Domingo, 14 de junio de 2015 | Hoy
Una galería del espanto, una demostración del sadismo sin límites, una mirada al abismo. Eso es Los malos (UDP), el libro de catorce perfiles de criminales latinoamericanos que reúne a todas las variantes del mal en el continente en diferentes contextos políticos y diferentes momentos históricos: desde integrantes de la pandilla Mara Salvatrucha hasta miembros de la DINA, pasando por capos de la trata, sicarios del narcotráfico colombiano, especialistas en disolver cuerpos para sus jefes narcos, caníbales brasileños, líderes de prisiones brutales, torturadores argentinos y asesinos de lesa humanidad. La idea, que recorre los perfiles escritos por periodistas e investigadores –desde Marcela Turati hasta Juan Cristóbal Peña y algunos locales como Rodolfo Palacios y Javier Sinay–, no es retratar a monstruos, sino a hombres y mujeres que dibujan un mapa oscuro e inverso de América latina. Y también que se escuchen, en entrevistas, las voces de sus víctimas, muchas veces silenciadas por el tenebroso atractivo del exceso y el Mal.
Por Angel Berlanga
Cada tanto aparece alguna página tremenda, difícil de soportar. El hallazgo de parte de los restos de la tarea de Santiago Meza López, El Pozolero, que descuartizó los cadáveres de unas 300 personas, víctimas del cartel de Tijuana, y después los disolvió con soda cáustica: luego de años de incertidumbre los familiares de los desaparecidos dieron con una pista, rastrearon casi a ciegas durante dos años más y por fin encontraron la fosa con lo que quedaba de los cuerpos, “una masa gelatinosa mezclada con una sustancia amarilla en la que iban revueltos dientes, pedazos de hueso, brackets, anillos y tornillos quirúrgicos, y que despedía un olor insoportable”. O los relatos de algunas de las detenidas durante la dictadura de Pinochet sometidas a las perversiones de Ingrid Olderock, creadora de la rama femenina de la DINA, una admiradora del nazismo que adiestraba perros para que violaran presas políticas en el cuartel clandestino La Venda Sexy: también hubo hombres violados así, allí, pero apenas lo acredita un único testimonio. O el regocijo al matar de Félix Huachaca Tincopa, secuestrado en 1987 (cuando tenía 16 años) por Sendero Luminoso, la organización terrorista peruana a la que se incorporó y en la que se hizo famoso por su saña, porque entre otras cosas llevaba niños a los operativos para que remataran a los heridos, o aleccionaba para fabricar explosivos con clavos oxidados y mierda humana, para que las infecciones de las heridas fueran más letales.
Estos materiales son parte de los catorce perfiles que componen Los malos, el perturbador volumen conformado y editado por Leila Guerriero que, tras su publicación inicial en Chile, ahora se distribuye en la Argentina. Escritos por investigadores y cronistas de varios países, cada uno de estos textos ronda unas cuarenta páginas en las que, en algún momento, se desemboca en alguna forma del terror, en el relato de la ejecución irreversible del daño, en las mentes y los cuerpos aniquilados o marcados para siempre. Eso fue, de hecho, una de las condiciones para formar parte de esta galería con foco en hombres y mujeres de Latinoamérica que sistematizaron variantes del espanto, personas que en algún punto de sus vidas desembocaron por causas diversas en su primer crimen y luego perseveraron hasta que cambiaron los contextos históricos que posibilitaban sus aberraciones o hasta que los detuvo la Justicia. También hay en este libro una intención de abarcar diversos modus operandi, épocas en las que se cometieron los crímenes y geografías, y así aparece por ejemplo la historia de El Niño, un pandillero de la Mara Salvatrucha de El Salvador, autor de decenas de asesinatos, escrita por Oscar Martinez, periodista de El Faro; o el perfil del “Mamo” Contreras, capo de inteligencia de Pinochet e ideólogo y ejecutor de crímenes de lesa humanidad, hoy octogenario y preso en Punta Peuco, donde lo entrevistó el periodista Juan Cristóbal Peña; o, por citar un tercer texto, el que escribió la periodista Josefina Licitra sobre Rubén Ale, La Chancha, entreverado en acusaciones por trata de mujeres, sobre quien habla su ex mujer, su hija, sus amigos.
Pero claro, la cosa no es tan lineal: en los perfiles de Los Malos también hay sitio para la sensibilidad, la generosidad, la admiración o el cariño genuino. “La idea del libro es contar a esta gente desde lo humano –dice Leila Guerriero–. Porque una persona puede ser a la vez un hijo de puta y un abuelo buenísimo. Y al lector vos tenés que mostrarle las dos cosas: cada una de las soluciones narrativas que se encontraron en este libro apuntan en buena parte a eso. Cuando Juan Cristóbal Peña, por ejemplo, llega al final de su perfil sobre el ‘Mamo’ Contreras, un ser completamente siniestro, un tipo que fue la bestia negra de Pinochet, comparte un poco con el lector su desorientación al ver a un tipo en plena decadencia, postrado, hablando delirantemente de ovnis. Pero no es cualquier viejito: es ése viejito.” Junto a Peña llegan en visita al penal, justamente, las nietas de Contreras, tan cariñosas con él como puede serlo con su madre el hijo de Mirta Graciela Antón, la torturadora de La Perla, el principal centro clandestino de detención en Córdoba durante la dictadura, perfilada para el libro por el periodista Rodolfo Palacios, que en un alto del juicio que se le sigue por secuestros, asesinatos y torturas, fue testigo de este diálogo:
–Hijito, decile al periodista cómo es tu mamá. ¿Es un diablo, como dicen?
El muchacho sonríe, la abraza, dice:
–Mi mamá es un sol. No hay ser más bueno que ella.
–Es un dulce, el nene. Y un gran policía, como el padre. ¿Sabías que es un experto en tiro?
Guerriero dice que talló en el libro la idea de que los perfilados no eran monstruos. “Un monstruo, en un punto, es una figura muy tranquilizadora –dice–. Un monstruo surge cada 100 o 200 años y es un ser completamente anormal, y fácil de reconocer, además: vos estás ante uno y te das cuenta. Estos hombres y mujeres fueron perfectamente funcionales para la vida en sociedad. Era gente que iba a comprar el periódico, tenía hijos, tenía vida de relación, que podían llevarse bien o mal con sus padres según el caso, pero eran hijos de, maridos de. El libro intenta mostrar que estos seres convivieron con nosotros y también algo más inquietante: no nacieron de un repollo, forman parte de la sociedad en la que vivimos. Por eso también son malos latinoamericanos, de acá, que nos interpelan más directamente, más de cerca. Y por eso una pauta fue enfocar en quienes estuvieran vivos, porque afectaron nuestras vidas y las de los seres queridos. El Tigre Acosta afectó tu vida y la de todo el mundo, sin necesidad de que uno haya tenido una persona detenida o desaparecida en la ESMA. Siempre los ponemos en el lugar del monstruo, de la bestia, del animal, pero acá buscamos que se lean en su contexto: ‘No, ¿sabe qué? Este señor era su vecino, vivía en el piso de arriba, lavaba el auto todos los días y por las noches iba y le ponía picana a una embarazada’. Como ciudadana me parece más monstruoso eso que pensar que alguien se preparó para hacer el mal desde que tenía siete años, digamos.”
El periodista Javier Sinay es quien escribe sobre El Tigre, el hombre del almirante Massera en la ESMA, un capitán que participaba directamente de las sesiones de tortura y que llevaba a algunas de las detenidas de paseo, o a bailar, o a un departamento en el que las forzaba a tener sexo, condición para la supervivencia. El cronista Miguel Prenz (autor de La misa del diablo) es autor del cuarto perfilado argentino del libro: se ocupa de Norberto Atilio Blanco, el médico que atendía embarazos y partos en los centros clandestinos de la dictadura. Aunque no todos los malos accedieron a ser entrevistados por los periodistas, en cada perfil aparecen sus voces y también las de familiares directos, amigos y compañeros, especialistas y autoridades y, sobre todo, aparecen las voces de las víctimas. Explica Guerriero que pensó, para la convocatoria, en periodistas que más allá de escribir muy bien, fueran buenos investigadores. Y luego también tuvo su peso la visión de conjunto del libro: “Mi obligación como editora era no perder de vista que intentábamos hacer un mapa actual de la maldad latinoamericana –dice–. A consecuencia de las dictaduras enseguida aparecieron muchos torturadores, policías siniestros, milicos. En algunos casos buscábamos cosas específicas: de México quería a alguien que fuera de la cadena del narco, y en lo posible de la tropa, alguien de abajo, y así Marcela Turati encaró el perfil de El Pozolero; de Colombia, un paramilitar, esta cosa tan desvirtuada de las autodefensas campesinas (Juan Miguel Alvarez escribió sobre Chaki Chan, un sicario que reconoció un centenar de asesinatos). En otros lugares la búsqueda no fue tan específica, y así surgió el perfil de Bruna Silva (escrito por Clara Becker), que destazó, cocinó y comió varias mujeres en Pernambuco. Una preocupación fue que entrara el tema de la trata y que algunas perfiladas fueran mujeres, que no quedara un libro en el que pareciera que el mal es sólo una cosa de varones. Me interesó, además, que no fueran ‘casos’ aislados, el padre que mata a sus hijos y a su mujer: buscaba un mal con recorrido, con trayectoria y con convicción”.
¿Qué condujo a estas personas a lo que hicieron? ¿Ambición, desesperación, algún trastorno psíquico, algún trauma de infancia, la creencia en una causa, la combinación de elementos de un contexto, un delirio, un miedo profundo, una ferocidad implacable, lo normal dentro de un grupo, una pulsión incontrolable, la perspectiva de impunidad? “Cualquier intento de conclusión es contradictorio con el espíritu del libro, que un poco plantea la pregunta de qué nos hace malos –dice Guerriero–. Parece tranquilizador leerlo como un manual de instrucciones: ‘Los malos son de esta manera, y toda la gente que ha tenido un trauma de infancia va a... Y entonces hay que tenerlos vigilados’. Cuando confronté con esa pregunta vi Minority Report, esa película en la que Tom Cruise trabajaba en una cosa que se llamaba Precrimen, en la que descubrían los crímenes antes de que se cometieran. Atrás de ese planteo está la añoranza de descubrir lo malo antes de que se transforme, lo cual produciría como consecuencia una sociedad monstruosa. Los periodistas estamos muy atentos a historias de tipos que han tenido una vida feroz, de infancias atroces, que han sido violados y han andado por reformatorios, y han devenido en personas perfectamente solidarias, que por ahí tienen un comedor infantil y enseñan a jugar al fútbol a pibes en las villas. Es terrible decir que toda persona que tuvo un trauma se convierte en monstruo: de hecho no es así. Yo creo que tiene que ver con la singularidad de cada uno de los perfilados, una singularidad que se tramita de manera distinta en cada caso. Y luego está también el contexto de oportunidad: las dictaduras fueron lugares casi ideales, como bosques para los lobos. Para entender estas cabezas tenemos que conocernos como sociedades, saber verlas venir. Prevenirlas desde un colectivo, no contra cada individuo: un poco como el huevo de la serpiente.”
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