distribucionismo sin preguntarse quién es ni qué culpa tiene, sólo midiendo por la cara o la actitud si puede ser su ocasional aliado en la lucha por la vida. Una vez obtenido el magro botín, se perderá en las sombras de la noche.
Las distancias acortadas y la absoluta visibilidad de las marcas de la pobreza parecen ser lo más llamativo que nos es dado observar en esta temporada otoño/invierno con mucho frío, algunos pocos aliviados días de sol, y muy pocas novedades en la moda. Abajo, se impone el look de capucha, gorro y pañuelo que hace visible la semiclandestinidad y apunta tímidamente a erigirse en identidad de la cultura joven que crece por afuera del museo del rock: entre la cumbia villera y el piquete. Arriba, cero glamour. Quizás a la espera del país off shore.