Monstruos locales
Plástica La
muestra de Agustín Inchausti que puede verse
en el Rojas hasta el 27 de julio marca su regreso a la plástica. Para volver,
Inchausti eligió venir acompañado de unas composiciones que combinan
el plástico con el vidrio, el papel celofán y la pintura. El resultado:
una galería de seres más que extraños.
Por Laura Isola
Al Rojas, que lo vio nacer
allá por 1989, Agustín Inchausti vuelve con una muestra. El retorno,
también, significa mucho en términos de su arte: luego de las exposiciones
de 1991 en el Centro Cultural Recoleta y Camino del corazón de 1992 nuevamente
en el Centro Cultural Rojas, Inchausti retoma su actividad después de un
paréntesis de ocho años sin pintar. Por lo tanto, éste no
es sólo un regreso a la galería de un espacio fundacional en su
carrera, cuando en los años noventa se vio instalado y nombrado como “una
de las eminentes promesas” de aquellos años. No es para menos que
semejante responsabilidad deje a cualquiera sin ganas siquiera de pintar, pero
éste no es el punto y es apenas una débil conjetura sobre lo público
del arte y sus implicancias en la psicología del artista. Mejor es pasar
a lo que Agustín Inchausti, que en 1990 ganó la beca para el Taller
de Guillermo Kuitca, tiene para exhibir.
Víctimas del despojo, que se mantiene a pesar del ensamble de distintos
materiales, las imágenes se suspenden de las paredes de la galería.
El suspenso actúa en la doble acepción del término: levitan
y generan intriga. Para lograr lo primero, el uso de materiales como el papel
transparente, el plástico desgarrado de bolsas de basura, vidrios rotos
y celofán son la clave de la ligereza y la levedad que parecen tener las
obras. En cuanto a la intriga, el suspense, se mantiene insinuando más
que mostrando; superponiendo materia sobre materia y apenas dejando ver qué
hay debajo, creando un clima bastante cercano al misterio. Porque es posible que
la pregunta ante esta muestra venga por el lado de ¿de qué se trata
esto que estoy viendo? La falta de título para nominar la muestra refuerza
esta idea y libera de ataduras a la interpretación, al mismo tiempo que
tanta libertad puede dar como resultado un efecto de desconcierto o asfixia.
Si bien los cuadros están resueltos con aparente sencillez de trazos y
con colores moderados, en su conjunto se presentan como inquietantes. Rompen con
las convenciones del marco y se “desparraman” en las paredes. Violan
el trazado de la línea recta y zigzaguean en bordes filosos. Son voraces
y acumulativos de capas que se superponen, reproduciendo en su imagen final los
modos de construcción de la obra. Parecen grabados, aunque realizados de
manera precaria; recuerdan a collages, pero su factura es deliberadamente desprolija.
En todo parece haber un intento de sabotaje del pacto con el que mira, haciendo
ostentación del artificio, dejando caer el telón para que se noten
las costuras del asunto.
Tampoco es posible vislumbrar una historia que reúna las composiciones
ni tampoco microhistorias que se cuenten a partir de cada trabajo. Son insinuaciones,
pequeñas puntas que asoman a la superficie y no terminan de desarrollarse.
Esto no es una falla sino más bien el intento de andar por otros carriles
buscando otro modo de expresión. Ésta podría estar dada por
la elección de fragmentos que, como pasa en los materiales, significan
a fuerza de acumulación.
Hay un cuadro –término que apenas alcanza para designar a los trabajos
de Inchausti– que está compuesto por una pintura de un torso femenino
desnudo que remata con una falda negra de plástico que describe cierto
vuelo. En otra de las composiciones se vislumbran formas como de insectos que
asumen características mezcladas de moscas con arañas. También
hay vegetales extraños, que semejan a cactáceas y paisajes bocetados
que no remiten a un lugar preciso. Sin embargo, todos pueden ser pensados desde
una perspectiva onírica. Las imperfecciones de los sueños serían,
en este caso, la explicación de la incompletud, del despojo y la ausencia.
Lo que se muestra es lo que queda, el resto que asoma al despertarse. Pero esa
figura, mitad mujer mitad pollera, mitad pintura mitad bolsa de plástico;
lo mismo que ese insecto, esa planta o el mismo paisaje parecen salidos de El
libro de los seres imaginarios de Jorge Luis Borges. Aquí no es elsueño
sino la fantasía la que anima el engendro de figuras, y el prólogo
de este libro se vuelve sorprendentemente explicativo: “El nombre de este
libro justificaría la inclusión del príncipe Hamlet, del
punto, de la línea, de la superficie, del hipercubo, de todas las palabras
genéricas y, tal vez, de cada uno de nosotros y de la divinidad. En suma,
casi del universo”. La noción de lo inagotable es también en
parte solidaria con el trabajo de Agustín Inchausti: las capas superpuestas
y las formas cambiantes que semejan a un caleidoscopio pronostican nuevas asociaciones,
que pueden multiplicarse al infinito. Asimismo, como en la imaginativa idea borgeana,
los seres que brotaron de Inchausti no son para una lectura consecutiva. Más
bien exploran las múltiples entradas y son el alimento de los curiosos
que quieran ver de qué se trata este regreso del artista. Que por ahora
logra que se le dé la bienvenida.