PLáSTICA
Bobby vuelve a casa
Una bella muestra antológica en la Galería Ruth Benzacar rinde homenaje a la obra (y la vida) de Roberto Aizenberg, el hombre que –codo a codo con Xul Solar y Battle Planas, que fuera su maestro– reinventó el paradigma surrealista a fuerza de rigor, un clasicismo obstinado y una convicción estética ajena a todos los imperativos de la moda.
POR MARÍA GAINZA
Bobby terminó de sacar punta a sus lápices y los ordenó de menor a mayor en el borde del pupitre. Acomodó la regla y el compás en la cartuchera, y miró hacia la profesora de Química, que terminaba de diseñar una estructura atómica. Pero sus ojos vieron más allá, mucho más allá de los satélites de tiza en el pizarrón: atravesaron las gruesas paredes del aula del Colegio Nacional de Buenos Aires, se filtraron entre los edificios de Plaza de Mayo y llegaron al río. Recién entonces Bobby empezó a trazar, nítido, el dibujito de una mano saliendo del agua. “Era algo doloroso, como si fuera que de mí creciera una fuerza ingobernable. Una cosa muy rara, de la que no registraba antecedentes”, recordaría más tarde Roberto “Bobby” Aizenberg, puesto a reconstruir sus comienzos en la pintura. Esa concepción del artista como instrumento de revelación, como aparato que recibe y transmite información, marcaría para siempre su obra. En estos días, la galería Ruth Benzacar expone una sugestiva selección de la obra de uno de los tres pintores filo-surrealistas más importantes que haya tenido la Argentina (incluyendo en la tríada a Batlle Planas y a Xul Solar). Pero si conviene entrecomillar “surrealismo”, es porque desde el vamos el movimiento llegó a nuestras orillas pasado por agua, tomado con pinzas por estos artistas que, más que nada, rescataron su espíritu. Así lo entendía Aizenberg: “Ser surrealista significa sentir –de un modo tremendo– el impacto de la existencia, desarrollar virtudes de visionario y perseguir a través de una paciente labor artesanal una constante indagación del conocimiento humano”. Su obra, sin embargo, carga con una sensación de contenida terribilità que refiere al orden de lo ominoso y contagia la sensación inminente de que las cosas más cotidianas nos asaltarán, de golpe, como fantasmas.
No importa el rótulo que se le ponga (afilando el lápiz, Aldo Pellegrini la describió como “geometría metafísica”), la obra de Aizenberg siempre termina por escaparse. No bien creemos reconocer las sombras alargadas y los maniquíes que lo emparientan con De Chirico, se nos aparecen los biomorfismos de Dalí o los arlequines de Max Ernst. Porque Aizenberg es un caso particular, como dictaminó lúcidamente Marcelo Pacheco en la retrospectiva del 2001 en el Centro Cultural Recoleta. Indiferente a las modas, Aizenberg comenzó a pintar a comienzos de los años cincuenta, al tiempo que el informalismo irrumpía en la escena internacional con la fuerza de una pelota de squash que impacta contra un lienzo. En esa “política del gesto”, el arte se volvió materia en estado bravío. En su inmaculado taller, lejos de todo enchastre informalista, Aizenberg abordaba su trabajo como un pintor clásico: “Soy una máquina de tiempo que desconoce el pasado, el presente y el futuro, porque no quiero permanecer encerrado en ninguna de esas cajas”.
Él seguía en lo suyo, con sus pincelitos de pelo de marta numerados del 1 al 20 y una técnica rigurosa que le permitió crear un mundo bajo el choque de dos espadas. Utilizaba el método del automatismo psíquico aprendido de su maestro Batlle Planas en una primera etapa del trabajo, cosa de hacer aparecer la imagen interna sin la intervención reguladora de la razón. Así, el pintor se volvía el “receptor del máximo de información con el mínimo de interferencia”. Más tarde, las creaciones automáticas sufrían un proceso de selección, que depuraba la imagen hasta llegar al hueso: “Una labor estricta, hasta diría cruel”.
Retomando el interés del artista por ciertos arquetipos universales, la muestra se proyecta como el retrato de tres obsesiones: las figuras geométricas de planos puros de color y negros plenos –que incluyen uno de sus “flotantes”, esos polígonos que se despegan del suelo, levitan y recuerdan, en su atmósfera cósmica, al tótem volador de 2001 Odisea en el espacio–; las figuras biomórficas cuyas combinaciones de colores rayan lo kitsch y las múltiples torres, de volúmenes prismáticos superpuestos –a veces lisos, a veces en hileras, pero siempre con tremendas sombras–, quenacieron disparadas por la Babel del Génesis y en sus innumerables versiones terminaron sugiriendo una puerta, un monumento, un templo, el edificio Kavanagh o hasta una cafetera italiana.
Aizenberg es el Piero della Francesca de la pintura moderna. No hay con qué darle. Su interés por la geometría, la composición simétrica, la calculada perfección, la reducción de las formas a lo esencial, los contornos precisos, las arquitecturas, la graciosa solemnidad de las figuras y, por sobre todo, un estado de apasionada concentración, son factores que lo ligan a través de los siglos con el pintor de Borgo San Sepulcro.
No sorprende, en un pintor tan preciso, esa hiperproducción de bocetos que florecen por todas partes, en los márgenes de los diarios, detrás de las invitaciones de las galerías de su época, en papeles comunes. Ahí están sus búsquedas, sus dibujitos. Muchos quedaron en el camino, víctimas del filtro de una precisión embarcada “en una búsqueda constante entre lo que veo interiormente y lo que está afuera”. Y también porque al rigor sumaba el uso de un óleo diluido en aceite que secaba lento, lentísimo, que sólo le permitía terminar cinco o seis cuadros por año pero que, en compensación, le permitía un acabado impecable.
Y también está la cuestión del tiempo. Hay en la muestra una obra que sobresale: un edificio color café con leche fría, sin puertas, con cuatro hileras horizontales de ventanitas negras perfectamente iguales y un horizonte bajo, como siempre en Aizenberg, que de tan bajo ni siquiera se ve porque el edificio lo cubre todo y porque atrás se levanta un cielo uva vieja que se ennegrece hacia lo alto. Es una imagen de un tremendo poder de resonancia.
En “La máquina que detenía el tiempo”, Dino Buzzati relata la creación de Diacosia, una ciudad rodeada por un campo electrostático donde el tiempo transcurre más despacio y los hombres envejecen con el doble de lentitud que el resto de los mortales. Por el shock de aceleración que supone para el organismo el contacto con el afuera, los habitantes se ven obligados a permanecer encerrados en esa selva de edificios inmensos. Las atmósferas de Aizenberg recuerdan a Diacosia cuando dan esa sensación de prisión perpetua dentro de un edificio tétrico y torvo, signo de cárcel, de cuartel, de hospital o de fortaleza, con un tiempo más vertical que horizontal –diría Bachelard– que no sigue el compás común sino que se encuentra suspendido o, por lo menos, ralentado. Y no tiene puertas para salir.
El montaje de la muestra recuerda el de los salones parisinos del siglo XIX. Su aire anticuado promueve un diseño expositivo en sintonía con esa obra de “deliberado anacronismo”, como la califica Nicolás Guagnini en el texto del catálogo. Después de ver tanta pared blanca en las galerías porteñas (una insistencia que se vuelve receta), el hecho, aquí, de que las obras no tengan miedo a acercarse, a susurrarse, a mecharse con otras de Batlle Planas, repasando lealtades y desvíos, es alentador. Que Aizenberg fue un “caso estudiado” lo atestigua el pequeño living armado en un rincón de la galería con obras de Siquier, Avello, Ballesteros, Polesello, artistas que en algún momento se detuvieron en la obra de Aizenberg para absorberla y devolverla en otras imágenes y nuevas. Esta historia afectiva que la galería presenta es su homenaje al maestro: es un “Bobby vuelve a casa”.
Hay tres incendios memorables en la historia del siglo XX. Uno aparece en el final de El país de nieve de Kawabata; otro es la historia real –que luego Mishima recreó en El pabellón de oro– ocurrida en Kyoto a finales de la Segunda Guerra Mundial, cuando un joven aprendiz de monje quemó uno de los patrimonios culturales más importantes de Japón. El tercero lo pintó Aizenberg. No está en la muestra –el cuadro es propiedad de uno de sus más importantes coleccionistas– y acaso por eso sea inevitable recordarlo. Es Incendio en el Colegio Jasidista de Minsk en 1713, una pintura de apenas 20 x 13 cm en la que arde un colegio de Bielorrusia, y el humo viscoso que escapa por las ventanas y el techo vaticina un incendio que ocurrirá 50 años después, y del que Aizenberg no estaba al tanto. (Había elegido 1713 en homenaje a Breton, cuyas iniciales, dispuestas de un cierto modo, forman esa cifra.) En todos esos casos, el fuego surge como elemento destructivo y, a la vez, purificador. Esta ambivalencia –esta simultaneidad de opuestos– muestra que los instantes poéticos, no importa dónde aparezcan, siempre abren una perspectiva metafísica.
Aizenberg nació en 1928 en Villa Federal, la colonia de emigrados rusos de Entre Ríos. Incursionó en la carrera de arquitectura durante un año y pasó fugazmente por el taller de Antonio Berni, pero pronto se aburrió del dibujo académico. La “tierra prometida” la encontró, por fin, de la mano de Battle Planas. Con el espaldarazo de Aldo Pellegrini y de Jorge Romero Brest presentó su primera retrospectiva en el Di Tella, en 1969. En 1977 se radicó en París, luego pasó un tiempo en Milán y volvió a Buenos Aires en 1984. Murió en 1996, a los 68 años.
Tres de sus hijos “adoptivos” desaparecieron durante la última dictadura militar. Tratándose de alguien que entendía sus imágenes como la materialización de una comunicación misteriosa con el universo, y se veía a sí mismo como una antena capaz de captar lo desconocido, cabe la posibilidad de que ese primer boceto de una mano emergiendo del agua, nacido entre las paredes del mismo Colegio Nacional de Buenos Aires que años después conocería el terror, fuera una premonición de su propio destino.
Roberto Aizenberg en la Galería Ruth
Benzacar, Florida 1000. De lunes a viernes de 11.30 a 20 y sábados de 10.30 a 13.30.
Hasta el 15 de noviembre.
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