Domingo, 15 de octubre de 2006 | Hoy
PáGINA 3 › CINE
Por Eduardo Mignogna
A los catorce años empecé a trabajar como pinche en un estudio de abogados. Me sirvió para desechar la idea de seguir Derecho. A los quince vendía vaqueros y ropa a domicilio con un amigo, pero me costaba mucho porque era demasiado tímido. A los veinte fui cajero de una compañía de venta de neumáticos en la Boca, hasta que, aburrido, decidí irme a Europa para ver qué pasaba. Llegué a España en 1964 y conseguí trabajo en una agencia de informes comerciales, una entidad a la que se recurre para saber la solvencia de alguien antes de otorgarle un crédito. Pero en aquella época de pleno auge del franquismo se utilizaba como formato para el espionaje legal, para investigar, entre otras cosas, los antecedentes de los capitales que llegaban de Cuba, de manos de los gusanillos que se rajaban de la isla y se instalaban con sus fortunas en Madrid. Trabajé un año haciendo informes que debía completar yendo casa por casa, donde me maltrataban sistemáticamente, como haría cualquiera ante la figura de semejante hurgador siniestro. Entonces, como era el único trabajo que había conseguido y no lo podía dejar, me di cuenta de que lo que había que hacer era inventar. Pasaba por la casa donde vivía el sujeto que tenía que investigar, trataba de verlo un par de veces y me sentaba en un café a escribir el informe que me dictaba mi propia fantasía según el aspecto exterior del investigado. Nunca me dijeron nada, pero siempre creí que uno de los jefes secretamente sospechaba de la veracidad de los datos que yo entregaba.
Cuando hablo con mis hijos, cuando les describo nuestros sueños de juventud, nuestras luchas, lo único que percibo es incomprensión. Me cuesta mucho tratar de explicarles el mosaico que nosotros sufrimos y gozamos en los años ’70, ante una devastación ideológica como la que hay ahora. No tienen puntos de referencia, y por delante, sólo tienen el vacío. Mi argumento lo único que hace es poner todo en negro sobre blanco.
No sé si hice bien en elegir la carrera cinematográfica. No sé si nací para dirigir. Pero tengo claro que nací para narrar. Eso no me lo puede quitar nadie. Es como el miedo. Narrar voy a narrar siempre porque es casi una actitud desesperada. Lo que pasa es que en este momento creo que se ha roto un código de entendimiento porque ya quedan pocos que entiendan que la cultura de un pueblo es lo que demuestra su capacidad de soñar. Y un pueblo que no sueña está enfermo.
Hacer cine en Argentina es un vicio y una pasión, un trabajo, un empecinamiento, un juego delicioso, el pretexto para conocer personas y
ciudades, probar comidas y vinos.
Siempre he repetido que a filmar se aprende filmando y me parece que no es cierto. O es cierto, pero importa poco. Lo que cuenta es encontrar una maldita frase honesta, como diría Hemingway.
En televisión no es posible lograr la responsabilidad y el afecto de la firma estampada en el producto. Yo participo incluso en la edición y me quedo al pie hasta el final del parto. Hasta que la obra está completa, musicalizada, doblada, hasta que se ve la primera copia. Todo este largo proceso se puede resumir en una anécdota: a Onetti, un periodista de la televisión española le preguntó cómo hacía él para escribir, y en la pregunta estaban encerradas todas las posibles respuestas. La pregunta duraba como cinco minutos. Y Onetti le contestó: “Vea, si hay ternura, sale”.
Me gustaría que me recuerden por alguna secuencia de El Faro o de Sol de Otoño, o de una miniserie sobre el escritor Horacio Quiroga... pero en realidad por Las reglas del juego, Fanny y Alexander o Amarcord, que son como mías.
El director y escritor Eduardo Mignogna murió la semana pasada a los 66 años. Las declaraciones de esta sección están tomadas de diversas entrevistas a medios gráficos.
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