Dom 16.08.2015
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ARTE >GUMIER MAIER

BAJO UN MISMO ROSTRO

En 1978, Jorge Gumier Maier estaba enfermo y angustiado: transcurrían la dictadura y el Mundial y él no paraba de dibujar rostros contorsionados, expresionistas, que parecían mostrar su estado de ánimo. De esos juveniles dibujos a témpera, que se perdieron en mudanzas y descuidos y nunca fueron mostrados hasta hoy, quedan 127 y una serie paralela de doce aguadas de tinta. Y resultan reveladores, sobre todo porque parecen mostrar otra cara de Gumier Maier, el artista obsesionado con la alegría, refractario a las lecturas críticas “serias” y hacia todo arte que tematice la historia argentina y especialmente la de su generación. Una cara oculta, algo desesperada, pero por la que se cuela, como en ráfagas, una mueca de humor y que ahora puede verse por primera vez en la muestra Ser germano, retrato de mi madre y otros dibujos de 1978, en la galería Mite.

› Por Claudio Iglesias

Un hombre solo sufre con el Mundial de Fútbol. No mira los partidos, no le interesan. Es 1978, el clima de ideas es un poco plomo. Está enfermo, acostado, en armonía con su estado de ánimo. Y dibuja: rostros contorsionados, musculatura facial inquieta como la de un Papa de Bacon, o la nariz muy empastada, cargada de materia, como las de Franz Auerbach, y otros clichés del retrato expresionista de mediados del siglo XX, sin grandes arrebatos cromáticos (más bien monocordes y oscuros) y con mucha cara fea. En realidad dibuja siempre el mismo rostro, cada vez peor, cada vez más escatológico. “Miren: estoy mal”, podrían decir los dibujos. Aunque nunca los muestra: quedan en una carpeta de recortes, dan vueltas, algunos se extravían con las mudanzas. De aquellos juveniles dibujos a la témpera de Jorge Gumier Maier quedan en total 27, y una serie paralela de doce aguadas de tinta. Fue Sebastián Desbats, su asistente y compañero de las tardes desde 2014, quien los descubrió y llevó la idea de la muestra a la galería Mite.

Sorprende que sea Gumier Maier el hombre acostado, enfermo, desesperado y harto del fútbol, aunque verlo así, a través de estos trabajos que nunca quiso mostrar, ayuda a entenderlo. Su obsesión con la alegría, que dio forma a su trabajo como curador de las galerías del Centro Cultural Ricardo Rojas en los noventa; su activismo homosexual avasallante, su actividad en Cerdos y Peces y su sorna con todo lo que oliera a temas serios, sus berrinches con las lecturas críticas que ponen al arte en contexto, y más en concreto su desprecio hacia todo arte que tematice la historia argentina reciente, la de su propia generación, con sus exilios, sus fracasos y sus muertes, todo eso tiene ahora algo marcado y como escrito con resaltador: algo caricaturesco en sí mismo. Una especie de teatro. Por ejemplo cuando decía en una entrevista, a fines de los largos noventa, que en Argentina no había un déficit de memoria histórica sino un exceso, que lo necesario era olvidarse del pasado, no buscaba solamente sacar chispas con alguna izquierda cultural de la época; la cosa pasaba por dentro. Se entiende que sea esa personalidad intelectual, proclive a burlarse de la corrección política y de cualquier intento por subsumir las cuestiones estéticas a las cuestiones sociales, la que hiciera aquellos dibujos de acostado, transidos de desengaño, asco, y escatología inglesa. La muestra curada por Desbats (una de las curadurías más fáciles y también de las más fieles que sea posible imaginar: encontrar algo y ponerlo a la vista) hace más comprensible al hombre detrás de su propia obra. Los dibujos que nadie podía imaginar que hiciera Gumier Maier pudo hacerlos justamente él, en un preciso momento y lugar.

La cosa existencialista y recargada, y que parece un cruce entre Jean Fautrier y cierto cine argentino de la desesperación, sin embargo tiene gusto a comedia. Las imágenes de Gumier acostado desde luego que son tristonas, embrutecidas. El ambiente por supuesto que no daba para mucho más; pero algo de la alegría elemental del art brut se les filtra incluso a través del color del rostro hecho pelota, repetido 27 veces, como si Gumier se hubiera dedicado un mes de febrero con un día menos a hacerse un retrato con su imagen en el espejo del baño cada mañana. En medio del bajón y la serialidad, con el “J. Gumier Maier ’78” escrito en lápiz que acompaña cada una de estas cabezas atormentadas, uno ve pequeños matices: el ojo puede estar tan negro que termina en un brillo blanco, o puede haber muchos pares de ojos, para mirar muchos problemas. (Ha llegado a retratarse con cuatro pares, en un día muy espeso.) El trazo que rodea el rostro siempre es firme, en cierta forma siguiendo el retrato típico de Dubuffet: facciones dislocadas, pero separadas nítidamente en escorzos, en este caso sin ninguna ostentación cromática ni nada parecido: solamente un ocre feo de letrina y el negro de tinta que marcan líneas o hacen enchastre sobre el papel blanco apenas más grande que una hoja A5. Si los ojos tienden a multiplicarse, la sonrisa se hace meliflua y se retuerce como las tripas de alguien que sufre, formando ondas que alternativamente pueden parecer de entusiasmo. En algunos de los más enteros, los mejores momentos, unas cejas o unas pupilas correctamente ubicadas dan un poco de entereza tanguera, algo de pose en medio de la catástrofe.

El teatro unipersonal del dolor, la mecánica compulsiva típica del artista hospitalizado o internado, así sea autointernado, la desgracia del ocre y el material que se abandona a los gemidos cuando sale del pincel no podrían estar más lejos de quien años más tarde no sólo propuso evitar la tristeza en el arte, sino que sintió incluso la tentación de prohibirla y llevarse puesto al ocre, si podía. La obra plástica más conocida de Gumier Maier, sus maderas caladas pintadas con patrones en colores pastel, y su tarea intelectual como escritor en revistas y como curador del Rojas, no dejan lugar imaginable para una obra juvenil tan esotérica y embanderada en lo que podría llamarse el existencialismo argentino de la desindustrialización: esa sensibilidad difusa, presente en mucho cine y en muchos libros de fines de los años 1970 en adelante, que se resume en la frase “estamos hechos mierda” y que llegó a ser poco menos que una política de Estado para la cultura de la naciente democracia. Es cierto que en el arte (un mercado que los militares intervinieron menos que el de las vedettes y los libros) la plasmación de este imaginario no tuvo problemas en cuajar durante la dictadura misma, ya que su espacio de circulación era mínimo. Y también sería la clave de un artista oficial del alfonsinismo como el joven Kuitca, que al lamento y la esperanza pudo sumarle referencias oportunas al silencio de los años de plomo y el cliché purificador de la respiración artificial en versión pebete.

Pero lo interesante no es lo que pasaba en ese momento, ni durante la dictadura ni a lo largo de la década de 1980, cuando sí vuelven a la carga todos los expresionismos turbios, sino lo que podía pasar quince años después. Porque la dislocación entre los dibujos de 1978 y la obra madura de Gumier es transitiva a toda una generación que también se vio interpelada por los mismos materiales (como el Mundial y la invasión de Malvinas) en muchos casos a una edad impresionable como es la del paso por la secundaria. En definitiva, el abrazo angustiado a la historia (aunque sea la historia de los hechos pelota) y la explosiva fe en el abandono de la historia, acompañada por la creencia en el arte como una Arcadia que se mantiene sobrevolándola a salvo, son dos actitudes solidarias. Y de hecho sería posible listar a los principales artistas del Rojas, los artistas que definieron el gusto de Gumier Maier y que él mismo ayudó a definir y a construir, según su posición ya sea frente a una u otra de estas dos mitades que no encajan. En la zona más tradicionalmente vinculada con el programa del Rojas, en la zona de la fe explosiva, están los artistas como Pombo o Fernanda Laguna, Feliciano Centurión y Omar Schiliro, dotados de sensibilidades particulares. Pero el Rojas también albergaba talentos como Lux Lindner, obsesionado con la memoria histórica, con el acontecer político nacional y particularmente con el Mundial, aunque de forma asordinada, y también dotado de cierto dramatismo bizarro y capaz de romper el cuerpo humano en pedazos en cada imagen.

Para terminar, una obra de Pombo de 2012 ayuda a explicar la dicotomía: es Paisaje con matadero y monedero (2012) y tiene dos engarces, justamente una edición de El Matadero, invadido por stickers, y un monederito de colores en primer plano, de los que se venden en la calle. Pombo con astucia ha dicho que el texto de Echeverría representa una idea seria, violenta y coloridamente política de la tradición argentina regada en su propia tragedia nacional, y que el monedero triunfante representa una superadora volatilidad frívola, aunque la obra hace pensar más bien que no es una opción o la otra, sino la incertidumbre entre ambas, lo que movió las neuronas de su generación.

Curar la cabeza de un curador (o ex curador, como se define Gumier Maier) fue algo que Desbats hizo casi sin querer y con una especie de torpeza visionaria. La historia entre ambos parece una parábola zen de las que solían típicamente poblar los textos de Gumier Maier (incluso los más picantes y cargados): Desbats comenzó a trabajar como su asistente, en una disciplina que no conocía, la madera calada. Al principio tuvieron dificultades: el taller que se inundaba, la tele que no prendía para mirar la novela de la tarde. Pero con el tiempo se fueron haciendo amigos, tomando mate, chimentando y dándole a la madera. Y un día aparecieron los dibujos fechados en 1978, como un sopapo revelador.

Ser germano, retrato de mi madre y otros dibujos de 1978 de Jorge Gumier Maier se puede visitar en Mite, Av. Santa Fe 2729, 1er. piso, local 30. de martes a viernes de 14 a 20, hasta el 13 de septiembre.

PARTE DE LA SERIE DE 27 DIBUJOS EN TEMPERA (24 X 18 CM) Y 12 AGUADAS DE TINTA (28 X 22 CM), TODOS DE 1978

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