Domingo, 15 de octubre de 2006 | Hoy
CINE >TRES PELíCULAS SOBRE LA GUERRA
Esta semana coinciden tres documentales bélicos donde, sin embargo, la acción jamás se centra en el campo de batalla. Sus escenarios son las calles de Bagdad, los centros de detención del ejército, y los despachos del complejo industrial-militar de los Estados Unidos. Y sus tramas denuncian la tortura, el padecimiento cotidiano, y las decisiones a puertas cerradas que gobiernan el mundo.
Por Mariano Kairuz
En septiembre de 2001, Shafiq Rasul, Ruhel Ahmed y Asif Iqbal, tres jóvenes ingleses de familias musulmanas, viajaron desde Tipton, una ciudad de los Midlands británicos, hacia Pakistán, para acompañar a uno de ellos a su boda, que había sido arreglada por su madre. Una vez allá, tuvieron la peregrina (en todo sentido) idea de seguir camino hasta Afganistán, donde fueron capturados junto con cientos de afganos, por la Alianza del Norte (las fuerzas antitalibanes en Afganistán) y puestos a disposición del ejército norteamericano. Primero fueron enviados a la prisión en Sheberghan, al norte del país, y eventualmente los llevaron a Guantánamo, donde pasarían literalmente enjaulados los siguientes dos años. En ese lapso fueron sometidos a distintos tipos de tormentos físicos y psicológicos, incluidos los insistentes intentos de los agentes militares norteamericanos de hacerlos firmar una confesión asegurando que habían participado en una concentración organizada por Osama Bin Laden y Mohammed Atta (uno de los secuestradores de los aviones de los atentados del 11-S). Cuando finalmente fueron liberados, no recibieron mayores explicaciones de parte del gobierno norteamericano ni del británico. Sólo se les haría saber que habían sido absueltos de todo cargo.
Las circunstancias de quienes pasaron a ser conocidos a partir de entonces como “Los tres de Tipton” han sido repetidamente narradas según una conocida fórmula dramática: “personas perfectamente comunes y corrientes atrapadas en una situación extraordinaria”. En otras palabras, se dice que fueron presos por encontrarse en el lugar incorrecto en el momento equivocado. Pero parece válido preguntarse cómo es que se les ocurrió cruzarse hasta Afganistán en medio de semejante panorama como el que se estaba dando hace exactamente cinco años. Según Rasul, Ahmed e Iqbal, no hicieron otra cosa que seguir el consejo humanitario que les habían dado en una mezquita que visitaron en Pakistán, de ofrecer asistencia a sus “hermanos musulmanes” que estaban bajo ataque en el país vecino. Esa es estrictamente la versión de los hechos que dan Los tres de Tipton, y ésa es estrictamente la versión de los que hechos a la que se atiene El camino a Guantánamo, la película de Michael Winterbottom (el prolífico director inglés de films tan disímiles como Jude, Bienvenidos a Sarajevo, 24 Hour Party People y Tristram Shandy: A Cock and Bull Story) y su codirector Mat Whitecross. Winterbottom ya se había acercado de cierta manera al tema en 2002 con su película In This World, road movie sobre dos refugiados afganos que intentan llegar a Inglaterra. Whitecross ha sido su colaborador en varias de sus últimas películas y en este caso además ha encontrado una conexión personal con la historia de los detenidos de Guantánamo: a través del relato de sus padres, que fueron secuestrados y más tarde liberados en la Argentina durante la última dictadura, Whitecross conoce el significado de la palabra “desaparecido” en el Cono Sur latinoamericano.
El camino a Guantánamo (Oso de Plata a la mejor dirección en el Festival de Berlín en febrero pasado) narra con un acercamiento semidocumental la historia de Los tres de Tipton. “No lo vimos desde un punto de vista muy estético”, aseguraron sus realizadores en varias entrevistas. “La principal manera que tuvimos de saber lo que les había ocurrido —dijo Winterbottom— fue que ellos nos lo dijeran en una entrevista directa. Una de las cosas que queríamos mostrar era que se trataba tan sólo de tres adolescentes británicos comunes y corrientes. A todos nos dijeron que la gente que estaba presa en Guantánamo eran los terroristas más peligrosos del mundo, y que por eso mismo Norteamérica necesitaba crear esta bizarra prisión extra-legal. Pero cuando los conocimos nos encontramos con que eran personas normales. Así que queríamos mostrar la brecha entre cómo creería uno que son las cosas en Guantánamo y cómo es en realidad cuando uno los conoce. Y la manera más efectiva de contar su historia era hacer que ellos la contaran dentro de la película. La contamos en sus palabras, es su versión de lo que les ocurrió; no tratamos de cruzar información sobre lo que ellos nos contaban de manera independiente. No pretendo ni remotamente sugerir que yo no creo que lo que ellos nos están diciendo sea verdad, pero nuestro objetivo era contar su historia.”
CASI LEGAL
El camino a Guantánamo reconstruye la historia de Los tres de Tipton con actores desconocidos que los interpretan y fragmentos de entrevistas a sus verdaderos protagonistas. La primera parte es una especie de road movie —-siempre con cierto efecto “documental”— que los sigue camino a un casamiento que terminaría postergándose por años. La idea de estas escenas, según lo apuntaron varios críticos norteamericanos, sería demostrar que de ninguna manera son ni pueden ser confundidos con fundamentalistas islámicos sino que se trata de tres muchachos ingleses evidentemente occidentalizados en muchas de sus costumbres, tales como su alimentación a base de fast food. Después de esa primera parte, siguen los dos años de prisión en Guantánamo, cuyas jaulas fueron reconstruidas para el rodaje, en Irán. Ahí se describe el proceso de persistente maltrato a los prisioneros: atados de pies y manos y con las cabezas expuestas al sol durante un largo período, no tienen permitido pararse, ni hablar entre ellos, ni rezar, ni mirar a los guardias; ni hablar de afeitarse o bañarse. Cuando las medidas de apercibimiento, entre interrogatorio e interrogatorio, recrudecen, se los mantiene en aislamiento sin la posibilidad siquiera de ir al baño.
“Me mantuvieron de rodillas para interrogarme”, recordó Ahmed en una entrevista. “Apoyaban contra mi sien, creo, una 9 mm, mientras me decían que si me movía me disparaban.” Las cosas empeoraron aún más para los prisioneros cuando llegó un tal mayor general Miller —tenebroso personaje que también se recrea en la película—: “Ahí fue cuando empezaron las torturas con temperaturas extremas y los interrogatorios con perros”. También hubo abuso sexual, según le confesó Ahmed a la revista The Raw Story, aunque aclarando que no “entraría en detalles” sobre el asunto.
Con la ficcionalización y las entrevistas, se intercalan algunos clips de noticieros. En uno de ellos aparece Bush diciendo que “conocemos a estos muchachos y son malos. No comparten los mismos valores que ustedes y nosotros: son asesinos”. En otro, es el secretario de defensa Donald Rumsfeld quien dice que “en Guantánamo se están observando los acuerdos de la Convención de Ginebra (sobre prisioneros políticos), mayormente (sic)”. Esa declaración, que ocupa apenas unos cuantos segundos en pantalla, señala uno de los ejes secundarios que se articulan en la película: los usos del lenguaje que practica la administración Bush. Las palabras se están usando, alegan los directores, para decir exactamente lo contrario de lo que significan. ¿Qué son los llamados “enemigos de combate” y qué significa el lema “el honor para defender la libertad”, que aparece en un cartel que se ve en la prisión cubana? “Son eufemismos —dice Winterbottom— que no comunican lo que realmente está ocurriendo. Hubo un debate dentro de la administración acerca de qué es lo que constituye ‘tortura’. Y tiene que ser algo tan serio que para cuando realmente se lo considera tortura uno ya está matando gente. Esta definición permite que todas estas técnicas se vuelvan permisibles. Ha habido un uso general del lenguaje que no sólo ha cambiado las percepciones de la gente, sino también la manera en que la administración nombra las cosas. Así que si uno pregunta si Norteamérica va a seguir secuestrando gente, la respuesta será obviamente que no, porque el secuestro es ilegal. Pero como no lo llaman secuestro sino ‘rendición extraordinaria’ se convierte en algo que uno debe debatir si es oficial o no.”
VIVIR PARA CONTARLA
Ahora, paradójicamente, Winterbottom repite lo que uno de los abogados de Los tres de Tipton ha venido diciendo desde que fueron liberados y entablaron una demanda, aún pendiente, contra Rumsfeld: que tuvieron suerte. Que tuvieron la mejor experiencia posible en Guantánamo. Porque estuvieron, vieron y vivieron para contarlo. Porque pudieron salir tras haber presenciado todo eso que se ve en la película y que es lo que está oficialmente permitido pero que sin embargo no está suficientemente expuesto al público, y que solo parece salir a la luz cuando algún escándalo particular consigue filtrarse. Como ocurrió con las imágenes de Abu Ghraib, y como pasó más recientemente cuando tres prisioneros de Guantánamo consiguieron suicidarse. La película no habla de los intentos de suicidio: los oficiales norteamericanos en la base han admitido una cifra de alrededor de 45 casos, pero Ahmed asegura que hubieron cientos de intentos mientras él estuvo ahí: “Si los soldados sabían que ya habías tratado de matarte, te quitaban las toallas y la ropa, y te dejaban básicamente desnudo en tu celda. Pero no nos daban ningún tipo de asistencia psiquiátrica. La única medicación que ofrecían era Prozac. Prozac para todo. Y la mayoría de los detenidos ni siquiera sabía qué era, creían que era un analgésico”.
La película pudo estrenarse en los cines norteamericanos hace tres meses, pero la Motion Picture Association of America no dejó pasar uno de los afiches propuestos para su publicidad. El poster censurado contenía la imagen de un detenido colgado de sus muñecas y con una bolsa cubriéndole la cabeza y el organismo regulador norteamericano lo juzgó inapropiado para que lo vieran los chicos en los pasillos de los multicines. Winterbottom y Whitecross dicen estar conscientes de que ninguna película por sí sola alcanza para cambiar el mundo, ni siquiera para cerrar Guantánamo. Pero hicieron un film sobre algo que está pasando ahora, y por eso mismo decidieron estrenarlo en la televisión británica al mismo tiempo que se daba en los cines, conscientes de la urgencia de la información que tiene para ofrecer. Las cosas no han cambiado mucho, y se estima que todavía debe haber unos quinientos detenidos en la base cubana. Pero al menos la Unión Europea, las Naciones Unidas se han pronunciado en los últimos tiempos por el cierre de Guantánamo, e incluso —dice Winterbottom—- Tony Blair apoya esa moción, aunque sólo en privado. “Esto no es una historia de Abu Ghraib o algo sobre lo que la gente no sabe nada”, recalca. “Sino que es lo que el gobierno norteamericano dice ahora mismo que está permitido. La mayoría de las organizaciones internacionales dirían que lo que ocurrió califica de tortura, pero según los parámetros norteamericanos, no. Estoy seguro de que la gente de la administración actual al ver esta película bien podría pensar que el público debería ir a verla, porque querrían que la gente viera lo que están haciendo en Guantánamo. Si crearon Guantánamo, seguramente están orgullosos de lo que está ocurriendo allí.”
En uno de los testimonios más lúcidos y sólidos que ofrece Why We Fight, la película del documentalista neoyorquino Eugene Jarecki que esta semana llega a los videoclubes argentinos con el título Las razones de la guerra, el ex agente de la CIA Chalmers Johnson explica qué es lo que en la central de inteligencia se suele llamar “blowback”. No se trata tan sólo de “las consecuencias inesperadas de la política exterior de los Estados Unidos, sino de las consecuencias inesperadas de una política exterior que además le ocultamos deliberadamente al público”. De esta manera, “cuando todo estalla”, como ocurrió el 11 de septiembre de 2001, el norteamericano medio no tiene manera de poner las cosas en contexto. Why We Fight tiene en este sentido un efecto pedagógico: nos cuenta lo que todo el mundo ya más o menos sabe, con la excepción quizá de buena parte del público norteamericano al que está dirigido, e intenta poner las cosas en contexto, rellenando algunos espacios de una línea histórica que arranca a fines de la Segunda Guerra y haciendo escala en una escena profética de la historia norteamericana contemporánea: el discurso de despedida de Dwight Eisenhower, el 17 de enero de 1961.
Para muchos se trató nada menos que de un discurso visionario, una advertencia a la Nación de alguien que entendió lo que se venía 45 años atrás. “Debemos resguardarnos de la adquisición de una influencia no garantizada, tanto buscada como no, del complejo militar-industrial”, dijo Eisenhower. “El potencial para el desastre de un poder enorme puesto en las manos equivocadas existe y va a persistir. (Tenemos) una industria permanente de armamentos de vastas proporciones, un establishment militar inmenso (cuya influencia) es económica, política, incluso espiritual.” Eisenhower planteaba, dice Jarecki, “que llegaría un punto en que todos los problemas parecerían tener una solución militar”. El director y su equipo confirman la ominosa advertencia del ex presidente, recogiendo no sólo las voces críticas más conocidas contra la administración Bush (como Gore Vidal) sino que también entrevista a varios representantes del neoconservadurismo republicano, que señalan que sí, en efecto, las palabras de Eisenhower se han vuelto realidad, pero también que ya no hay vuelta atrás, que los EE.UU. no pueden ceder el lugar de única superpotencia en el que el país se ha consolidado.
Film “sobre el continuo de una política exterior norteamericana que comenzó con la victoria en la Segunda Guerra”, Why We Fight toma su nombre de una famosa serie de películas de “apoyo al esfuerzo patriótico” realizadas por Frank Capra (el director de Qué bello es vivir) entre 1943 y 1944. Jarecki ha debido aclarar infinidad de veces que no se trata de una apropiación irónica: “Capra fue siempre el campeón de la democracia y del hombre común —explica el director— y de sus luchas contra las fuerzas poderosas que se enfrentan en esa democracia. Al igual que Capra, yo pretendo con mi película movilizar a los norteamericanos a luchar para proteger la democracia. Hoy muchos de nosotros vemos peligrar la democracia aquí mismo. La sociedad norteamericana corre más riesgo por el secuestro de sus ideales que por el secuestro de sus aviones”. En busca de posibles respuestas a su título, dice Jarecki, Why We Fight corrió el riesgo de convertirse en un film esquizofrénico. Por un lado, le daba la palabra a la derecha republicana, por otro a los opositores de la “guerra preventiva”, así como a varios descendientes de Eisenhower; a la científica militar Anh Duong, ex refugiada vietnamita que hoy trabaja aplicando su know how a la fabricación de bombas de última generación en los EE.UU. Y a los desengañados: ahí están el testimonio de una ex coronel retirada de la Fuerza Aérea que cuenta cómo Cheney manipula la inteligencia sobre Irak; y el relato de Wilton Sekzer, veterano de Vietnam y ex policía de Nueva York cuyo hijo trabajaba y murió en las Torres Gemelas, quien pidió a la Fuerza Aérea —y consiguió— que pintaran el nombre de su hijo en una bomba destinada a Bagdad, y que luego se enfureció con su gobierno cuando a Bush no le quedó otra alternativa que admitir que no había relación entre Irak y el 11-S.
También se despliega el recuerdo orgulloso de los dos pilotos que estuvieron a cargo de lanzar el primer ataque sobre Bagdad, en marzo del 2003. La película eventualmente lo confronta con testimonios de médicos y forenses de la capital iraquí que señalan que la presunta “alta precisión” de las armas con las que EE.UU. decía haber iniciado sus bombardeos les había entregado hasta el momento sólo enormes cantidades de cadáveres civiles.
Mientras tanto, dice Chalmers en la película, el “blowback” de tanta mentira y ocultamiento sigue golpeando al público norteamericano: “Y la gente en Washington, preparada para atajar los golpes con más cinismo que nunca, argumenta: ‘sabemos que Saddam tiene armas de destrucción masiva, porque guardamos los recibos’”.
”Vivíamos cerca del río, sin nada. No nos iba bien con Saddam Hussein. Se fue, y no conseguimos nada. Mejor que no nos pongan ningún presidente y nos dejen tranquilos.” Palabras de un chico iraquí sobre el fondo de una Bagdad arruinada por las bombas norteamericanas, en el invierno de 2004. En Invierno en Bagdad, que se proyectará el próximo martes en el marco del Octavo Festival Internacional de Cine de Derechos Humanos (DerHumALC) y que es la última película hasta ahora del documentalista Javier Corcuera, tienen la palabra varios médicos, docentes y padres iraquíes que vivían en la capital durante el bombardeo, así como varios extranjeros, tales como un veterano de Vietnam que está allí, antes del estallido de la guerra, para que en Irak se sepa “que no todos los norteamericanos estamos de acuerdo (con lo que está haciendo el gobierno de Bush en Medio Oriente)”. Pero terminan por imponerse las voces de los chicos, muchos de ellos marcados físicamente por las bombas: un nene que quedó ciego y paralítico; una nena que intenta recuperar la movilidad de su brazo mediante rehabilitación. Los más pequeños narran sus sueños y sus pesadillas, que expresan de manera sencilla y directa el anhelo de un regreso a la normalidad.
“Me parecía importante la presencia de los niños en la película —le dice Corcuera a Radar en entrevista telefónica— porque son los que van a tener que construir ese nuevo Irak en el futuro. No solo son víctimas inocentes de la guerra, sino que son la generación que van a tener que reconstruir ese país.”
Peruano de nacimiento, residente en España desde hace más de veinte años, Javier Corcuera realizó, antes de Invierno en Bagdad, los films La espalda del mundo, que se compone de tres relatos —sobre el trabajo infantil en Perú; sobre la primera mujer diputada kurda del Parlamento turco, y sobre la pena de muerte en Texas— y La guerrilla de la memoria —sobre la lucha antifranquista tras la derrota en la guerra civil—. El origen de Invierno fue, asegura Corcuera, menos planificado que el de aquellas obras previas. “Durante las movilizaciones contra la guerra en Irak, en España hubo una participación ciudadana muy grande: se organizaron grupos de estudiantes, de trabajadores, de todo un poco, que iban a Bagdad a decirle a la población iraquí que no estaban de acuerdo con la decisión de Aznar, que apoyaba la posibilidad de los bombardeos. Yo me apunté a un grupo como un ciudadano más. Pero ahí me encontré con algunos amigos con los que he hecho películas. Y cuando nos encontramos juntos decidimos llevar unas cámaras por si acaso podíamos rodar algo. Hicimos ese primer viaje, rodamos algo de material, y a los pocos días de regresar a Madrid para intentar montar rápido todo eso —todavía había esperanzas de que la guerra parara— empezaron los bombardeos. No sabíamos qué había pasado con algunas personas con las que habíamos estado rodando, así que empezamos a hacer un plan para regresar y buscarlos. La idea era retomar las historias que habíamos empezado a filmar. Al ver las imágenes de los bombardeos vimos que habían echado bombas sobre esos mismos espacios, donde habíamos estado con unos chicos que se reunían a orillas del río Tigris a ver pasar los barquitos y los pescadores. Empezamos a pensar qué habría sido de ellos y de sus barrios después de la ocupación. Pudimos regresar un año después, y filmamos durante dos meses en el Bagdad ocupado.”
La producción —a cargo de la productora de Elías Querejeta— fue absolutamente independiente, dice Corcuera; sin ayuda oficial de ningún tipo. “La película después sería comprada por la televisión pública, que la emitió para toda España, pero para entonces ya había cambiado de gobierno.” Toda la ayuda que tuvieron provino de los mismos protagonistas de la película y de sus familiares. “A pesar de lo complicado de rodar en Bagdad, no tuvimos ningún problema grave. El pueblo de Bagdad fue un gran anfitrión. Nos cuidaron; nos daban lo que no tenían y se volcaron por completo en la película. No es sobre ellos; está hecha con ellos. Hay un proyecto común o no hay película.”
Para la investigación, el equipo de Corcuera contó con la asistencia de algunos médicos que habían conocido durante el primer viaje y que se quedaron durante los bombardeos. Ellos fueron su principal fuente de información y los ayudaron a encontrar las historias que aparecen en la película. La del lustrabotas, que debe escapar de los soldados norteamericanos (porque siempre temen que en su caja de trabajo lleve una bomba); o la del chico que vende nafta en la calle. (“Aunque parezca mentira —dice Corcuera— en Bagdad hay una gran escasez de petróleo, y entonces hay un mercado negro muy fuerte.”) “Nuestra idea fue siempre hacer una película sobre lo que pasaba hoy, sobre la vida cotidiana en Bagdad. La película habla de esa resistencia del ciudadano común, de un ama de casa, de un padre desempleado, esa resistencia que consiste en no dejarse aplastar y vencer y continuar y luchar y seguir con sus vidas; volver a llevar al niño a la escuela, volver a mover la mano, como esta niña a la que la bomba le destrozó el brazo. Mostrar esa resistencia vital del pueblo iraquí.”
Invierno en Bagdad se proyectará este martes 17 a las 20 en el Centro Rojas (Corrientes 2038), con presentación de su director.
Los otros dos films de la Retrospectiva Corcuera, La guerrilla de la memoria y La espalda del mundo se verán hoy a las 20 y el miércoles 18 a las 18, respectivamente, en el cine Gaumont (Rivadavia 1635)
Más información sobre la octava edición del Festival Internacional de Cine DerHumALC en www.cineyeducacion.com.ar, y en www.derhumalc.org.ar
La octava edición del Festival Internacional de Cine DerHumALC se extenderá hasta el 18 de octubre. El festival luego se traslada a Santiago del Estero, del 19 al 22 de octubre.
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.