Domingo, 23 de noviembre de 2014 | Hoy
PERSONAJES En una visita secreta, el curador Hans Ulrich Obrist, director de la galería Serpentine de Londres y buena parte del destino del arte actual, vino por primera vez a la Argentina. A los 23 años realizó una muestra en la cocina de su casa, publicó un libro sobre la historia de la curaduría y una serie de más de 30 publicaciones con entrevistas a artistas. Alimenta una cuenta en Instagram, hace maratones temáticas y el año pasado organizó, junto a la revista DIS de Nueva York, un concurso para premiar a los artistas “más jóvenes que Rihanna”. En Buenos Aires, Obrist –actual curador del Pabellón Suizo de la Bienal de Venecia– pasó por unas pocas y exclusivas colecciones, por el Centro de Investigaciones Artísticas y por talleres de artistas. Como un tornado, dejó el ambiente más revuelto que calmo.
Por Syd Krochmalny y Marina Mariasch
Durante su breve estancia en Buenos Aires, Hans Ulrich Obrist, el suizo que decide el futuro del arte, paró en un hotel de lujo y se trasladó en una van con un séquito y anteojos oscuros. Casi una estrella de rock. Si en los ’90 la figura del curador ocupó un lugar central, hoy estamos en una época en que la curaduría confunde sus límites con la propia producción artística y el mote de curador se aplica hasta el vapuleo.
Obrist empezó su carrera a los 23 con una muestra de arte en la cocina de su casa. Dos años después había fundado un museo, el Robert Walser, la vitrina del restaurante donde el escritor solía ir a beber, y poco más tarde era curador de la primera edición de Manifesta, bienal europea de arte contemporáneo. El año pasado, junto a Simon Castets, un joven de 30 años, creó 89plus, una plataforma de artistas nacidos después de la caída del bloque soviético y en la era de la Internet.
Con un criterio signado por la ambición, Obrist multiplica los ceros en el valor de obras ignotas o controvertidas. Atraviesa las nuevas olas buscando presas frescas. Cuando les contó a sus padres que se quería dedicar a la curaduría, ellos pensaron que iba a ser médico. Hoy las carreras para ser curador están en todos lados, desde la prestigiosa Bard College de la que los estudiantes vuelven a sus países de origen como celebridades, hasta las nuevas escuelas en la Argentina. Como curador, Obrist es un adicto. No tiene tiempo para comer ni para dormir. En 1991, con la cocina vacía, invitó a artistas a exhibir en la heladera, en la pileta de lavar. La muestra duró tres meses y, aunque sólo fue vista por 29 espectadores, hoy constituye un mito. “En la cocina tengo los libros, la uso como una especie de archivo. Cuando hice la muestra, la liberé y los artistas tuvieron la posibilidad de trabajar en el espacio –explica–. Nunca la usé para cocinar, siempre voy a restaurantes. Como dice César Aira, el mejor lugar para escribir es el café, con una mezcla de concentración y distracción. Eso es algo que no puedo tener en casa.”
“Para tener un museo en una casa el curador debe ser una persona que pueda entablar una conversación. En las casas hay conversaciones, es un espacio destinado fuertemente a eso”, dice poniendo el foco en lo que parece interesarle más que nada. De algún modo, Obrist retoma una antigua tradición que puede remontarse a los banquetes de Platón, y también un poco más cerca en la historia y a la geografía de su galería Serpentine, a la casa del arquitecto neoclásico Sir John Soane en Londres, que en el siglo XIX fue museo y espacio para conversar. La cocina también puede pensarse como el lugar donde se preparan los condimentos de la política. Los banquetes fueron espacios de conspiraciones burguesas contra la monarquía. “La escala íntima del espacio produce un mayor compromiso y un tipo de arte determinados”, sentencia.
Puede que Obrist no esté pensando en un tipo de compromiso político, ni siquiera humano. Quizás esté hablando del compromiso frente a la obra de arte, o el mundo del arte en general. Con el arte, él no sólo está comprometido; está casado. En su último proyecto, polémico y famoso, se unió a los editores de la revista DIS de Nueva York, marcadora de tendencias, para seleccionar a los artistas de la nueva generación. El requisito para presentarse era ser más jóvenes que Rihanna. Considerando la preferencia del curador por el talento masculino, diríamos que se trató más bien de artistas a la Justin Bieber. “El año pasado Simon Castets, un joven curador francés, me invitó a participar en el proyecto 89plus, con artistas que hayan nacido después de 1989, es decir, una generación que nació con la caída del Muro y con Internet como parte cotidiana de sus vidas. Es una investigación sobre una generación: artistas, académicos, arquitectos, diseñadores.” La reflexión que hace Obrist sobre la generación emergente es que “puede verse en ellos una libertad de navegar y de asumir múltiples identidades. Es algo muy diferente de lo que pasaba en generaciones anteriores, donde tenías que decidir si eras artista o curador. Ahora las generaciones pueden ir de una identidad a otra sin ningún problema incluso usando las mismas herramientas”.
Una de las ideas detrás de 89plus fue poder observar los efectos de Internet y su uso cotidiano en las esferas del arte. Aunque no haya nacido con él, Obrist es un navegador profuso. Primero en Facebook y luego en Instagram, se dedicó a armar colecciones virtuales. “Una mañana, mientras desayunaba con el artista Ryan Trecartin (el futuro Jeff Koons) y el curador Kevin McGarry en Los Angeles, bajamos la aplicación de Instagram, y obtuve miles de seguidores. No imaginé tener tanta repercusión subiendo imágenes.” Aunque es el reino de las selfies, incluso en Instagram Obrist privilegia la palabra. Su perfil muestra una serie de papeles autoadhesivos con frases escritas a mano.
Obrist maneja un concepto bastante singular de la intimidad, que a simple vista no parece encontrar lugar en una vida tan vertiginosa, plagada de aeropuertos y lobbies de hotel. Habla de establecer puentes entre las distintas disciplinas, entre el museo y la casa, entre arte y vida. “En un museo-casa se condensa esa relación entre arte y vida de la que habla Adorno. En un gran museo también puede establecerse la relación entre arte y vida, aunque obviamente de otra manera.” El intercambio, la conversación, es un eje clave en la concepción de Obrist. Tiene grabadas más de dos mil horas de entrevistas a artistas, arquitectos, cineastas, científicos, filósofos y músicos. Desde 1996 las publica en la revista Artforum y muchas forman parte de libros como Breve historia de la curaduría. También publicó 30 libros de la serie Conversaciones con los artistas contemporáneos más relevantes, como Matthew Barney, Gilbert and George, John Baldessari, Yoko Ono o Jeff Koons. Estas entrevistas de alguna manera reflejan un interés en ver qué hay detrás de la obra más que en la obra misma. “En el terreno del arte no estamos hablando de cosas sino de personas, de lo que pasa entre la gente.”
Pero hay diálogos que exceden a los de las personas. Obrist explica: “Estudié curaduría, traté de organizar mis propias exhibiciones en contextos inesperados, en contextos no usuales.” Mientras su lapicera dibuja incansable sobre una servilleta del bar del hotel Alvear, repasa las diferencias entre los rituales estéticos primitivos y modernos. “Me parece interesante la diferencia entre la experiencia del arte en un museo o galería y el ritual de las máscaras de Papua Nueva Guinea, o los de Bali, donde el sentido del olfato y el tacto son partes muy importantes. Son rituales holísticos. Todos los sentidos toman parte en la experiencia. En cambio el ritual de la exhibición es todo lo contrario. Según Mead, el efecto de la mirada es lo que provoca la separación entre las personas y el objeto del ritual. Yo creo que en la posibilidad de crear un espacio y relaciones. Me interesan las exhibiciones porque son el ritual de la democracia liberal: el espectador tiene la libertad de elegir cuándo entra y cuándo se va.”
Para Obrist no sólo hay que curar el espacio. También hay que pensar en el tiempo. “Trato de conectar las prácticas de la literatura, la música, la arquitectura, la ciencia, para comprender las relaciones de fuerzas y lo que sucede en este momento histórico. Eso es de lo que se trata la serie de Maratones. En la década del sesenta se abrió un espacio de experimentación para el cruce de distintas disciplinas y ahora, en A stroll through a fun palace, en la Bienal de Venecia, presentó un laboratorio donde la idea de la arquitectura gira alrededor de las personas, el espacio y la performance, así como los análisis interdisciplinarios para discutir las intervenciones del hombre en la geografía, los aspectos visibles e invisibles de las ciudades, paisajes, los procesos políticos y las relaciones sociales, y sus efectos en el largo plazo.”
La identidad anfibia entre curador y artista que percibe Obrist en las nuevas generaciones de alguna manera pone en crisis la tarea específica del comisario de arte. “Dos décadas más tarde de que empezara mi carrera, la curaduría está en todas partes, y en mi último libro trato de hablar de eso: de la omnipresencia de la curaduría. El teórico y activista Mike Davis dijo que Obama era el curador del legado de Bush. En la última semana, el diario habla de la curaduría como una actividad genérica que aparece en distintas áreas de la sociedad.” Obrist compara la expansión de la noción de la curaduría que estamos viviendo ahora con la expansión del arte en la década del ’60, muchos artistas, y algunos curadores contribuyeron a esa expansión. “Del mismo modo que un artista argentino a quien acabo de visitar, Roberto Jacoby, desde la década del ’60 expande la noción de arte a través de los medios de comunicación y la sociología. Si los artistas han expandido el arte, la curaduría también se debe expandir, porque los curadores siempre han seguido a los artistas. El arte marca la agenda. Es algo necesario y esperable que la curaduría se haya expandido. Es posible buscar un nuevo formato a lo que estamos haciendo, quizá tendremos que buscar un nuevo verbo.”
Todavía no parece haber encontrado una nueva manera de llamar a su oficio. En marzo de este año publicó el libro Ways of Curating (Modos de curar, aún sin traducción), donde despliega una mezcla de autobiografía, ensayo e historia de la curaduría. “Es un libro híbrido. Está atravesado por esta idea de que se pueden conjugar elementos heterogéneos para pensar el presente y el futuro de algunas ideas. De 1991 a 2000 fui totalmente nómade. Moverme era parte del aprendizaje.” Ahora, la curaduría es un todo terreno y, como la palabra performance, parece haber perdido su sentido. “Muy poca gente sabe acerca de genealogía de la palabra curaduría. Es lo que intenté contar en mi libro Breve historia de la curaduría. La curaduría no se puede mostrar en un museo, no son objetos. Las exhibiciones son difíciles de coleccionar, tienen una vida corta. Decidí escribir ese libro, y observar cómo también en el pasado hubo interesantes proyectos curatoriales.”
Obrist colabora a la amalgama entre curador y artista: “Me interesan los artistas que crean museos, como Marcel Broodthaers. En este sentido el museo es lo que yo soy, hacia dónde voy, como la valija de Marcel Duchamp. Hice museos en diferentes contextos, en una balsa, en un avión. Y después, cuando llegó el iPhone, pensé en la idea del Museo Nano. El marco de la pantalla del teléfono es mi escritorio. Y ahí dije: esto es también mi museo transportable, primero en Facebook y después con Instagram, pensé en seguir desarrollando la idea de un museo transportable. Creo que los artistas, si no pueden cambiar el mundo, al menos pueden cambiar el modo de ver el arte.”
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