PáGINA 3
Historias radiactivas
POR LEONARDO MOLEDO
Los muchachos de Greenpeace no suelen frecuentar la Antología de la literatura radiactiva, compilada en los cincuenta, arduamente redactada en checo y a duras penas traducida al alemán, lo cual explica la vocación verde de un país que después del romanticismo optó por las cámaras de gas y luego se inclinó a la ecología. Ni las páginas pergeñadas por cierto escritor local que también abordó el tema. Tal vez, de hacerlo, se sentirían conmovidos al saber que la radiactividad despertó en sus inicios tanto entusiasmo como la televisión, y ningún radiactivo original habría imaginado jamás organizaciones dedicadas a combatirla. Sin ir muy lejos, después del descubrimiento del fenómeno por Becquerel y el radio por Marie Curie (a fines del siglo XIX), la novedad y el entusiasmo dieron pie para toda clase de locuras: una bailarina célebre pidió a Marie Curie que empapara sus ropas en radio para impresionar a su público (Mme. Curie se negó). En 1919, se vendía una “Crema Activa” radiactiva, y la propaganda anunciaba que “provoca una actividad particular de revitalización de los tejidos; la piel, colocada en situación de juventud eterna, se torna más fina y más blanca, y las arrugas desaparecen”. En 1921, Sabin von Sochocky, director técnico de la U.S. Radium Corporation, decía: “Vendrá el tiempo en que se podrá tener en casa una habitación entera iluminada con radio. La luz emitida por pinturas a base de radio sobre las paredes y el techo puede ser, en color y en tono, parecida a la luz de la Luna”.
En las minas de uranio de Joachimstahl se tomaban “baños radiactivos” respirando el radón (un peligroso gas radiactivo) que se desprendía del suelo, y para lo cual se habían construido instalaciones especiales. Los elementos radiactivos se usaban para fabricar dentífricos y cremas de belleza.
También se intentó aplicar en medicina a tontas y a locas: los Laboratorios Pierre Koeheren de Estrasburgo fabricaron una “compresa de radio” para curar migrañas, arterioesclerosis y apendicitis. En 1933 se promocionó una crema de belleza a base de radio y torio, que respondía a una fórmula de un tal Dr. Alfred Curie (que jamás existió), y se describía como una “revolución en el arte de embellecer el rostro” por el Dr. F. Tixier, de la Rue des Capucines, París.
La fiebre de las curas radiactivas se fortaleció en las dos primeras décadas del siglo, a pesar de que empezaban a acumularse las evidencias de que dosis inadecuadas de radiación podían ser extremadamente dañinas: los preparados de radio se consideraban la cura milagrosa de prácticamente cualquier enfermedad y se desarrollaron varias líneas de medicamentos radiactivos: Dax para la tos, Clax para la gripe y Arium para los problemas metabólicos. Se fabricaron cinturones radiactivos para usar en cualquier parte del cuerpo, la “oreja de radio” para mejorar la audición, dentífricos radiactivos, cremas para la cara y las manos. En 1932, Frederick Gosfrey, un peluquero británico, hacía propaganda sobre un tónico radiactivo para el pelo. En Alemania se vendía chocolate radiactivo como rejuvenecedor y, en 1953, una compañía de Denver promovía un gel anticonceptivo radiactivo. En 1952, un artículo de la revista Life sobre los “beneficios” del radón envió a miles de pacientes de artritis a respirar los peligrosos gases en el fondo de algunas minas.
Desde ya, el radio, por lo menos al principio, se consideró la cura definitiva contra el cáncer, y fuente de fabulosas ganancias futuras. Como dato al margen, vale la pena recordar que, pese a los desinteresados consejos que recibió, Marie Curie se negó absoluta y tenazmente a patentar el radio. Sus argumentos eran, en verdad, ingenuos e indignos de una persona de sus kilates intelectuales y causarían la risa de nuestros actuales patentadores de genes: “Los grandes descubrimientos científicos son secretos que arrancamos a la naturaleza y es absurdo que puedan considerarse propiedad de una persona”.