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Domingo, 7 de septiembre de 2003

LAS 12 GRANDES REVOLUCIONES DE LA HISTORIA DE LA MúSICA CAPíTULO 8

París, 1931

Tiene nombre de milagro de ciencia ficción, y puede que la primera vez que se escuchó, hace ya más de 70 años, sonara insensata y brutal, irreconocible como una música del futuro. En Ionisation, la obra con la que dividió aguas en la música del siglo XX, Edgar Varèse prescinde de notas, escalas y melodías y consigue a fuerza de puro golpe que la música no se despliegue en el tiempo sino en el espacio, como un cuadro abstracto.

Por Diego Fischerman

En París, en 1913, Igor Stravinsky presenta un ballet llamado La consagración de la primavera, donde el ritmo –y la idea de montaje– es el principio constructivo. Otro compositor, Camille Saint-Säens, ya anciano, asiste al estreno, y al escuchar el comienzo pregunta qué instrumento es el que toca. La respuesta basta para que se retire ofendido: es un fagot, y lo que Stravinsky pide que toque está fuera de lo que se supone que se puede tocar bien. (De hecho, parece que lo han tocado mal.) ¿Qué es eso que busca Stravinsky, y que Saint Säens no puede entender? ¿Por qué hacer que algo suene mal cuando podría sonar bien, siempre que lo toque un corno inglés? ¿Es ignorancia, como piensa Saint-Säens? ¿O se trata más bien de un cambio de concepción, de una música nueva en la que las tensiones, el timbre en sí mismo y lo salvaje pueden –deben– constituirse en valor?
En la misma ciudad, dieciocho años más tarde, Edgar Varèse termina de componer Ionisation, la primera obra occidental y abstracta escrita sólo para instrumentos de percusión. (Rítmicas, del cubano Amadeo Roldán, es algo anterior, pero en este caso el ritmo aparece en relación con referencias folklóricas.) “Su tiempo terminó pero él comienza”, escribe Pierre Boulez en 1965, luego de la muerte de este autor nacido en 1883, formado inicialmente como matemático y que ya en 1920 había prefigurado lo que sería la música electroacústica. En Amériques, terminada en 1921, Varèse utilizaba una gran orquesta conformada por 20 maderas, 21 bronces, 2 arpas, 18 percusionistas y una inmensa masa de cuerdas, pero en ningún momento la empleaba a la manera del posromanticismo: los grupos orquestales funcionaban como bloques y rara vez se fusionaban entre sí; y sobre todo las alturas, que durante toda la tradición tonal (y también, a su manera, en el dodecafonismo) había sido fundamental en la construcción del discurso, en Varèse eran aspectos del timbre y del acento.
Discípulo en Francia de Vincent D’Indy, Albert Rousell y Charles Marie Widor, amigo en Berlín de Ferruccio Busoni, uno de los compositores y teóricos más influyentes de la época (más influyente, en realidad, como teórico que como compositor) y fundador en Estados Unidos de lo que terminaría convirtiéndose en el movimiento experimental que minaría las bases de la vanguardia europea, Varèse diseñó una nueva manera de pensar la música, radicalmente distinta de todo lo anterior, en que el color es el gran organizador de la forma, prescindiendo de lo temático e incluso del intervalo aislado o de la serie de notas entendidos como tema.
Si Schönberg y sus discípulos se independizaron de la tonalidad, Varèse, en Ionisation, se independiza incluso de las notas, es decir: de los sonidos temperados. Para el dodecafonismo seguían existiendo el do, el mi o el si bemol, aunque organizados de una forma distinta de la que fijaba la tradición tonal. Para Varèse había tan solo sonidos puros y abstractos (golpes en instrumentos de percusión) distribuidos en el espacio. Escrita para 37 instrumentos que incluyen varios tipos de platillos, gongs, batería, campanas, sirenas, castañuelas y cajas chinas de madera, la obra fue concebida para trece músicos, aunque en la actualidad alcanza con seis (los percusionistas actuales están mucho más familiarizados con esa clase de exigencia). Y, más allá de la importancia alcanzada por la percusión en la música del siglo XX (en Stravinsky, en Bartók, en latinoamericanos como Silvestre Revueltas y Alberto Ginastera), la jugada de Varèse es única. El material y su organización pertenecen a un universo totalmente nuevo para la historia musical. No hay notas, no hay escalas ni melodías porque, directamente, no hay instrumentos capaces de producirlas. En otras composiciones –Déserts, Intégrales, Densité 21,5, Poème éléctronique– Varèse siguió subvirtiendo las reglas de la organización del relato musical, hasta el punto de abolir el relato. Su música sucede en el espacio mucho más que en el tiempo. La sensación producida por su lenguaje es la de un estatismo cargado de tensión: una gran carga de energía, contenida a duras penas, que espera explotar.
La palabra “música” quiere decir muchas cosas. Tal vez demasiadas. A diferencia de “literatura” o “pintura”, no designa sólo formas artísticas, y, además, la distancia entre los modos que las distintas culturas tienen de entender el concepto suele ser inmensa. No es necesario, en ese sentido, enfrentarse con los cantos de los pigmeos: basta con hacer un pequeño periplo desde el Centro de Experimentación del Colón, por ejemplo, hasta el Fantástico del Once, para descubrir hasta qué punto no son dos posibles manifestaciones de un mismo objeto sino –lisa y llanamente– dos objetos diferentes que comparten una misma palabra para designarlos. Y entre las muchas cosas que esa palabra nombra está la obra de Varèse. Quizás él no haya creado una nueva música. Quizá lo suyo haya sido, simplemente, la fundación de un nuevo arte sonoro.

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