Dom 27.10.2002
radar

PáGINA 3

H2

Por Jeremy Rifkin

Nuestro futuro reside en el hidrógeno. ¿Pero quién va a controlar el “combustible eterno”? Por su propia universalidad, el hidrógeno abre la posibilidad de democratizar la energía y dar acceso al poder a todos los seres humanos de la Tierra. Pero el hecho de que exista tal posibilidad no garantiza que el hidrógeno vaya a ser compartido de forma justa y equitativa entre todos los pueblos. La cuestión depende en buena medida de cómo “valoremos” el hidrógeno. ¿Será visto como un recurso compartido, igual que los rayos del Sol y el aire que respiramos? ¿Como una mercancía que se compra y se vende en el mercado? ¿O tal vez como algo intermedio?
La cuestión de si los pensamientos humanos o la energía elemental del universo deberían ser considerados recursos libremente compartidos o mercancías privadas nos lleva al fondo de una de las cuestiones más profundas a las que ha tenido que enfrentarse la humanidad en el curso de la historia: ¿a quién pertenece todo aquello que forma parte de la esencia de la vida?
A finales de la Edad Media se suscitó un gran debate entre la Iglesia y la incipiente clase comerciante sobre la cuestión de si el tiempo mismo era un regalo universal y, por lo tanto, gratuito o si era algo que podía ser propiedad de alguien y sobre lo que se podían imponer unos intereses. Los comerciantes argumentaban que “el tiempo es dinero” y que cobrar unos intereses era una compensación legítima por permitir que alguien utilizara el dinero del prestamista durante un cierto período de tiempo. La Iglesia sostenía que la usura era un pecado mortal, pero no sólo por su naturaleza explotadora. Las autoridades eclesiásticas cuestionaban más bien la legitimidad misma del acto. ¿Acaso podían los comerciantes sacar un beneficio de vender tiempo, preguntaban los líderes de la Iglesia, cuando el tiempo no les pertenece a ellos, sino a Dios, que lo entrega libremente a los seres humanos como un regalo para que puedan preparar su salvación? Según escribió Thomas Chobham: “El usurero no vende nada al prestatario que sea propiedad suya. Lo único que vende es el tiempo, que es propiedad de Dios. En consecuencia, no puede sacar provecho de la venta de la propiedad de otro”.
En la Inglaterra del siglo XVI surgió un segundo gran debate acerca de lo que debía ser patrimonio común y lo que podía reclamarse como propiedad privada. En la Europa medieval se consideraba que la tierra era un fideicomiso de Dios, que la entregaba a los hombres para que la labraran y la cultivaran. Aunque los señores feudales ejercían derechos de propiedad sobre la tierra y la arrendaban a los campesinos bajo diversos tipos de figuras jurídicas, no era fácil dividir, vender o comprar la tierra en sí. Además, buena parte de las tierras eran comunales y los campesinos las gestionaban colectivamente. A principios del siglo XVI, durante el reinado de los Tudor en Inglaterra, el Parlamento aprobó una serie de leyes que permitían a los terratenientes cercar las tierras comunales, es decir, adquirirlas como propiedad privada y eliminar con ello cualquier derecho que pudieran poseer previamente los arrendatarios como consecuencia de la explotación colectiva de las tierras. Los grandes cercamientos, que comenzaron en Inglaterra y se extendieron más tarde por el continente bajo diversas formas, terminaron con seiscientos años de dominio feudal durante los cuales los campesinos pertenecían a la tierra. A partir de este momento, los grandes feudos medievales serían divididos en forma de bienes inmuebles de titularidad privada, propiedad de la aristocracia local y los campesinos ricos. La tierra que antes era explotada en común como un bien compartido quedó reducida a un conjunto de parcelas de propiedad privada que podían comprarse y venderse en el mercado.
En el siglo XVIII, los gobiernos comenzaron a establecer divisiones territoriales en las aguas del océano y reivindicaron su soberanía sobre una zona costera que se extendía hasta cinco kilómetros mar adentro, la distancia que podía alcanzar la artillería de la época. Al término de la Segunda Guerra Mundial tuvo lugar una campaña todavía más agresiva deterritorialización de las aguas oceánicas, que se inició con el anuncio del presidente Truman de que Estados Unidos extendía sus aguas territoriales hasta incluir la “jurisdicción y el control” de los depósitos de petróleo, gas y minerales situados en el lecho de la plataforma continental. La proclama de Truman disparó una avalancha de reclamaciones parecidas por parte de otras naciones, interesadas en territorializar “sus” plataformas continentales y caladeros marítimos. A principios de los años 70, diecisiete países habían reclamado la soberanía sobre sus aguas territoriales, que se extendían hasta 320 kilómetros mar adentro.
En 1982 se preparó finalmente, bajo los auspicios de la ONU, una convención de derecho marítimo en la que se garantizaba a los países signatarios la soberanía sobre 20 kilómetros mar adentro y los derechos económicos exclusivos sobre 320 kilómetros en océano abierto. Estas zonas de derechos económicos exclusivos conferían a los países “derechos de soberanía para la exploración y la explotación, la conservación y la gestión de los recursos pesqueros y minerales de los océanos, los lechos marinos y el subsuelo”. La gran campaña de apropiación de los océanos convirtió efectivamente en aguas nacionales el 36 por ciento de las áreas oceánicas del mundo, con el 90 por ciento de los recursos pesqueros explotables y el 87 por ciento de las reservas marinas de petróleo de las plataformas continentales previstas. Aunque todavía tiene que ser ratificada por muchos países, la convención ha establecido los nuevos parámetros de la soberanía estatal y ha puesto buena parte de las aguas internacionales bajo dominio territorial.
A comienzos del siglo XX, el espacio aéreo que había sobre los países quedó dividido en una serie de corredores aéreos que se convirtieron en dominio soberano de los Estados. En la actualidad éstos cobran una cuota a las aerolíneas comerciales por el derecho a utilizar dichos corredores. Los gobiernos han fragmentado todavía más el espacio aéreo al permitir que las aerolíneas vendan y compren estos “derechos aéreos”. En los últimos años ha surgido un debate en Washington sobre si las frecuencias radiofónicas que configuran el espectro electromagnético, que todavía constituyen un patrimonio común gestionado por los gobiernos y arrendado a las emisoras, deberían venderse a las empresas comerciales y convertirse en “bienes inmuebles electrónicos” negociables en el mercado global.
Otro debate igualmente apasionado se ha planteado acerca de si el genoma –el legado de millones de años de evolución biológica, durante mucho tiempo considerado un patrimonio común– debería privatizarse y convertirse en una propiedad intelectual de las empresas de biotecnología. Hasta la fecha, Estados Unidos y la mayor parte de los países europeos han declarado que los genes y las proteínas que éstos codifican, así como las células, los tejidos, los órganos y los embriones vivos y especies enteras son susceptibles de ser patentados. Otros países y la mayoría de las organizaciones no gubernamentales defienden que el genoma es por naturaleza un “patrimonio común” no reducible a ningún tipo de propiedad política ni comercial.
¿Y qué decir del uso del hidrógeno distribuido en una red energética? Es cierto que el proceso de extracción requiere cierta inversión de tiempo, trabajo y capital, al igual que su almacenamiento y utilización. Pero también es cierto que si cada vez va a ser más barato producir hidrógeno, hasta que llegue un momento en que su costo sea virtualmente cero y se convierta en un recurso “casi” gratuito, con la única reserva de los elevados costos de construcción y mantenimiento de las redes inteligentes por las que circulará, debemos reflexionar seriamente, al comienzo de la era del hidrógeno, sobre el tipo de estructura institucional que puede reflejar mejor el carácter de la fuente de energía que estamos utilizando. Después de todo, es el elemento más básico y universal del cosmos.

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