REVANCHA
El cine se fascinó con el boxeo ya desde sus comienzos, y a lo largo del siglo veinte y hasta la actualidad, esa relación avanzó a fuerza de golpes y de parábolas sobre el auge y caída de los hombres trabajadores, marginados y luchadores de la vida, sobre la dificultad para mantenerse arriba y controlar la ira. Desde films inspirados en grandes púgiles como Joe Louis, Rocky Graziano, al Jake LaMotta llevado a la pantalla por Martin Scorsese y Robert De Niro en Toro Salvaje, hasta la saga de Rocky Balboa o el documental sobre el enfrentamiento entre Alí y Foreman, Cuando fuimos reyes, la pasión de las piñas no se ha detenido. Revancha, que se estrena el próximo jueves, es una suerte de compendio de todo lo que ha sido y también lo que será en materia de boxeo, ya que el film hiperrealista dirigido por Antoine Fuqua y con la impresionante actuación y transformación física de Jake Gyllenhaal anticipa al menos cinco entregas que habrá en lo que resta del año, incluyendo una biopic sobre Mike Tyson y la historia de Mano de Piedra Durán contada por De Niro. Además, Radar entrevistó a Terry Claybon, el ex boxeador y legendario entrenador de estrellas de Hollywood.
› Por Mariano Kairuz
Subir y caer. Subir, caer, volver a subir. El cine de boxeo es por lo general mucho más que el retrato del desafío y la emoción y el dolor físico arriba del cuadrilátero. A menudo, es el relato fundamental de ascenso y caída, de superación personal; muchas veces, la historia de un perdedor de la clase trabajadora que consigue sobreponerse a sus circunstancias. Abundan las narraciones épicas sobre tipos que llegan bien arriba, y sus derrumbes simétricamente contundentes: la gloria y la miseria. Por eso es que cada vez que llega el momento de la pelea (algo así como el equivalente del polvo en el porno) la hora de los golpes, el sudor, los cortes de párpados y las narices magulladas, de los cuerpos que se abrazan y se rechazan y la sangre mezclada con saliva que sale volando de las bocas de los contrincantes en cámara lenta, acusamos desde la butaca cada gancho como si nos estuviera alcanzando a nosotros; la descarga física potenciada por la enorme carga emocional de las tristes, a veces trágicas historias de vida que llevaron a los protagonistas hasta allí.
Con una larga tradición que puede rastrearse hasta los inicios del cine, el film de boxeo se ha convertido en algo así como el subgénero infalible: incluso sus exponentes más flojos y más trillados funcionan, incluso si nos pegan abajo consiguen conectar, abollarnos hasta las lágrimas.
“Ningún otra tema es, para el escritor, tan intensamente personal como el boxeo”, dice Joyce Carol Oates en el prólogo de su notable ensayo De boxeo (On Boxing, 1994), muchas de cuyas apreciaciones se refieren al relato literario y periodístico, pero no son difíciles de traspolar al cine. “Escribir sobre boxeo es escribir sobre uno mismo, no importa qué tan elíptica e inintencionadamente. Y escribir sobre boxeo es verse forzado a contemplar no sólo el boxeo, sino los perímetros de la civilización; lo que es, o lo que debería ser, ser ‘humano’.”
Cualquiera reconocerá esa intensidad de la que habla Oates y ese cuestionamiento de la condición humana que –en los mejores casos, expresado sin grandilocuencia– es natural, intrínseco del género, así como la mayor parte de sus tópicos, en Southpaw, la nueva película de Antoine Fuqua (Día de entrenamiento, El justiciero), el relato de descenso al abismo, resurgimiento y redención de Billy “The Great” Hope que, con Jake Gyllenhaal en una composición física impresionante, llega el próximo jueves a los cines argentinos con el título de Revancha, encabezando una oleada de por lo menos cinco nuevos films de alto perfil sobre boxeadores que irán cayendo, golpe a golpe, a lo largo de los próximos dos años.
La historia de Billy Hope (Hope, “esperanza”, es el apellido, no un apodo) se parece a las de muchos otros boxeadores del cine (y alguno de la vida real) aunque con su propio ordenamiento cronológico y algunas particularidades dramáticas insoslayables. Cuando empieza la película, Hope está en la cima pero a punto de iniciar el descenso natural, el que marca la edad y el que aconseja el neurólogo alarmado por la cantidad de golpes recibidos en el marulo. Un boxeador más joven y en ascenso, Miguel “Magic” Escobar, que se arroga ser el único contrincante a la altura con el que Hope no se ha medido aún, intenta explotar el temperamento famosamente volátil del campeón, y sale a provocarlo durante una conferencia de prensa. Pero, contra lo que creemos anticipar en los ojos lastimados de Hope, éste no cae en la trampa, lo que se debe a que tiene al lado a su esposa Maureen, “Mo” (la siempre bella Rachel McAdams), que es quien lo contiene y protege; su reserva de sensatez, el lado no abollado de su cerebro. La mujer, aunque agradecida por la enorme casa y los lujos que ha comprado para ellos y su hija Billy dando y bancándose infinidad de golpes y sangrías, no puede dejar de advertirle que se acerca la hora de descansar, y de ir pensando en retirarse antes de que no le queden ni cuerpo ni cabeza para disfrutar de su familia.
Y entonces sobreviene inevitablemente la tragedia. Al finalizar una gala benéfica destinada al orfanato neoyorquino del que provienen tanto Billy como Mo, el arrogante Magic vuelve para provocarlo una vez más. Y esta vez, un insulto a la mujer desata el forcejeo, deviene caos, y un tiro se dispara. A continuación, el espiral de desesperación, ira y alcohol de Billy. Fuera de sí, golpea a un referí en medio de una pelea y queda suspendido. De pronto se ha quedado solo y viudo, sin trabajo y endeudado pierde la casa, ve cómo su representante (el rapper 50 Cent), que prevé los malos tiempos que se avecinan, sale corriendo como una rata, y bajo el argumento de que ya no está en condiciones de cuidarla ni de mantenerla, la Justicia le saca la custodia de su hija, la madurísima pero pequeña Leila (Oona Lawrence, una revelación cuya experiencia se limitaba hasta ahora a una puesta de Matilda en Broadway).
El púgil toca fondo, lo hemos visto antes. Sólo le queda humillarse aceptando el único trabajo que le ofrecen y volver a entrenar, para recuperar a la nena. Y el único que le da la oportunidad es un viejo entrenador medio borracho llamado Will Ticks (Forest Whitaker, siempre convincente), cuya principal misión se convierte entonces en ayudar al ex campeón a aprender a controlar la ira que ha contribuido a su desgracia.
Los elementos más recurrentes del género están todos ahí: el viejo y sabio trainer –que es el único que acepta al guerrero caído en desgracia, o en cuyo potencial nadie más confía–, los agentes y promotores inescrupulosos o corruptos, las contiendas “arregladas” (Billy admite que hubo una en sus comienzos, empujado por su manager); la épica del regreso, las mujeres que sufren por la jeta y el cerebro maltratados de sus hombres. Y sí, el de Revancha es un argumento donde todo suena a alegoría, una vez más la parábola de caída y ascenso y redención, que en esta ocasión empieza más o menos a mitad de camino del arco que Rocky Balboa recorría en seis películas. Cuando el protagonista ya ha dejado atrás sus orígenes humildes, ya conoció la fama y la fortuna, y está a punto de perderlo todo.
La historia fue concebida más de un lustro atrás por el guionista Kurt Sutter (el de la serie Sons of Anarchy) como una suerte de continuación libre de 8 Mile, la película de Curtis Hanson protagonizada por Eminem en base al relato semiautobiográfico de las “luchas personales” que debió afrontar el rapero blanco. La intención original era que la protagonizara él mismo. Pero eventualmente el proyecto cambió de manos y la contribución de Eminem se limitó a componer una canción original. Gyllenhaal –una estrella de Hollywood de orígenes “privilegiados” en relación con los del rapper– asumió el protagónico en su reemplazo desde, dijo, el punto de vista de un personaje que “está siempre luchando contra el sistema: para cuando creyó que ya había superado sus difíciles orígenes y derrotado al sistema, se da cuenta de que la ira no le ha permitido construir nada verdadero, y ha terminado destruyendo su vida”.
El director Antoine Fuqua planteó una puesta en escena hiperrealista destinada a hacer sentir los golpes en la cara de lo contendientes como pocas películas lo lograron antes, inspirándose, dice, “más en viejas grabaciones de peleas reales que en films de box”. “Acá vemos a la gente cuando recibe golpes auténticos –alardea Fuqua–, la cámara está ahí, vemos cómo salpica la sangre y vuela la transpiración. Es el juego del dolor. Le dije a Jake: ‘Vamos a verte pelear’. Filmamos las peleas primero para que la energía y la emoción se sintieran de verdad, y para que el aspecto físico que le quedara tras filmar, los magullones, fueran su maquillaje natural para el resto de la película. Si te dejan un ojo negro, te va a quedar un ojo negro. Eso es lo que hicimos y Jake le puso todo.”
“El trabajo de Fuqua con su director de fotografía Mauro Fiore sobre el cuadrilátero”, escribe el crítico del sitio Salon.com Andrew O’Hehir, uno de los más entusiastas defensores de Revancha, no expresa sino “la búsqueda de una fábula épica de agonizante masculinidad norteamericana; un espectáculo visual y visceral sobre un hombre violento y dañado tratando de superar su autodestructiva ira”.
La relación entre boxeo y cine se remonta al primer encuentro pugilistico filmado por un protegido de Edison, un tal William KL Dickson en 1894, una pelea entre Jack Cushing y Mike Leonard. Son apenas 37 segundos pero alcanzaron para encender una relación que se mantiene viva más de doce décadas-rounds después. Una de las pioneras del siglo XX sería un film mudo de 1927 titulado The Ring y dirigido nada menos que por Alfred Hitchcock, sobre “un triángulo amoroso pugilístico”.
“Apodado The Brown Bomber y considerado uno de los grandes pesos pesados de todos los tiempos, Joe Louis inspiró películas como Golden Boy (El conflicto de dos almas), de 1939”, cuenta con espíritu didáctico el periodista inglés Danny Leigh, autor del guión del documental Boxing at the Movies: King of the Ring (“El boxeo en el cine: los reyes del cuadrilátero”, 2013). Golden Boy estaba basada en una obra de Broadway del dramaturgo Clifford Odets, y seguía la suerte de Joe Bonaparte, “quien sueña con convertirse en un gran violinista utilizando el dinero que pueda ganar como boxeador. Pero, ¿se dañará las manos en el proceso?”, pregunta Leigh. Sobre tablas, la historia la representaron Elia Kazan y el recio John Garfield, quien en 1947 protagonizaría Body and Soul (Carne y espíritu), “una áspera alegoría sobre un campeón veterano que está envejeciendo, y los corruptos promotores”.
En 1956, Rocky Graziano, “considerado uno de los más grandes artistas de la historia del knockout, tuvo su propia biopic, la ganadora del Oscar Somebody Up There Likes Me (El estigma del arroyo)”, que iba a protagonizar James Dean pero –como no llegó con vida al rodaje– terminó interpretada por Paul Newman. Su director era Robert Wise, quien siete años antes había filmado una de las más indiscutibles obras maestras del género: The Set-Up (El luchador, según uno de sus títulos rioplatenses), una producción de la RKO basada en un poema jazzístico de Joseph Moncure March, y que trocaba al protagonista negro del lírico original por el más bien blanco Robert Ryan. No es difícil adivinar en su hipnótica fotografía en blanco y negro una fuente de inspiración para el Toro salvaje filmado por Scorsese treinta años después. Negrísima, amarga, The Set-Up se centra en uno de los tópicos recurrentes del género, la pelea arreglada y las conexiones mafiosas del submundo boxístico. Es el promotor quien arregla la pelea, pero lo hace a espaldas del luchador, porque considera que el tipo (a los 30 y largos, y tras una eternidad de mantenerse siempre “a un golpe de alcanzar el éxito”, según le dice a su mujer) ya está acabado. Las escenas de las peleas son impresionantes, pero más impresionante todavía es la expresión exhausta en la jeta, sacudida por el ring y por la vida, de Ryan; el rostro mismo de la frustración.
Volviendo a la inspiración que tuvo sin duda sobre el Jake LaMotta de Scorsese y De Niro, también es una prueba de que este subgénero pertenece a una tradición tan sólida que ya se alimenta de sí misma: las películas de boxeadores se nutren de los elementos dramáticos y el poder narrativo de otras películas de boxeadores (se ha vuelto una suerte de lugar común entre parte de la crítica cinematográfica eso de que “las películas de boxeadores les gustan incluso a aquellos a los que no les interesa el boxeo real, o incluso lo desprecian”). De hecho, Toro salvaje es un proyecto personal de De Niro, que tuvo que convencer al director de Taxi Driver en uno de los momentos más terribles de su vida (su adicción a las drogas, entre otros problemas, lo había dejado al borde de la muerte) de que se metiera con un tema, el de los deportes, en general, que reconoció no conocer (ni estar interesado en conocer) en absoluto. Lo significativo es precisamente que, a pesar de esa resistencia, Scorsese haya hecho con esta historia una de sus mayores obras, acaso porque entendió mejor que nadie que el cine sobre boxeo siempre “es sobre algo más”. El director identificó algo muy personal en el retrato del odio, de la furia que motorizaba al protagonista. “Es algo que yo había visto en mis abuelos”, contó Scorsese. “Un enojo que provenía de la frustación de no saber cómo sacar ventaja del American Way, de tener que conformarse con haber logrado cierto respeto en el vecindario, y lo poco que pudieron conseguir. Esa es la naturaleza de la gente pobre; intentan aferrarse a sus viejos valores. El personaje de LaMotta no puede aferrarse a esos valores porque se siente aplastado por la culpa y el enojo. De algún modo, Toro salvaje representó para mi algo nuevo: la aceptación del lugar del que yo mismo provengo”.
Bastante después del Toro salvaje de De Niro sería el turno de Daniel Day-Lewis, quien se preparó con el rigor que lo caracteriza para hacer del ex convicto Danny Flynn en The Boxer (Golpe a la vida, 1997), de Jim “Mi pie izquierdo” Sheridan y trazar un paralelo bastante obvio entre la violencia deportiva y la violencia armada en Belfast. Apenas un año antes, el director Leon Gast había completado el documental When We Were Kings, que explora el extraordinario campeonato peso pesado entre Ali y George Foreman en Zaire en 1974, el famoso Rumble in the Jungle. El propio Ali probaría ser uno de los personajes reales más cinematográficos de la historia –cada carismática aparición suya una escena indeleble–, y por lo tanto fuente inagotable de documentales (todos irresistibles) y de la biopic que Michael Mann y el actor Will Smith estrenaron en 2001.
Hay muchas más, demasiadas: algunas son ligeras variaciones del género, como The Wrestler, con Mickey Rourke (que cambia box por lucha libre pero dramáticamente está guiado por el mismo tipo de sufrimiento) o Gigantes de acero (Real Steel: robots boxeadores, pero la misma humanidad y el mismo sincero sentimiento de siempre) o The Fighter (El ganador, con Mark Wahlberg y Christian Bale), la historia real de “El Irlandés” Micky Ward, y su duro ascenso, bajo la sombra de su hermanastro, en el barrio obrero de Lowell; tanto un film de resistencia física (la técnica de Micky Ward consistía no en pegar ni primero ni más fuerte, sino en aguantar, y esperar el momento justo para conectar sus letales ganchos al vientre o los riñones) como un delirante melodrama familiar. La lista es infinita y sería un sacrilegio olvidar títulos como Fat City, de John Huston (que fue, él mismo, un boxeador) con Stacy Keach como el púgil que está de salida y Jeff Bridges siguiendo sus pasos; los irrestibles (y morbosos) documentales sobre Tyson –un ejemplo bestial de historia de ascenso y humillación públicos–, y la más remanida pero de todas maneras destartalante Cinderella Man (otra El luchador), de Ron Howard con Russell Crowe tratando de salir adelante durante la gran depresión, o Million Dollar Baby de Eastwood (junto con Girlfight, de Karyn Kusama los únicos dos grandes clásicos sobre luchadoras mujeres) o los dos grandes títulos del director Mark Robson: Champion (El triunfador, 1949, con Kirk Douglas) y La caída de un ídolo, historia de corrupción con Humphrey Bogart como un periodista, y Mike Lane como el falso boxeador argentino “Toro Moreno”.
Y por supuesto, ahí está el Gatica, el mono de Favio, uno de los pocos aportes locales al género, que también abreva en sus tópicos universales, retratando como pocas veces lo hizo el cine argentino el clamor popular por el ídolo (en paralelo al avance del peronismo) y su trayectoria hecha de sangre, sudor y lágrimas bajo la mirada brutal del mismo director que había hecho de Carlos Monzón un actor en Soñar soñar. Fuera de Gatica, para encontrar exponentes argentinos hay que bucear entre unos pocos documentales (Licencia número uno, sobre la Tigresa Acuña; o el más reciente sobre Maravilla Martínez), remitirse a la televisión (Campeones de la vida, o Contra las cuerdas, la telenovela con Rodrigo de la Serna) o dar con el casi inhallable Nosotros los monos, de Edmund Valladares, con Lautaro Murúa y basada –sinopsis oficial– en “la vida del boxeador pampeano Mario Paladino, que falleció en el ring, para mostrar el mundo del boxeo como salida laboral para los hombres del interior del país y realizar un enérgico alegato sobre la degradación humana y contra la violencia”.
Cualquiera de los infinitos recorridos posibles por esta historia podría desembocar en Revancha (la de Fuqua y Gyllenhaal), que para sus críticos menos amables es una suerte de compendio de elementos y situaciones que uno puede ir identificando de las películas que la precedieron. Lo notable es que ni siquiera esos críticos más desdeñosos pueden dejar de reconocer que es imposible retirar la mirada; que nadie va a abandonar la sala, que todos seguiremos poniendo la cara para recibir otro golpe, impresionarnos con ese párpado caído y la oreja rajada.
La lista seguirá ampliándose a lo largo de los próximos meses, con los estrenos de 1) Creed, suerte de spin-off de la serie Rocky en la que Stallone entrena al hijo del primer gran némesis, Apollo Creed. 2) Hands of Stone, en la que Robert “Toro Salvaje” De Niro, bajo dirección de Jonathan Jakubowicz cuenta la historia de Roberto “Mano de Piedra” Durán y su entrenador, Ray Arcel. 3) Un biopic sobre Tyson protagonizado por Jamie Foxx y 4) La más independiente Bleed for This (Sangra por esto) con el actor revelación de Sundance 2014, Miles Teller, en el papel del campeón mundial Vinny Pazienza, quien tras un accidente automovilístico que casi lo manda al otro mundo, acometió “uno de los regresos más sorprendentes de la historia del deporte”.
Y han sido y son y serán todas películas que funcionan, de algún modo, como variaciones de una misma. Historias, volviendo a Joyce Carol Oates, erigidas sobre la certeza de que “no existe sistema político en el que el espectáculo de dos hombres peleando entre sí no funcione como un reflejo contundente de la impotencia política de la mayoría de los hombres: (los objetos legítimos del enojo no están a su alcance así que) cada hombre pelea con lo que tiene más cerca, más disponible, lo que está dispuesto a darle pelea. Y, si puede, lo hace por dinero”.
Y el boxeo, finalmente, como un universo en el que “no importa qué tan artificial o delimitado sea el contexto, un ser humano, uno de nosotros reducido a la esencia de la fuerza y la habilidad física, y a su ingenuidad, puede controlar su destino. El boxeo no es solo esto, pero esta es su premisa secreta: que la vida en el ring es dura, pero ahí arriba uno solo recibe lo que merece”.
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