Dom 09.11.2003
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TEATRO

Las hermanas sean unidas

El 3 de febrero de 1933, Christine y Léa Papin asesinaron a sus patronas, las amables señoras Lancelin, con un sangriento arsenal que incluyó cuchillos, un martillo y una jarra de estaño. Signado por la falta de motivos y la sospecha de incesto o de rencor social, el crimen de las Papin fascinó a los surrealistas, inspiró a Lacan y quedó inmortalizado en la pieza teatral Las criadas de Jean Genet. En ese linaje psicogore se inscribe El doble crimen de las hermanas Papin, un work in progress dirigido por Cristina Banegas que exhuma los testimonios de las protagonistas del caso para recrear uno de los hechos de sangre más perturbadores del siglo.

Por Carlos Gamerro

“Cuando la señora regresó, le informé que la plancha estaba descompuesta de nuevo y que no había podido planchar. Cuando se lo dije, ella quiso lanzarse sobre mí; en ese momento estábamos mi hermana y yo y mis dos patronas en el descanso del primer piso. Al ver que la señora Lancelin iba a lanzarse sobre mí, le salté a la cara y le arranqué los ojos con mis dedos. Cuando digo que salté sobre la señora Lancelin me equivoco, salté sobre la señorita Lancelin Geneviève y es a esta última a quien le arranqué los ojos. En ese momento, mi hermana Léa saltó sobre la señora Lancelin y le arrancó igualmente los ojos.”
La declaración pertenece a Christine Papin y fue realizada el mismo día –el 3 de febrero de 1933– en que asesinó, junto con su hermana Léa, a sus patronas, las señoras Lancelin, en el 6 de la calle Bruyère, del distinguido barrio de la ciudad de Le Mans, donde ambas trabajaban de sirvientas. El caso electrizó a Francia: el salvajismo con que las víctimas fueron golpeadas y cortajeadas con cuchillos, un martillo y una jarra de estaño (“nos cambiamos varias veces los instrumentos la una con la otra”), lo aparentemente inmotivado del crimen (“No señor, no tenía nada contra ellas; yo no era infeliz y no tenía ninguna queja contra esas señoras”), las conjeturas sobre la ambigua relación que unía a las dos hermanas, que iban desde la sospecha de una relación incestuosa a la comprobación del dominio ejercido por la mayor, Christine, sobre Léa, la menor.
Casi de inmediato, distintos discursos trataron de apropiarse de un hecho real que parecía repetir algunas creaciones de la ficción (las descripciones de la escena del crimen, por ejemplo, parecen calcadas de “Los crímenes de la calle Morgue” de E. A. Poe). Los surrealistas, entre ellos Paul Eluard, Man Ray y Benjamin Péret, acusaron la fascinación de una iconografía que parecía hecha a medida de su imaginación grupal. A modo de botón de muestra: “El hallazgo más lamentable de los investigadores es un ojo que se encontraba en el antepenúltimo peldaño de la escalera”. Jacques Lacan publicó en diciembre de 1933, a diez meses de los hechos y a sólo dos del proceso, su artículo “Motivos del crimen paranoico: el crimen de las hermanas Papin” en el número 3 de la revista surrealista Le Minotaure, contigüidad inicial que abonaría la tesis de que los escritos de Lacan serían textos surrealistas tomados por error como textos psicoanalíticos por una larga sucesión de ingenuos. De hecho, tres de ellos –Jean Allouch, Erik Porge y Mayette Viltard– publicarían en 1984 El doble crimen de las hermanas Papin, que además de desarrollar la lectura lacaniana del episodio reúne un impresionante corpus de testimonios extraídos de la prensa, los interrogatorios preliminares, las actas del juicio y las cartas escritas por Clémence Papin, la madre de ambas. También Sartre y Simone de Beauvoir se ocuparon de las hermanas asesinas. Pero sin duda la apropiación literaria más resonante ha sido la de Jean Genet en su pieza teatral Las criadas, estrenada en 1946.
La lectura psicoanalítica del crimen busca el culpable allí donde la ciencia del diván dice que va a estar: en la madre de las hermanas Papin, cuyo delirio paranoico habría sido absorbido por la mayor, Christine, que luego habría reproducido la relación actuando como madre de la menor, Léa. Genet se hace cargo de este desdoblamiento pero le agrega una dimensión social o quizás genérica: las Papin no son un caso único, aberrante, sino que llevan a cabo, más bien, el sueño consciente o inconsciente de toda sirvienta: vengarse de la señora, con más razón si la señora “es buena” y estorba el odio sin culpa. Claro que en Genet estamos lejos de una lectura puramente social: el sirviente mata al amo porque secretamente lo desea; desear al amo es desear ser el amo, y no hay otra manera de ser el amo que no sea despreciar a un sirviente, es decir: despreciándose a sí mismo. En la obra, cada vez que la señora está ausente, la hermana mayor (Claire) se disfraza con sus vestidos y mandonea y humilla a la hermana menor, Solange, que hace de criada... Pero no de ella misma sino de su hermana Claire; es decir: Claire humilla a Claire... El asesinato soñado no serealizará con cuchillos y martillos sino con una taza de té envenenado, en un ritual cotidiano que sólo pasa al acto cuando Claire, sabiéndose descubierta, haciendo de la señora se toma el té envenenado que le sirve su hermana que hace de Claire...
El triunfo de Genet se debe en parte a que inscribe el acto de las hermanas Papin en el género que más le conviene: ni la psiquiatría ni el psicoanálisis, que obnubilan la dimensión genérica; ni el policial, que se encuentra con lo contrario de lo que suele tratar (un crimen resuelto pero sin motivo); ni la lectura en clave social (el exceso de las hermanas Papin desborda cualquier intento de entenderlo en términos de justicia social o venganza del oprimido, espantando hasta a los anarquistas, socialistas y comunistas más pintados). El género en el que Genet enmarca el hecho de sangre es el teatro; sea por la teatralidad del crimen mismo, sea por el desdoblamiento de roles y los juegos de máscaras; sea porque la relación de amos y esclavos o sirvientes recorre la tradición teatral desde la comedia griega y romana, pasa por la Commedia dell’Arte y el drama isabelino y llega hasta el teatro y el cine modernos (por dar algunos ejemplos, Trescientos millones de Arlt, El sirviente de Joseph Losey, La ceremonia de Claude Chabrol).
Los testimonios del crimen son el punto de partida de la obra El doble crimen de las hermanas Papin, una creación colectiva surgida de los talleres de actuación de Cristina Banegas que, bajo su dirección, acaba de estrenarse en El excéntrico de la 18. Estos testimonios dan cuenta de numerosas síntesis y desdoblamientos: las hermanas van variando sus versiones con el paso del tiempo, y aunque se las mantuvo separadas las variaciones eran las mismas, como si pudieran leerse la mente. “Uno cree estar leyendo doble”, fue el comentario de uno de los doctores. En El doble crimen esta multiplicación se desboca: las escenas se suceden en tableaux vivants donde a veces dos, otras tres hermanas relatan una y otra vez, ya fuera del tiempo, el crimen que nunca sucede y por lo tanto nunca deja de suceder: como si en lugar del acto (que no se representa) asistiéramos a una interminable serie de ensayos en los que las hermanas se hacen de distintas maneras lo que querrían hacerles a las patronas; o quizá (lo que tal vez sea lo mismo) la obra esté transcurriendo a posteriori en la mente de alguna de las dos hermanas (cualquiera de ellas, lo mismo da), mezclando, con esa libertad que la realidad se toma en la conciencia, el recuerdo de lo sucedido con el recuerdo de lo no sucedido y de lo que pudo o nunca pudo suceder...
En la última de estas estampas, una piletita de plástico se convierte en pileta de lavar ropa (en la que las hermanas se friegan con el salvajismo normalmente reservado a los vestidos de los señores), bote que abordar para huir hacia la salvación (a la Isla del Diablo, nada menos) y útero-vagina de la que asoman dos hermanas siamesas que no se deciden a salir. Por fin las hermanas Papin aparecen todas juntas en la escena final, y aunque el espectador alarmado pueda contarlas y reducirlas a doce, la sensación que queda es que la serie no tiene ni principio ni fin... El doble crimen de las hermanas Papin es un work in progress, una obra no terminada que, como los testimonios de sus inspiradoras, busca una imposible forma definitiva en continuo proceso de cambio y transformación. Es de esperar que cierto efectismo escénico disminuya a medida que la intensidad aumente, y que las babas y regurgitaciones sean reabsorbidas en la actuación.
Condenada a muerte, Christine Papin poco a poco dejó de moverse, de hablar, de comer y finalmente, el 18 de mayo de 1937, de respirar. Su certificado de defunción da como causa de muerte la “caquexia vesánica”, que además de describir un deslizamiento hacia la esquizofrenia evoca el nombre de una epidemia de Marte, adecuada, entonces, a la naturaleza de quien la sufrió. Léa, que fue liberada tras diez años de prisión, se reunió en Nantes con su madre y murió en 1982, pero la vida de ambas y ese acto que ningún discurso puede terminar de absorber seguiránescribiéndose. Porque, como dice Christine en una frase que la obra elige a modo de epígrafe: “Mi crimen es lo bastante grande para que yo diga lo que es”.

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