JOHN KENNEDY TOOLE
No hay muchos casos así en la historia de la literatura: una novela póstuma escrita por un autor inédito de Nueva Orleáns que fue enviada durante diez años a casi todos los editores de Estados Unidos por su excéntrica madre hasta que logró su publicación y, después, la fama, el culto, la triste gloria. Eso pasó con La conjura de los necios, el testamento de John Kennedy Toole, que se suicidó a los 31 y nunca supo que Ignatius Reilly, ese alter ego desbordante y quijotesco, se convertiría en un icono literario. Ahora, Anagrama edita a fines de este mes la biografía más completa del misterioso escritor: Una mariposa en la máquina de escribir, de Cory MacLauchlin. Radar reproduce, en anticipo exclusivo, fragmentos de los capítulos donde se cuentan los últimos días de Toole y el derroterro de su infatigable madre, Thelma, que merece un libro propio.
› Por Rodrigo Fresán
La vida y obra del suicida temprano y prócer literario inmortal John Kennedy Toole (Nueva Orleáns, 1937-1969) tiene un lado bueno y un costado malo y muy pero muy peligroso.
El lado bueno es la comprobación de que la justicia es lenta pero llega, y que una novela como La conjura de los necios (1980), luego de ser rechazada por demasiados sellos literarios y no tanto, se convierte en galardonado por todo lo alto: clásico instantáneo y best-long seller universal, con la bendición de un prestigioso autor, Walker Percy, luego de ser finalmente impresa por una pequeña editorial universitaria.
El costado malo es que, caso excepcional, contribuye y alienta a que muchos portadores de manuscrito inédito y repetidamente rebotado piensen “¿Por qué no a mí? ¿Por qué no yo también?” y se sientan con derecho a la genialidad y a la consagración sin, como Toole, necesidad de borrarse del mapa. Advertencia pertinente para impertinentes sueltos por ahí: no sobran los Toole y no abundan títulos como La conjura de los necios.
Y la biografía de Cory MacLauchlin –cuyo título sale de un inédito de Toole– revisita una saga íntima y privada ya conocida en su momento. Y que (son muchos los que atribuyen el éxito planetario de La conjura no sólo a cómo narra lo que narra sino al morbo de la historia antes y detrás del libro) cuenta el cuento de algo que puede ser leído como una suerte de contratrama de la comedia maestra de Toole. Una tragedia en la que Toole es a la vez Dr. Frankenstein y monstruo. Toole siendo algo así como una versión light, pero para nada ligera, de ese falstaffiano y quijotesco y flatulento y locuaz y loco Ignatius J. Reilly, entendiendo las efusiones de su válvula pilórica como profecías, invocando a Boecio venga o no a cuenta, y cruzándose con un desfile de personajes cada vez más bizarros (Myrna Minkoff, el patrullero Mancuso, el matrimonio Levy, Miss Trixie, Dorian Greene, Santa Battaglia y un larguísimo etcétera) perdiéndose y encontrándose por los callejones de una ciudad tan única como este hijo dilecto suyo. Un hijo prisionero de la órbita de una madre, Thelma Toole, tan poderosa como la de Norman “Psycho” Bates y, a su manera, igual de genial que no se rendirá hasta que –previa destrucción de la nota de suicidio de Toole– el torturado fantasma de su vástago no reciba lo que se merece. Y descanse en paz.
Esta opción es tan seductora como cómoda –la del freak idiota savant recamado de traumas y taras– ya había sido la escogida por una biografía anterior de Toole (Ignatius Rising, de René Pol Nevils y Deborah George Hardy, 2001) hoy considerada efectista y poco rigurosa y hasta cruel para con su sujeto, y parcialmente corregida con modales de memoir en Ken and Thelma: The Story of “A Confederacy of Dunces”, de Joel Fletcher, amigo de la familia.
Lo de MacLauchlin (quien ahora planea biografía de otra rara avis de las letras: el gran James Purdy) admite la existencia de piezas faltantes del puzzle y vistas imposibles de contemplar en su totalidad dada la reserva casi patológica de su investigado. Y opta, en cambio, por apartar al sexualmente difuso y muy privado Toole del malditismo automático y reflejo (aunque, sí, tuvo a su cargo por un tiempo un puesto de venta de hot-dogs y trabajó en una fábrica de pantalones) y seguir y descubrir el hasta ahora impensable tránsito de un hombre feliz hasta que ya no pudo seguir siéndolo. Alguien querido por sus amigos, dotado de un gran talento (a los dieciséis años el precoz Toole ya ha terminado su primera novela, La biblia de neón, publicada en 1989), estudiante graduado con honores, dotado para la actuación y el baile y el periodismo y la imitación de todo aquel que se le pusiese a tiro, y muy respetado en la escena académica convirtiéndose en el profesor más joven y más adorado por sus alumnos en la historia del prestigioso Hunter College. Después, enseguida, la imposibilidad de colocar La conjura de los necios escrita en Puerto Rico durante su paso por el ejército (el célebre editor Robert Gottlieb y la prestigiosa agente Candida Donadio estimaron que tenía posibilidades pero que “no trata de nada”; y una espiral depresiva y paranoica; y una noche oscura conducir hasta las afueras de Biloxi y conectar una manguera al tubo de escape de su auto y meterse ahí dentro y subir las ventanillas y adiós.
Un canonizador Pulitzer póstumo y varios idiomas y millones de ejemplares después, La conjura de los necios es hoy considerada “aberración” canónica de la literatura sureña Made in USA (por momentos sonando a mutación mixta de Tennessee Williams, Flannery O’Connor y los Hermanos Marx), joya universal cómica, y –según Anthony Burgess, quien lo incluyó entre los grandes libros del siglo XX– “uno de esas novelas de las que uno no puede dejar de citar partes”.
Así, hoy, Ignatius –más allá de todo territorio o estética– conecta directamente con otros adorables cretinos, bigger tan life, como el Sebastian Dangerfield o el Cornelius Christian de J. P. Donleavy o el Peter Jernigan de David Gates o el Mickey Sabbath de Philip Roth o el Harry Towns de Bruce Jay Friedman: no los queremos cerca nuestro pero, ah, tampoco podemos dejar de mirarlos y de leerlos.
Y John Kennedy Toole está catalogado como un verdadero y efímero genio que no supo ser comprendido por la necedad de un entorno carente de toda “teología y geometría”.
En cualquier caso, están los que aman a Reilly pero también los que lo odian y sostienen que la cosa no es para tanto. (En lo personal, la mía fue una de las experiencias más extrañas e inolvidables como lector: comencé a leerlo, no me parecía nada especial ni mucho menos gracioso, cuando en algún momento de las primeras cincuenta páginas algo hizo click y ya no pude parar de reírme y emocionarme con ese final abierto con nuestro pesado caballero andante y su volátil doncella cabalgando hacia el horizonte.) Y –a pesar de tener broncínea estatua propia en Canal Street– Ignatius sigue dando problemas. Ha resultado imposible hasta la fecha llevar a Ignatius al cine, y son muchos los que aseguran que el proyecto está maldito. Candidatos al rol como John Belushi o John Candy o Chris Farley murieron jóvenes, y en un momento John Waters pensó en Divine como protagonista. Intentos con Stephen Fry y John Goodman y Will Ferrel se quedaron junto al camino, el huracán Katrina aparcó indefinidamente el intento del director Steven Soderbergh, y ahora se habla de un nuevo round con Zach “¿Qué pasó ayer?” Galifianakis. Quién sabe. Una cosa es y será segura: el libro –y rezando a Santo Tomás de Aquino para que a ningún ladrón de tumbas se le ocurra escribir la continuación con nuestro profeta en Manhattan– es y va a seguir siendo mejor que cualquier película.
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