Sábado, 20 de julio de 2002 | Hoy
Teatro Después de inventar el Teatro Malo, poner en escena a John Cage en el Colón y sondear las pesadillas del trabajo en El precio de un brazo derecho, Vivi Tellas arremete con un clásico ilustre: La casa de Bernarda Alba, de Federico García Lorca. Lejos del costumbrismo y la solemnidad, el Lorca de Tellas, apuntalado por una inspirada escenografía de Guillermo Kuitca, es vivaz, enérgico, y tiene una gracia trágica donde resuenan ecos del cine de Almodóvar. María Moreno reconstruye el backstage de un gineceo de actrices donde hubo de todo.
Por María Moreno
LAS CAMAS SIN SOSIEGO
La ropa negra que los campesinos españoles trajeron en el arca durante
la corriente inmigratoria de principios del siglo XX es una suerte de hábito
que se acompaña con un pañuelo sujeto a la barbilla. Quien lo
ve, sugería Tellas, ve a Bernarda Alba y sus hijas. La vestuarista Oria
Puppo decidió sublimar ese hábito laico en vestidos que sugirieran
las antiguas labores de costureras con todo el tiempo disponible para la boda
o para la muerte. Tellas quería que el término clásico
alcanzara a todos los detalles de la obra, claro que no literalmente sino por
asociación.
A la vestuarista le decía: El clásico es un vestido
donde todo consiguió tener un nombre: la tabla encontrada, el canesú,
el nido de abeja... Si no me lo podés nombrar, no va.
Y a veces tuvo la tentación de llegar demasiado lejos.
Tenía varias puestas en la cabeza. Una transcurría en un
prostíbulo. Pensé: Son todas putas y reciben clientes.
En otra, todo transcurría alrededor de un pozo. Pero me pareció
que era muy Beckett. También se me ocurrió trabajar a Bernarda
como una asesina serial: como era dos veces viuda y las causas de las muertes
de los dos maridos no aparecían en el texto... La intervención
de Guillermo Kuitca fue fundamental. Me dio la posibilidad de ver a un genio
cuando se le ilumina la lamparita.
La obra comienza con los objetos del hombre que acaba de morir, Antonio María
Benavídez: sus libros, sus botas, una pieza de caza gigante y blanca.
La desaparición de esos objetos y la aparición de los de las mujeres
indica un cambio de género: del realismo a la abstracción. Kuitca
decía que era como pasar de la caza a la casa.
En La casa de Bernarda Alba, Lorca indica para el primer acto una sala de estar
de paredes gruesas y blanquísimas cubiertas por cuadros de paisajes con
ninfas y reyes, puertas en arco con cortinas de yute adornadas por madroños
y volantes; para el segundo, un interior con el único moblaje de unas
sillas bajas; y para el tercero, un patio interior con una mesa iluminada por
un quinqué, donde el blanco toma un matiz azulado que indica la llegada
de la noche. Guillermo Kuitca redujo los muebles a sus inquietantes camitas
turcas que, cuando Bernarda o sus hijas descansan en ellas, en los momentos
en que no están jugando su papel, funcionan como un fuera de escena.
El efecto es atractivo: da al duelo que se vive en la casa una dimensión
de siesta prolongada y a las hijas de Bernarda, un aire de crisálidas
que despiertan de pronto pero que, pronto también, vuelven a caer en
el sueño del que no las despertará ningún príncipe.
En el pecado lorquiano el sexo es vertical y ventanero. Si Bernarda Alba transcurre
entre dos muertes, las camas aparecen como un féretro adelantado y no
la obra lo indica como el lugar para el sexo o el parto. Ingenioso
el recurso de que sea el caer brusco de esas camas lo que indica la violencia
del semental nunca visto que amenaza con romper el encierro de la casa. Como
el caballo de Equus o el de Troya, el de Lorca tiene una gran carga erótica.
Y esas camitas siniestras no dejan de evocar las del cuento Pulgarcito, donde
la astucia del héroe hace que el ogro termine por comerse a sus propias
hijas.
Con respecto a los clásicos dice Tellas, en un momento
pensé en el clásico por excelencia: el cuento infantil. Algo que
se le cuenta a un niño todas las noches y que él escucha cada
vez con más atención. Empecé a entender eso de la repetición
de lo conocido como algo hipnótico y atrapante. Entonces vi la obra como
un cuento de horror y al principio llegamos a ensayarla como si fuera una obra
de títeres.
Un homenaje a Lorca, que empezó montando para la familia obritas interpretadas
por títeres de cachiporra.
A pesar de que Lorca pretendía que La casa de Bernarda Alba no tuviera
una gota de poesía y adscribiera a un realismo casi documental, la puesta
de Tellas introduce la vertiente surrealista del autor: en lugar de sábanas,
las hijas de Bernarda bordan pequeños colchones para un niño que
nunca vendrá. Las paredes son de gomaespuma, como si Bernarda hubiera
querido separar aún más su casa del mundo, y son atravesadas por
los dos únicos personajes que se atreven a violar las leyes: Adela, la
hermana menor que, desobedeciendo la ley de la sangre, hace el amor con el novio
de su hermana Angustias, y María José, la abuela, que ha burlado
la ley de Bernarda a través de la locura y la erotomanía. Tellas
evoca que la transformación de lo sólido en blando (y al revés)
es uno de los procedimientos surrealistas. Un ejemplo: el reloj desinflado de
Dalí.
El poeta Martín Prieto, asesor literario de la versión, eliminó
del original la segunda persona del plural, esa que obligaba a decir a Isabel
Perón No me atosiguéis, y reemplazó la palabra
gañán por peón para crear un ruralismo
ubicable en cualquier sitio. Es una pena que haya exagerado con la introducción
de la palabra pelafustán y no haya conservado la acepción
diferente que Lorca da a pechos y tetas: los primeros
indican erotismo, las segundas el acto de amamantar, según la aguda apreciación
de la crítica Moira Soto.
HUIS CLOS POR BULERIAS
¿Cómo sublimar el haber pasado la infancia en un pueblo llamado
Asquerosa si no haciéndose poeta? Cuando Federico García Lorca,
exitoso y con diversas famas inquietantes, volvía a él, ya había
cambiado su mal nombre por Valderrubio. Frente a la casa de su padre vivía
Frasquita Alba con sus cuatro hijas muy feas. Cuando la mujer enviudó,
las encerró con la sola licencia de ir a misa y tomar aire en un patio
donde apenas cabía un carro. Pepe de la Romanilla, el muchacho más
lindo del pueblo, pidió en casamiento a la mayor, que era hija de un
matrimonio anterior de Frasquita y tenía herencia, pero por las noches
se llegaba a la reja de su hermana menor, Adela. La viuda vivía al lado
de la casa de un tío de Federico, desde cuyo pozo seco podían
escucharse las conversaciones de esas mujeres que para el poeta arderían
de deseo y de odio. Muchas veces, al escuchar que los visillos se movían
cuando él pasaba, se corría hasta su casa, se ponía un
pijama azul e iba a cantarles al umbral: ¡Asómense a la ventana!/¡No
miren por las rendijas!. Cuando doña Vicenta Lorca supo que su
hijo iba a representar una obra utilizando las mismas anécdotas y los
mismos nombres, dijo: ¡Qué escándalo!. Entonces
Lorca cambió el Frasquita (nombre de encierro), pero no renunció
al Alba.
El lugar común misógino echó a rodar la pregunta: ¿cómo
se hace para que doce mujeres trabajen juntas? Parece que como en la carrera
nuclear: armándose hasta que no sea necesario demostrar la propia fuerza.
Tellas llama al pan pan y al vino vino: Todas las actrices tienen carácter
y personalidad, y por eso se respetan mucho. Se dieron cuenta de que tenían
entre manos como una bomba de tiempo y que, si llegaba a haber algún
conflicto, iba a ser muy serio. Por eso todo el tiempo estamos agradeciendo:
¡qué suerte que nos llevamos bien, que hay cariño y respeto!
Porque sabemos que si una va a la maldad, ¡todas vamos a ser muy malas!
Ese trabajar el borde de la turbulencia dio sus frutos sin ponzoña. Mirtha
Busnelli hace una Poncia memorable con un toque de Viejo Vizcacha. Elena Tasisto,
la más entrenada en clásicos pasó por diversos personajes
de La casa de Bernarda Alba, hizo una Bernarda a tono con su Virginia
Woolf anterior: a la altura de Antígona.
Fue muy importante tener a Elena de protagonista dice Tellas.
Ella hizo una versión de la obra en 1978, y en ese momento se la leyó
como una metáfora de la dictadura y la represión. Los clásicos
tienen también eso, y es que en cada contexto histórico empiezan
a decir otra cosa. Cuando apareció la escena de las hermanas saltando
sobre las camas como si fuera un pijama party, le pregunté a Elena: ¿Estamos
adentro de la obra?. Ella era la guardiana de Lorca.
En uno de los momentos más imaginativos de la puesta, Lucrecia Capello
se desnuda con un coraje y una naturalidad inusuales en un país donde
las actrices suelen desnudarse como la Coca Sarli, con una expresión
de horror y miedo a la celulitis que se lee en el rostro como si dijera ¡¡¡Ay,
estoy desnuda!!! Y Carolina Fal podría hacer que alguien se enamore de
ella como la gitana Esmeralda se enamoró del Jorobado de Notre Dame.
La canción que canta en el tercer acto en hipos de llanto y balbuceo,
para darle un himno al pathos de patito feo de su personaje Martirio, es un
pico en ese drama de pozos de tierra, silencio y enterramiento en vida. El orgullo
de heredera, el deseo de pescado frío y la perfidia trivial pasan por
la Angustias de María Onetto, siempre interesante en el dominio de registros
que no explotan los subrayados y los gritos que llegan al techo. Andrea Garrote,
Mariana Anghileri y Muriel Santana tienen el mérito de haber compuesto
personajes diferentes, a los que el texto original no señala rasgos vectores.
Claro que el estilo tiene un precio. Vivi Tellas dice que le revienta cualquier
asociación entre mujeres y menstruación, pero que no tiene más
remedio que hacerla.
Empezamos todas a tener trastornos menstruales. Que se me atrasa, que
se me adelanta... Hasta la que no tenía menstruación empezó
a tener pérdidas. Tengo que reconocer que empezó a circular una
cosa hormonal terrible: granos, ataques de histeria, de seguridad, de inseguridad
extrema, depresiones. Además, ¡cómo charlan las mujeres!
Es una cosa imparable. Yo les decía: ¡Chicas, no me hagan
decir, como Bernarda: ¡Silencio! ¡Silencio! No me conviertan
en ese personaje porque no quiero. A veces le estaba marcando una escena
a una y las demás blablablablá. ¡Chicas,
por favor, conténganse! ¡Estamos hablando de la obra!. Y
aunque eso indicaba un entusiasmo muy bueno, terminé entendiendo a los
hombres: somos reimbancables. En tres meses de ensayos, cada día había
por lo menos dos de nosotras que lloraba. Y en el último acto lloramos
siempre todas. La obra se hizo de eso: de hablar y llorar.
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