Dom 05.10.2003
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PáGINA 3

Rico Tipo George Plimpton (1927-2003)

Por Juan Forn

Muchos de ustedes lo habrán visto en alguna película, aunque no supieran quién era. Con su figura larguirucha y su mata de pelo blanco (o convenientemente camuflado por maquilladores y vestuaristas), puede vérselo fugazmente en Lawrence de Arabia, Reds, Nixon, Mentes que brillan, Good Will Hunting y en el formidable documental Cuando éramos reyes sobre aquella pelea de Alí contra Foreman en Zaire. George Plimpton no era actor, pero estuvo en tantas películas que ganaron Oscars (diez) que lo invitaban todo el tiempo a hacer nuevos cameos: se había convertido en una especie de económico talismán (nunca cobró más de lo que estipulaba el sindicato por un bolo) para el volátil ambiente del cine.
Los de memoria visual más avezada quizá lo recuerden por otra de sus apariciones: George Plimpton es el hombre que agarra del cuello a Sirhan ben Sirhan y lo despoja de su arma, instantes después de que éste haya disparado contra Bobbie Kennedy.
Menos probable aún es que alguien haya leído (en inglés, porque nunca se tradujeron) alguno de sus absurdos y deliciosos libros sobre béisbol, fútbol americano, hóckey sobre hielo, pesca, golf, box, yachting, ajedrez u ornitología.
En las múltiples necrológicas que aparecieron en la prensa norteamericana el pasado 26 de septiembre, se menciona como al pasar que, además, Plimpton había sido, durante cincuenta años seguidos, el editor de una revista literaria “de pequeña tirada e inesperada influencia” llamada The Paris Review. No es poco. Pero, si lo fuera, Plimpton hizo aun algo más para entrar al Parnaso de la literatura: inventó el género que hoy se conoce como “biografía coral”, esa clase de libros donde se suceden testimonios de distintas personas para conformar el retrato más polifacético imaginable del biografiado (su libro sobre Truman Capote es una buena muestra, pero mejor aún es aquel con el que inventó el género veinte años antes: Edie, en el cual perfecciona el método al no figurar como autor sino como mero “colaborador” –a propósito, Edie es la biografía de Edie Segdwick, una nena bien devenida modelo, devenida fetiche de Andy Warhol, devenida drogota, devenida evangelista, devenida causa perdida y cadáver prematuro, que afortunadamente sí fue traducida al castellano por el sello Circe, y los que se lo topen por ahí no duden un segundo, porque el libro es una joya).
La rara singularidad de Plimpton fue producto de su omnímoda curiosidad, que lo llevó a internarse tanto como pudo en cada una de las actividades de las que era fanático, para develar aquello que no se podía percibir siendo mero testigo: así, fue domador de leones durante una temporada en el Circo de los Cole Brothers (y conservó hasta el fin de sus días, en sus oficinas de The Paris Review, la silla mordisqueada con la que enfrentaba a las fieras), sparring de Archie Moore (quien le quebró la nariz en uno de aquellos entrenamientos), soportó una pretemporada entera como quarterback de los Detroit Lions (cuando ya tenía 36 años, y la compañía Lloyd’s, con la que estaba asegurado todo el equipo, se negó a incluirlo en la póliza), fue arquero de los Boston Bruins en hóckey sobre hielo (se quebró un dedo en un partido pero siguió atajando hasta el final), pitcher en uno de esos multitudinarios All-Stars Games de la Liga Nacional de Béisbol (y elegido por unanimidad el peor jugador del partido), percusionista de la Filarmónica de Nueva York de Leonard Bernstein durante una gira por Canadá (sin saber leer música), integrante durante varios meses de la troupe de golfistas profesionales del PGA Tour y perdedor ignominioso en duelos públicos contra Pancho González al tenis y contra Gari Kasparov al ajedrez. Lo que redimió a Plimpton de convertirse en un bufón al estilo de los pibes de Jackass fue su relato de cada una de estas experiencias en sus libros, donde radiografió el efecto mixto de la adrenalina y el pánico con la más precisa vividez, según reconocieron los profesionales de todas esas actividades. Si se lo piensa un poco, Plimpton hizo más o menos lo mismo en The Paris Review. Creada en 1953 en París por un grupo de jóvenes escritores yanquis aún inéditos (William Styron y Peter Mathiessen entre ellos), con el objetivo de oponerse al estilo hegemónico que la Era de la Crítica impuso en las revistas literarias de la época, The Paris Review será recordada no sólo por ser la que primero publicó textos de Jack Kerouac, Philip Roth, Donald Barthelme, y dio a conocer a los lectores de habla inglesa a Calvino, Grass, Neruda, Borges o García Márquez, sino especialmente por sus extensísimos y formidables reportajes a escritores hablando de su oficio. La idea fue de Plimpton (en el primer año de la revista entrevistó sucesivamente a E.M. Forster, Hemingway, Pound y Faulkner) y la ironía es que aquella premisa inicial “anti-crítica” (no opinar sobre una obra sino dejar que los propios autores la desmenuzaran) terminó convirtiéndose en un material crítico invalorable para iluminar los aspectos menos visibles y más centrales para un autor a la hora de escribir (la editorial Random House lleva editados trece volúmenes de esos reportajes –hay traducción: El Ateneo hizo, en los 90, una selección en cuatro tomos de los mejores).
The Paris Review fue siempre cuatrimestral, nunca logró siquiera acercarse en ventas a emprendimientos similares y posteriores como Granta, jamás dio ganancias (Plimpton inventaba todos los años delirantes fiestas con fuegos artificiales de su invención, para recaudar fondos) y tuvo sus oficinas en París hasta mediados de los ‘70 (en sendos subsuelos de Les Editions de la Table Ronde y Stock, luego en el cuarto trasero de una agencia de alquiler de autos y por fin en el edificio de Gallimard). Cuando el Aga Khan dejó de solventarla (había aceptado hacerlo cuando Plimpton le salvó la vida en una suelta de toros en Pamplona en 1954), su director trasladó la mínima redacción a los fondos de su departamento frente al East River en Nueva York.
Las bizarras aventuras de Plimpton ocultaban a un trabajador incansable (sus asistentes en la revista dicen que leía cerca de veinte mil manuscritos al año, y a la decena de libros que escribió hay que sumarle más de cincuenta antologías sobre los temas más diversos, que no sólo editó sino también prologó). Quizá porque siempre pareció pasarla bomba, hasta fines del año pasado su fecunda labor sólo había merecido una única mención honorífica (e incluso ésta era una humorada: Comisionado Ad Honorem de Fuegos de Artificio de la Ciudad de NY). Pero la cercanía del aniversario número cincuenta de The Paris Review (que se celebrará en los primeros días de octubre) le generó una catarata de premios: desde el Chevallier des Arts et Lettres del gobierno francés hasta su ingreso en la Academia de Letras norteamericana. En las últimas semanas, Plimpton se quejaba, según sus amigos, de que tantos honores le impedían dedicarse como quería a los preparativos de la fiesta de Paris Review, en la cual planeaba hacer la primera exhibición de fuegos artificiales... en un ambiente cerrado. La tarjeta de invitación informaba a cada participante que era de rigor presentarse con matafuego. Esa clase de rico tipo fue George Plimpton.

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