› Por Mariano del Mazo
Se apagó el fraseo más sugestivo de la música popular argentina. Una salud maltrecha desde hace años acabó, ya definitivamente, con las posibilidades infinitas de un artista que pendulaba entre la experimentación de Tango Chino y el bolero, entre la canción criolla y la balada. Pero no rastrillaba géneros musicales agazapado en el crossover: Caracol era un género en sí mismo. Cantaba como hablaba y hablaba como un hechicero. Reinventaba cada canción de una manera intrépida, como un ave que sobrevuela con paciencia la presa para arrojarse en caída libre, de un modo imprevisto pero exacto. Caracol siempre caía bien. “Tengo un metrónomo en la cabeza”, decía. Fue un cantor excepcional, pero antes que nada fue músico. Su endiablado ritmo interno se complementaba con un sentido melódico incorruptible: basta escuchar la versión de “Naranjo en flor” del disco compartido con Tango Chino, el dúo del guitarrista Edgardo Rodríguez y el pianista Fulvio Giraudo.
Fue un outsider, más por desdén que por decisión. Después de una vida dedicada a la bohemia y a los oficios más diversos –almacenero, carpintero, metalúrgico, remisero–, después de gozar de un insondable prestigio en ciertos cabarets y peringundines de su ciudad –La Plata– fue empujado al disco por Juan Falú. Falú lideraba una acotada legión de fanáticos, una fauna formada mayoritariamente por compositores extraordinarios que gustaban cantar. La legión la integraban nenes como Virgilio Expósito, Raúl Carnota y Chico Novarro, entre otros. Virgilio Expósito opinaba que nadie conocía a Caracol por lo mal que se vestía. “Cómo querés que te den bola si te ponés esa camisa roja. Parecés un bailantero”, contaba Caracol que le decía Virgilio. En la misma época Juan Falú lo arrinconó: “Cantás demasiado bien. O grabás o grabás”. Empezó a usar camisas negras y sacó su primer disco. A los 48 años debutó con Compás de espera, bajo la dirección artística de Raúl Carnota. Decía: “Soy tranquilo. Las cosas llegan. Si la música no da, pongo un kiosco. Ya lo hice. Al final siempre vuelvo a cantar. A mí me gustan Gardel, Floreal Ruiz, el Paya Díaz. Con esos monstruitos detrás, modestamente, lo único que intento es hacer algo distinto”.
La irrupción ocurrió en 1998, y Caracol no paró. Grabó una decena de discos. A la prensa le costó ubicarlo. Algo no encajaba; algo nunca encajó. Cierta intelectualidad del tango estaba todavía sacudida entre las esquirlas del último Roberto Goyeneche y la vieja novedad de otro fenómeno como Luis Cardei, casi el reverso del Polaco. Si bien cierto aspecto de su fraseo, esa manera de estirar las frases y saltar sobre los compases, tenía que ver con Goyeneche, Caracol no pertenecía claramente a ningún linaje tanguístico. Esa orfandad tal vez le jugó en contra. Mientras entre flujos y reflujos misteriosas modas llevaban al género de un lugar a otro, en movimientos cíclicos (de la década del 30 al sonido de orquesta, de los años ’20 a los ’40), y saludablemente una nueva generación copaba la parada, Caracol quedó a contramano: ni joven ni viejo, ni tradicional ni renovador. Picoteaba en la generación intermedia, la de los ’60, con cositas de Eladia Blázquez, Héctor Negro, Carmen Guzmán, Chico Novarro, pero no soslayaba clásicos pisoteados de la década del 40. Tampoco se privaba de estrenar tangos nuevos, propios o de desconocidos. O de irse hacia otros sitios, con temas de Mario Clavell, de María Volonté o Chabuca Granda. Otra vez, la frase: “Modestamente, lo único que intento es hacer algo distinto”.
Lo querían las mujeres, los tipos que veían en él una buena oreja y los marginales. Odiaba la frase remanida, artificiosa, baladí, esa que algunos aplicaron con él a partir del último jueves 6 de agosto: “Los artistas no mueren, se van de gira”. “Hay que ser gil...”, me dijo sobre esa frase hace dos meses, en la puerta de La Peña del Colorado, sobre la calle Güemes. Hablaba de la muerte, pero en realidad hablaba de él. Se lo veía delgado y medio triste. Como enojado. Tenía que operarse de nuevo. “Es que si no me opero es probable que no pueda volver a cantar. Y quiero seguir”.
Preguntó por el trabajo, por los chicos, por la vida, esas generalidades corteses. Al final, a modo de despedida, tiró una frase que en él era pura ironía: “Te busco por Facebook”. No pudo ser. No pasó la operación. Hoy Facebook es un santuario estremecedor y su canto, ese fraseo glorioso, surge una y otra vez en links de YouTube que la gente sigue posteando como quien deja flores. Como ese amigo que colgó “No la quiero más”, la canción de Alberto Mastra que en el Uruguay es casi un himno. Un tema sencillo, agrio y sensible, que cierra el último disco de Caracol. “Si la vida me diera de nuevo la oportunidad/de volver a vivirla otra vez, no la quiero más.”
Se llamaba Roberto Paviotti. Los amigos le decían Caraca. Tenía 65 años. No la estaba pasando nada bien: la última intervención quirúrgica fue un manotón de ahogado. Probablemente no va a tener un lugar destacado en la historia del tango, un género intolerante con los incorrectos. Caracol fue demasiado libre y nunca se detuvo en frivolidades.
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