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Domingo, 7 de septiembre de 2003

CINE

Las aguas bajan turbias

Rodada a fines de 2001, mientras se incendiaba el país, Sudeste, de Sergio Bellotti (Tesoro mío), lleva a la pantalla la notable novela homónima de Haroldo Conti, una historia de sangre y lealtades equívocas filmada en el corazón sofocante del Tigre.

POR MARIANO KAIRUZ

Como proyecto cinematográfico, Sudeste lleva muchos más años que los cinco o seis que pasaron desde que Sergio Bellotti y Daniel Guebel –director y guionista– presentaron el guión original a concurso en el Instituto de Cine. La novela en la que está basado se publicó en 1962. Y se sabe que su autor, Haroldo Conti, detenido y desaparecido por la dictadura militar en mayo de 1976, siempre había tenido ganas de llevarla a la pantalla.
El film ya existe, participó en abril de la última edición del Bafici y se estrena por fin esta semana. Bellotti, ahora, lo ve como un objeto personal y distante a la vez; distante, porque confiesa no haber terminado todavía de entender el Delta, ese espacio que funciona simultáneamente como escenario y como protagonista de la ficción. “Era un delirio”, cuenta Bellotti, evocando el rodaje. “Estábamos a tres horas del puerto y yo quise filmar del otro lado del canal. El protagonista es el río. Fue muy violento y no tendría que haber sido así: la tendríamos que haber pasado mucho mejor. Fue un terrible capricho mío haber querido hacer esta película: Sudeste es una gran novela, pero también es muy difícil de adaptar. Yo me siento ya a 500 kilómetros de la película. La amo, la adoro: yo la viví, la parí y me la recontrabanqué. Pero también hay una distancia en otro sentido: trabajar con no actores me costó mucho.”
Bellotti alude a intérpretes no profesionales como Javier Locatelli, que interpreta al Boga –el protagonista–, un habitante de las islas que recién “apareció quince días antes de comenzar el rodaje”, y elogia el modo en que Luis Ziembrowski, que hace del Pampa –un delincuente herido que el Boga se encuentra en el bote Aleluya–, supo trabajar con él y con los demás, “recibiendo y respondiendo todas y cada una de las pelotas que le tiraban”. Guebel, por su parte, asumió el capricho de Bellotti como un encargo. Y de pronto se descubrió atrapado en la primera fase de su proceso habitual como guionista: la negación absoluta. “Mi primera reacción ante cualquier oferta de guión de cine es una sensación de absoluta imposibilidad”, explica. “Antes de decir que sí necesito establecer un espacio psicológico de imposibilidad absoluta. Sergio me dice de adaptar Sudeste; yo le digo: es imposible, no hay de dónde agarrarse, la historia está desmadejada, es una especie de caminata por la vera del río. Casi no hay personajes, o no los quiero ver. Hay una prosa poética de alta calidad, con marcas hemingwayanas, algo anticuada ya para mi gusto de aquella época, pero lo que sí me interesó, donde sí encontré algo de donde agarrarme, es el final: el pasaje al género policial”.
Bellotti: –Entonces recurrió al truco de “agarro un cadáver y lo transporto por todo el río”.
Guebel: –En el guión original, la historia del cuerpo del padre dura como una hora y se reconstruye como una alegoría cristiana. Para el hijo, el cadáver del padre se constituye como signo de resurrección. En la primera versión del libro, el Boga tenía la ilusión, casi la alucinación, de que el padre iba a resucitar en el Aleluya y lo “enterraba” ahí mismo. Pero Bellotti me dijo que un cuerpo flotando y descomponiéndose en el agua era demasiada muerte. Lo que se produce claramente –no me acuerdo si está en la novela o no– es la sustitución de la figura del padre por la del Pampa. Y es ese padre sustituto el que lo lleva en barco al muere. Conti era un seminarista católico, así que no creo que haya sido casualidad que el barco se llamara Aleluya.
Fascinado y aterrado por el Delta, Bellotti pensaba también en qué pocas eran las películas argentinas que habían aprovechado sus posibilidades cinematográficas. “Nos metimos en un lugar casi mítico”, dice, “una ratonera a 30 kilómetros de Buenos Aires que es realmente un género en sí. Hace cincuenta años que nadie se mete ahí a filmar algo, salvo Palito Ortega o las películas de Tiburón y no sé cuánto”. Bellotti decidió hacer toda la preproducción instalado en el Tigre. “Y a decir verdad, no entendí nada. Sí, capté la atmósfera y dije: ‘La puta madre, esto es muy lindo, pero hay que tener unas bolas bárbaras para vivir acá adentro’. Todo es barro, todo muta pero es bellísimo al mismo tiempo. El Boga es el famoso playero: la naturaleza les da ocho meses de buenaventura, marisquean, ‘chorean’. Los banca el lugar, pero en invierno te cagás de angustia. Me metí a fondo en los Bajos del Terror, donde la ciudad de Buenos Aires se ve como un fantasma. Así empieza la novela: con ese cortinado detrás de un viejo bastidor, pintado, como de teatro, que es la ciudad de Buenos Aires.”
Esos tres meses en el Tigre fueron un conjunto de experiencias “muy solitarias”, dice Bellotti. “Agarré una lancha que me había dado la producción y encaré el Gran Paraná como si cruzara la avenida Santa Fe con luz verde. Empecé a dar vueltas en el aire y me dije ‘te caés ahí adentro y se acabó’. Llegué al otro lado de la costa totalmente exhausto y atemorizado. Me quedé a dormir ahí, no crucé de vuelta: me tuvieron que ir a buscar. Durante el rodaje vivíamos arriba de tres botes, literalmente. Estar 16, 18 horas arriba de una lancha es muy pesado. Yo estaba totalmente loco, en un estado de éxtasis total. Creo que hay gente que trabajó en Sudeste que ve un pedazo de río y llora.”
A la hostilidad natural de las locaciones se sumó una coincidencia fatal: el equipo fue sorprendido en pleno rodaje por la hecatombe social que terminaba de estallar a fines de 2001. El último día de rodaje fue –significativamente– el 21 de diciembre. Bellotti, mientras tanto, llevaba un diario del caos. “Es como el diario de Ozu”, dice. Y ejemplifica con un fragmento: “Hoy me levanté a la mañana, tengo resaca, me fumé un porro, voy caminando por acá, me encuentro con que el equipo se me puso medio bravo, no sé qué pasa, hubo una reunión a la tarde con Baigorria, el director de fotografía, discutimos dónde poner la cámara mañana. Nos comprometimos entre todos a que todos los días vamos a tener una reunión. Yo lo dudo”. Otra entrada: “Día 14. Evidentemente, nunca nos reunimos, no me pasan a buscar, soy el último orejón del tarro”.
Bellotti remata: “La filmación terminó y yo no me di cuenta: creía que había que seguir. Necesitaba unas dos semanas más. Siempre digo que los baches narrativos que tiene la película tienen que ver con que me faltaba nafta. La nafta: no se hablaba de otra cosa. Todo el tiempo la nafta, que subía de precio todos los días. Y eso que los chicos de producción hicieron maravillas con el presupuesto”.
Guebel y Bellotti llevan más de veinte años de amistad. Ya hicieron juntos Tesoro mío, una película inspirada en el caso Fendrich –el cajero modelo que vació las arcas del banco de Santa Fe en el que trabajaba–, y modelada según una serie compartida de obsesiones cinéfilas: “El culo de Brigitte Bardot en El desprecio de Godard, por ejemplo”. Ahora se aprestan a rodar otra: La vida por Perón. No paran de hablar de lo difícil que les resulta entenderse y de las imposibilidades con las que tropiezan cada vez que intentan trabajar sobre las ideas del otro. Es lo que les sucedió en las dos experiencias que compartieron y lo que seguramente sucederá, profetizan, en la inminente tercera. En cuanto a Sudeste, Bellotti se reprocha algunas debilidades localizadas en “la relación entre el Boga y el Cabecita, un personaje que salió del primer guión y reingresó casi al final”, producto, dice, de sus propias neurosis a la hora de editarla. Como apostando al desconcierto definitivo, Guebel, por su parte, dice que la película terminada “es muy distinta a como yo me la había imaginado: una película de Fassbinder con algunos toques de comedia italiana”.

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