> DOS FRAGMENTOS DE UNA MARIPOSA EN LA MáQUINA DE ESCRIBIR, DE CORY MACLAUCHLIN
El día que Toole se marchó de Nueva Orleáns, Richard Nixon ocupó el cargo de presidente y se puso al mando de un país concentrado en el conflicto de Vietnam y en los incontables frentes de la Guerra Fría. En su discurso de investidura, Nixon habló de amor y paz y del mundo tal como lo ve Dios: “Hermoso en el eterno silencio en el que flota”. Del mismo modo en que el prístino globo de mármol azul y blanco que gira en el espacio oculta el dolor de sus habitantes, el silencioso paso del tiempo atormentó a Thelma, que vivía esperando noticias de su hijo. El, John Kennedy Toole, estaba en algún lugar del mundo, y podría haber ido a cualquier parte.
Los días fueron pasando y se convirtieron en semanas. Thelma llamó a todos los que, en su opinión, podían saber dónde estaba su hijo. Lo que le dijeron fue que en Lafayette nadie lo había visto. Luego llamó a Cary Laird, que entonces vivía en Florida. El tampoco sabía nada. “¿Cuánto hace que se fue?”, preguntó. “Ya han pasado unas semanas”, contestó Thelma. Laird, que la notó angustiada, la tranquilizó diciéndole que Toole nunca atentaría contra su propia vida, y que antes o después volvería.
A mediados de febrero, el Mardi Gras vivía su momento de gloria. En las calles resonaban las bandas y las risas. Los indios de Mardi Gras bailaban vestidos con sus trajes hechos con plumas y cuentas; pero John K. Toole seguía sin quebrar el doloroso silencio que invadía la casa de Hampson Street. El niño de los “luminosos ojos negros”, el que tanto la había adorado, el que había elogiado sus dotes para el piano, el que le había pedido fotos enmarcadas, ya no volvió para aliviar su dolor.
Con todo, el verdadero problema no era Thelma. Toole se había liberado de sus papeles de profesor, escritor e hijo. Con dinero en el bolsillo, sin tener que preocuparse por nada, se dedicó a errar por el país hacia el norte y el sur, hacia el este y el oeste, en un viaje que, en el fondo, era una búsqueda de algo que todavía no había encontrado, algo tal vez capaz de introducir en su vida un elemento distinto de aquel al que lo reducían sus concienzudas esperanzas. Se pasó dos meses en la carretera. La mayor parte de los detalles de ese viaje siguen siendo un misterio, pero hay algo en lontananza que nunca deja de ser cierto: todo viaje ha de tener un final. Es posible que después de tantas semanas de ausencia los desafíos que le planteaba la convivencia con sus padres no fuesen tan malos como había pensado. Quizá sólo necesitaba distanciarse un tiempo y tener un poco de espacio para respirar, y, según parece, dio media vuelta decidido a volver a Nueva Orleáns.
Fue hacia finales de marzo, cuando el sol cálido de principios de primavera ahuyenta los días fríos y lluviosos y en el bayou florecen los lirios. Pero mientras se dirigía hacia el oeste, hacia Nueva Orleáns, los letreros de la carretera, el paisaje, los olores debieron de volverse familiares, y es posible que todo eso, al dejar de ser recuerdos suavizados por los tonos sepia de la memoria, se diera de bruces con el filo de la realidad. Así pues, Toole dejó la carretera principal y se dirigió a Popps Ferry, una carretera sin nada especial en las afueras de Biloxi. Allí aparcó a la sombra de unos pinos; era el mismo lugar al que unos años antes había llevado a su amigo Dave Kubach.
Por lo visto, era en esos bosques, lejos de las playas, donde encontraba cierto sosiego. Encima de la pila de papeles que llevaba en el asiento de pasajeros dejó la última carta a sus padres. Después, introdujo un extremo de una manguera de jardín en el tubo de escape y metió el otro en el coche por una rendija de la ventana. Volvió al asiento del conductor y cerró la puerta. Había seguido el ritual: escribir una nota de despedida y elegir el método para suicidarse; ya sólo quedaba seguir adelante con el plan. En Nueva Orleans, Thelma Toole seguía esperando noticias, que sonara el teléfono, una nota en el buzón, algo. Entre las alumnas del Dominican College corrían ya rumores sobre lo que podría haberle pasado el señor Toole. En Nueva York, Gottlieb, ahora director editorial de Knopf, nunca había vuelto a saber nada del joven y talentoso escritor de Nueva Orleans. En algún lugar sobre el Golfo de México, un pelícano marrón sobrevolaba las aguas rozando apenas con las alas la superficie oscura y vidriosa del Atlántico. El novelista, el poeta, el estudiante universitario, el profesor, el hombre que tanto había hecho reír a sus amigos, puso el coche en marcha. El motor rugió, y los gases tóxicos inundaron el interior. John Kennedy Toole se fue de este mundo así, solo, rodeado de unos hermosos bosques, un día de primavera agradable y templado mientras las monarcas revoloteaban atravesando el Golfo, bailando en el aire camino de casa.
El viaje había terminado. Un cuerpo sin vida en el coche. Fue el 26 de marzo de 1969 y Toole tenía treinta y un años.
Unas horas después, el departamento de policía de Biloxi recibió una llamada de alguien que notificaba la presencia de un coche sospechoso en el arcén; un suicidio, probablemente. El departamento envió a un oficial. Poco después, Thelma Toole recibió la noticia que había esperado, la que más había temido. En menos de veinticuatro horas, una grúa se llevó el coche de Toole y la policía recogió los papeles que se apilaban en el asiento del pasajero y envió el cuerpo a Nueva Orleáns. Al día siguiente, a las tres y media de la tarde, se celebró el funeral en un tanatorio situado en los Elysian Fields, y un servicio religioso en la iglesia de San Pedro y San Pablo, a pocas manzanas de allí. Sólo asistieron tres personas: Thelma, John padre y Beulah Mathews, la que había sido niñera de Toole. Fue un final inusitadamente tranquilo para una vida tan rebosante de promesas y como hecha a medida para disfrutar del triunfo. En una ciudad que nunca se espanta ante la muerte, donde la gente entona cantos fúnebres junto a las tumbas y canciones festivas después de un entierro, donde en tiempos se celebraban, el Día de Todos los Santos, picnics en los cementerios y ante los panteones familiares encalados, Toole no tuvo una letanía de elogios que recordara sus días de gloria, cuando su inteligencia destacaba por encima de todos los demás, cuando su sonrisa era radiante y su risa era contagiosa. Ninguna bendición para un hombre que había pecado quitándose la vida. Concluido el servicio religioso, John y Thelma Toole, ya mayores, acompañaron el cuerpo de su hijo hasta el panteón de los Ducoing en el cementerio de Greenwood.
El obituario se publicó el día siguiente en el Times Picayune. Fue el más breve de toda la página. El “querido hijo de Thelma Ducoing y John Toole [...] nacido en Nueva Orleáns” había muerto. No fue necesario publicar que sus deudos comprendían sus actos. Al quitarse la vida, había avergonzado a la familia y había dejado a sus padres destrozados.
Naturalmente, todos los suicidios plantean preguntas de difícil o imposible respuesta. ¿Por qué lo hizo? ¿Qué lo llevó a cometer algo tan atroz? ¿Cuál fue el límite que no pudo superar? Es posible que la carta que escribió a sus padres, la que dejó encima de la pila de papeles que cubrían el asiento del pasajero, contuviera alguna explicación de sus motivos; pero Thelma, cada vez que le preguntaban por el contenido de esa carta, respondía con evasivas, y siempre daba una respuesta distinta. A veces decía que estaba repleta de “delirios”; otras, que su hijo se disculpaba por lo que iba a hacer y que los quería, pero nunca lo sabremos con seguridad. Thelma destruyó esa carta, y los demás documentos encontrados en el coche se depositaron en una caja en el departamento de policía de Biloxi. En agosto de 1969, cinco meses después de que Toole se suicidara, el huracán Camille azotó la costa del Golfo y las aguas se llevaron todos esos papeles. Las primeras páginas de su tercera novela, El gusano vencedor, terminaron, probablemente, bajo el oleaje del golfo. Como en todo lo tocante a los detalles de ese último viaje, el verdadero contenido de la nota que Toole dejó antes de quitarse la vida seguirán siendo un misterio.
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