Thelma se quedó sola. Vivía de los modestos ingresos que le reportaban las inversiones, el seguro de vida y la pensión de veterano del marido. Puede decirse que entre un proyecto y otro no había parado en toda la vida, pero hacía tiempo que había dejado de ser directora de espectáculos de variedades y sus problemas de movilidad le dificultaban dar clases. Un día, al abrir el cajón del armario de cedro, encontró el manuscrito de La conjura de los necios, y fue entonces cuando pensó que el malogrado autor aún podía tener cierta esperanza. Tenía en la mano la prueba de su talento, y estaba convencida de que antes o después alguien reconocería la genialidad de la novela.
En la primavera de 1973, Thelma confeccionó una lista de nombres y direcciones de editores de Nueva York y comenzó a remitirles la única copia del manuscrito que tenía, por lo general acompañada de una carta en la que exponía los muchos logros de Toole. Así fue como se convirtió en la agente literaria post mortem de su hijo.
En marzo de 1973 envió el manuscrito a Knopf, tal vez sin saber que Gottlieb, al que culpaba de la muerte de su hijo, seguía siendo allí el director editorial. La manifiesta indiferencia de Knopf para con La conjura le resultó tan intolerable como la negativa de Simon and Schuster unos años antes. Indignada al ver que la editorial ni siquiera acusaba recibo, y que seguía sin decir nada un mes después de haber enviado el manuscrito, escribió a Knopf pidiendo que se lo devolvieran en caso de no tener intención de publicarlo.
Una semana después, Knopf contestó que no deseaba publicar la novela y se la devolvió a Thelma, que seguidamente envió el manuscrito a W. W. Norton. Esta editorial reconoció las bondades del libro, pero lo rechazó sin muchos rodeos. La respuesta quedó grabada en la memoria de Thelma, que solía recordarla incluso años más tarde. “Tiene estilo literario, pero las novelas cómicas no se venden”. Es posible que, sintiéndose rechazada por el mundo editorial neoyorquino, Thelma decidiera enviarla a Pelican Publishing, una editorial de Louisiana, que también la rechazó. En julio volvió a enviarla a Nueva York, esta vez a Harcourt Brace Jovanovich. La editorial tuvo la amabilidad de acusar recibo, explicándole, de paso, que lo habitual era tardar de seis a ocho semanas en contestar (como había hecho Knopf). También esta vez la respuesta fue negativa.
Thelma se sentía cada vez más frustrada. Al parecer, las posibilidades de publicar La conjura habían ido mermando con los años. En 1964, Toole la había revisado para un editor de Nueva York; en 1973, ella a duras penas podía encontrar una editorial que se interesara. “Yo siempre la enviaba pagando la tarifa urgente, y me la devolvían como envío postal voluminoso”, recordó con amargura. Thelma llegó a pensar que, de Nueva York a Louisiana, toda la industria editorial estaba formada por necios que se dedicaban a silenciar la última carta que su hijo había dirigido al mundo. Cuando le preguntaron por qué creía que tantos editores habían dicho que no, contestó: “Por estupidez”.
Para empeorar las cosas, la salud empezó a fallarle y se vio obligada a tomarse un respiro y dejar de enviar el manuscrito. La enfermedad hizo que su situación en Uptown se volviera imposible y, aunque a regañadientes, tomó la decisión de volver a Elysian Fields, con su hermano Arthur. La relación entre ambos podía ser tensa a veces, si bien Arthur parece haber sido el tío más cercano a Toole. Thelma se llevó de Hampson Street sus cosas y todos los recuerdos importantes de su hijo y de la historia de la familia, desde la partida de nacimiento de John Kennedy Toole hasta los deberes de matemáticas del instituto, y dijo adiós a la casa de Uptown. En agosto de 1975 ya vivía con su frágil pero fiel hermano en la casita de Elysian Fields, la misma en la que otro hermano, George Ducoing, se había vuelto loco, y a pocos metros de la casa en la que había crecido, mucho más grande.
A pesar de la mala salud, Thelma decidió lanzar otra campaña y envió el manuscrito a ocho editoriales y las ocho dijeron que no. Igual que su hijo, se tomó esas respuestas a pecho. Con cada rechazo “moría un poco”, dijo; pero demostró tener iniciativa y aguante. Desde su punto de vista, lo que ella ofrecía era una piedra preciosa y rara. Para los editores, Thelma intentaba venderles una flor de un día, algo que siempre representa una inversión de alto riesgo. A las primeras novelas que alcanzan un éxito relativamente limitado suele seguirles una segunda; pero Thelma decidió no mencionar el otro texto que había encontrado, La Biblia de neón.
Un día del otoño de 1976 leyó en el Times Picayune que Walker Percy –cuya primera novela, El cinéfilo, había ganado el National Book Award– daba un seminario sobre escritura en la Universidad de Loyola, y no quiso dejar que se le escapara esa oportunidad. Lo primero que hizo fue llamar a Percy a su despacho en Loyola. Con dieciséis años de experiencia en el arte dramático, cómo dudar de que podía convencer a un colega artista para que leyera la novela de su hijo. Ya era hora de hacer un poco de teatro.
Así pues, le dijo a Arthur que se preparase para llevarla en coche a Loyola; su hermano obedeció y se puso traje y gorra de chofer. Thelma decidió lucir sus mejores galas, con una buena dosis de polvos de talco para el acabado final. La “agente literaria” de Toole cogió la caja en la que guardaba el manuscrito y se dijo que ése sería el día en que por fin se iba a reconocer el talento de su hijo. Mientras Thelma y su hermano mayor se dirigían hacia Uptown, Walker Percy no podía imaginar que pronto asistiría, sentado en primera fila, a una representación de la gran Thelma Ducoing Toole.
La clase de Percy terminaba alrededor de las cinco de la tarde; a esa hora el profesor se iba de Nueva Orleáns cruzando el lago Pontchartrain en dirección a Covington, donde vivía con su familia. Cuando salió del despacho ese día de otoño, se le acercó una mujer mayor muy bien vestida, con sombrero sin ala, guantes blancos y una caja del mismo color en las manos, atada con cordel. Para Percy, saltaba a la vista que se trataba de una encantadora señora mayor, descendiente de una vieja familia sureña, que por alguna razón aún se beneficiaba de las ganancias de la plantación familiar de algodón o café o alguna de las otras materias primas que salían por el puerto de Nueva Orleáns. El conductor, trajeado y con gorra, mantuvo una distancia respetuosa. La anciana dama le habló a Percy de su hijo, que se había suicidado dejando inédita una novela. Quería que la leyera. “Pero su opinión es parcial”, dijo Percy, a lo que Thelma repuso que era una lectora voraz y que estaba poniéndole en las manos una gran novela. Caballero sureño al fin y al cabo, Percy, como en buena conciencia no podía decir que no a las súplicas de una madre afectada por el dolor del suicidio de un hijo, se vio acorralado, aceptó la caja y le dio el pésame.
Mientras Percy atravesaba el puente de 37 kilómetros que lleva a la orilla norte del lago, la línea del horizonte de Nueva Orleáns desapareció en silencio a sus espaldas. El manuscrito que Toole había tardado meses en terminar mientras cumplía el servicio militar en Puerto Rico, el mismo que había ido y vuelto varias veces de Nueva Orleáns a Nueva York y viceversa, viajaba en el asiento del pasajero. Cuando llegó a Covington entró en su casa con la caja blanca en la mano, saludó a Bunt, su mujer, y le habló de la anciana de Uptown con su conductor y su historia trágica; pero el novelista, que tenía hambre y estaba cansado, sin fuerzas para zambullirse en un manuscrito dudoso que le habían endilgado sin comerlo ni beberlo, le dijo a Bunt: “Léelo tú. Y dime qué hacer con esto”. Bunt aceptó echarle un vistazo más tarde y se sentaron a cenar.
Nacida en una pequeña ciudad del estado de Mississippi, y residente ahora en una pequeña ciudad de Louisiana, a Bunt la intrigaban las costumbres de Nueva Orleans. Al otro lado del lago, la ciudad se alza de las aguas como una metrópoli insular con tradiciones misteriosas y unos habitantes innegablemente excéntricos. “Me moría de ganas de oír cómo hablaban”, y de entender sus costumbres. Así pues, al día siguiente cortó el cordel, sacó las hojas sueltas del manuscrito inédito y se sumergió en la Nueva Orleáns de Toole, que, según sostienen algunos, es el retrato novelado más exacto de Crescent City.
Pasaron unos días y Walker preguntó a Bunt qué le había parecido la novela. Ella sabía que, en gran medida, el destino del libro estaba en sus manos. Si le parecía que no valía la pena, entonces su marido sólo tenía que devolverlo para verse liberado de la carga que representaba la novela inédita de un escritor muerto. “Ahora te toca a ti”, repuso Bunt. “Creo que deberías leerla.” Y así Percy supo que su mujer le había dado el visto bueno. Respetuoso de su opinión, se vio obligado a dar una oportunidad a Toole.
Walker se sentó a leer las hojas manoseadas. Solía enorgullecerse de ser capaz de calibrar la calidad de un texto tras leer sólo el primer párrafo, y reconoció al instante el gran talento de Toole para la observación. En un solo párrafo, y mediante la ambientación, el personaje y la descripción, Toole captó como nadie la textura inefable de Nueva Orleáns. Walker quedó enganchado, y en diciembre de 1976 envió a Thelma una respuesta positiva, si bien no se abstuvo de señalar ciertos puntos problemáticos. Por ejemplo, sugirió que en algunos capítulos los diálogos eran demasiado largos, aun cuando todavía fuese muy pronto para hablar de decisiones de estilo con detalle. Percy, que no estaba seguro de poder encontrar un editor dispuesto a aceptarla, comenzó a pedir a sus allegados que la leyeran. A algunos les gustó; a otros no. Percy le dejó una copia a Garic Barranger, a quien le entusiasmó, aun cuando pensaba que el manuscrito necesitaba una poda. Percy leyó algunos capítulos en su clase, donde los alumnos reconocieron que la descripción de Nueva Orleáns era cabal y no tenía precedentes. Sin embargo, cuando Percy pidió a Farrar, Straus y Giroux –su editorial– que tomara en consideración el manuscrito, la casa lo rechazó.
La conjura de los necios sólo necesitaba un empujoncito, algo que permitiera a los editores imaginar cómo reaccionarían los lectores en caso de publicarla. Percy envió el manuscrito a Marcus Smith, profesor de inglés en la Universidad de Loyola y director de la New Orleans Review, donde, en la primavera de 1978, aparecieron los dos primeros capítulos de la novela, acogidos con algunas críticas favorables en las que se reconocían sus méritos y los muchos desafíos a que había hecho frente Thelma para que la novela viera la luz.
Aunque la New Orleans Review estaba lejos de ser Simon and Schuster o Random House, Thelma vivió encantada esos momentos. La New Orleans Review fue el primer paso hacia el reconocimiento público, la base desde la que aspirar a captar el interés de un editor.
Percy estaba decidido a ver el manuscrito publicado en su totalidad, incluso mientras trabajaba en su novela The Second Coming. No se le habían escapado el humor y la tragedia que impregnan La conjura, y, por ser un hombre que padeció depresiones a lo largo de toda la vida, debió de empatizar con Toole como escritor. En una de sus últimas notas a Thelma, se calificó de “admirador” de Toole; pero ella, a pesar de toda su asombrosa tenacidad, podía ser un incordio. Percy quería que la novela fuese un éxito, pero, después de dedicarse dos años a promocionarla, lo que en realidad deseaba era verse librado de ese trabajo, y vio una oportunidad en Rhoda Faust, amiga de la familia y dueña de Maple Street Books, una librería pequeña de Uptown.
Tras muchos años en el ramo de las librerías, y alentada por varios escritores de Nueva Orleáns, Faust se había propuesto fundar una editorial. Una tarde, llamó a Percy para preguntarle si en algún cajón tenía escritos inéditos que pudieran servirle para lanzar la empresa, y el novelista le sugirió que leyese el último número de la New Orleans Review y viese qué le parecía el principio de La conjura de los necios. Faust compró un ejemplar y, tras leer los capítulos publicados, le parecieron increíblemente brillantes. Faust no tardó nada en ponerse en contacto con Thelma. Quería verla, y a Thelma, por supuesto, le encantó saber que alguien se interesaba por la novela, más aún cuando Faust le dijo que quería publicarla.
Mientras tanto, Percy se enteró de que un amigo de Covington conocía a un editor de Louisiana State University Press. En esos días, no era habitual que una editorial universitaria publicara novelas, pero LSU Press acababa de lanzar una línea de narrativa encaminada a echar el guante a escritores talentosos que se habían quedado en los márgenes de la megalítica industria editorial, y el manuscrito llegó hasta Baton Rouge, la capital del estado, donde aterrizó en el escritorio de Martha Hall. Como Bunt Percy, Hall quedó inmediatamente prendada por La conjura, y animó a Les Phillabaum, el director de LSU Press, a que la publicara. Más tarde, Phillabaum afirmó que nunca había dudado de que lo haría. No obstante, Bunt recuerda que Martha tuvo que insistirle a Phillabaum varias veces para que no abandonara el proyecto. Lo más probable es que el jefe pensara que la novela no daría dinero, pero al final el riesgo que corrió fue más rentable de lo que él jamás pudo imaginar.
El 19 de abril de 1979, habiéndose cumplido ya diez años de la muerte de Toole, Phillabaum escribió a Thelma: “Por fin hemos terminado de evaluar La conjura de los necios, y nuestra lectura ha sido sumamente favorable. Hemos aprobado la publicación de la novela. (...) Nos sorprende mucho ver que el libro lleva tanto tiempo sin encontrar un editor, pero le aseguro que estamos encantados de ser los que podrán publicarlo”. Por respeto, Thelma llamó a Faust para ver en qué punto se encontraba su proyecto. La librera, que no podía ofrecerle lo que sí podía hacer LSU Press, llamó a Percy para pedirle consejo. “No hagas esperar más al Pullman”, le dijo el novelista; y ella, que no quería ser un obstáculo para la publicación de La conjura, animó a Thelma a que aceptara el contrato.
Es posible que, movida por ciertos sentimientos de culpa, Thelma quisiera recompensar a Faust por su dedicación, y más tarde le regaló la colección particular de libros de Toole para que la vendiera en su tienda y a coleccionistas. La librera los catalogó todos, desde The Poetical Works de Geoffrey Chaucer hasta la primera edición de El cinéfilo, de Walker Percy. Los libros con los que Toole había estudiado, los que había leído con fruición y los que había consultado para escribir su novela, se vendieron en Maple Street, Uptown, tras la publicación de La conjura de los necios. No cabe duda de que la donación fue una gran ayuda para la librería, inmersa en problemas económicos. Así y todo, según Faust, Thelma le ofreció una recompensa mucho más alta que los viejos libros de Toole, a saber, los derechos para publicar la primera novela de su hijo, La Biblia de neón.
En ese momento, LSU Press se hizo cargo de la novela, y se ocupó de todos los detalles, desde la composición hasta el diseño de portada. Walker Percy redactó el prólogo. Thelma, expectante, envió a la editorial una fotografía de su querido hijo para que adornara la sobrecubierta, y a tal fin escogió una foto de Toole en el último año del instituto, en la que se lo ve haciendo gala de una juventud que entonces parecía infinita.
Fueron, en total, veinte años para un proyecto que pasó por un sinnúmero de manos antes de ver la luz; y la historia, como suele ser costumbre, ha tendido a iluminar las figuras masculinas de esta saga. Aparte de Thelma, son personas como Robert Gottlieb, Walker Percy y Les Phillabaum a las que vemos modelando el relato; y si bien es cierto que esos hombres desempeñaron un papel destacado, también es verdad que eclipsaron a las mujeres que reconocieron el talento de Toole antes que ellos. Jean Ann Jollett fue la primera en advertir que La conjura... era una gran novela, y quien sugirió a Gottlieb que la leyera. Bunt Percy le dio el visto bueno antes de pasársela a su marido. Martha Hall abogó por la publicación en la LSU y presionó a Phillabaum para que la publicara; por su parte, Rhoda Faust alivió las preocupaciones de la familia Toole, un paso que contribuyó a allanar el terreno jurídico para la publicación. Toole había dedicado muchas horas a reflexionar sobre el papel de las mujeres en la literatura y la vida. Corresponde, por tanto, reconocer que en cada uno de los serios callejones sin salida en que se encontró su libro hubo una mujer que creyó en su trabajo e hizo todo lo posible para que no quedara estancado.
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