Domingo, 23 de agosto de 2015 | Hoy
MúSICA IRON & WINE
A fines de los años ’90, la industria de la música estaba saturada de pop y rap. Casi como una respuesta calma empezaron a surgir cantautores folk, desde excéntricos como Devendra Barnhart hasta virtuosos como Sufjan Stevens. Y entre todos ellos había uno tímido, especial, que escribía canciones hermosísimas: Iron & Wine, el nombre con el que se presenta Sam Beam, un hombre de Carolina del Sur que fue profesor y padre de familia en Florida. Sus canciones tristes sobre la naturaleza, la muerte, el amor, las mujeres, fueron parte de bandas de sonido de películas tan diversas como Tarnation o Crepúsculo y tienen una tibieza absolutamente única, ayudada por su voz delicada. Ahora Iron & Wine viene a Buenos Aires por primera vez a repasar su cancionero y a presentar Archive Series Volume No. 1, con material de sus primeros años, cuando escribir canciones era su hobby solitario.
Por Micaela Ortelli
Montani Semper Liberi. “Los montañeses siempre son libres” es el lema del escudo de Virginia Occidental, uno de los estados que rodean los montes Apalaches en su extensión de Alabama a Quebec. Existe allí el poblado remoto de Jerry Run, habitado por cuantas personas se repartan en 25 casas y quepan los domingos en una iglesia Metodista. La mayoría son leñadores. En 1995 Dusty Anderson, carpintero y músico aficionado del lugar, tuvo una idea que en todos los años que tomó concretarla pareció delirante: construir una verdadera sala de conciertos para una comunidad aislada, que si quería escuchar música en vivo estaba obligada a viajar varios kilómetros. Anderson aprendió sobre acústica en la biblioteca, consiguió 150 butacas de un aula universitaria en refacción, pidió ayuda a familiares para juntar fondos y a vecinos con tractor para levantar el edificio de madera de seis metros y medio. Desde 2003 el Jerry Run Summer Theater abre los sábados en la temporada primavera-verano y es una de las salas preferidas de los músicos de la zona, donde en invierno se juntan hasta 40 centímetros de nieve.
Todo esto se conoce a través de un periodista que viajaba por otro asunto y contó el hallazgo en el LA Times. A Sam Beam, que vive en el estado vecino de Carolina del Norte, la historia lo conmovió porque se identifica con las personas como Dusty Anderson, soñadoras y laboriosas. Fue idea de su manager la de celebrar en el teatro escondido de Virginia el lanzamiento de Archive Series Volume No. 1, un material de la primera época de Iron & Wine –el nombre que usa Sam Beam para presentar su música– que no entró en el disco debut. Si a quienes lo vieron alguna vez en vivo –con banda e iluminación, en alguna sala moderna de Nueva York, por ejemplo– les cuesta explicar el efecto emotivo de esa música que es como un lago, hay que escuchar a Sam Beam solo con la guitarra entre las paredes artesanales del Jerry Run: la calidez traspasa la pantalla que proyecta Los que sueñan y los que hacen son mis personas favoritas, un pequeño documental con el registro del show donde sonaron en vivo por primera vez aquellas viejas grabaciones caseras.
Sam Beam tiene 41 años. Es hijo de un administrador agrario y una maestra. Se crió en Carolina del Sur. Estudió arte en Virginia y se especializó en pintura, como la mujer con la que se casó. Después estudió cine en Florida. Trabajó en publicidad en los parques de Disney y fue profesor en la Universidad de Miami. Escribir canciones era su hobby solitario. Sencillas –con guitarra acústica, slide o banjo–, adecuadas a su tono de voz suave, de hombre bien plantado, de padre sereno. Un día un amigo le prestó una portaestudio y las empezó a grabar; en esa época –finales de los ’90, la industria saturada de pop y rap– sus demos que parecían salidos de los ’60 pero anunciaban el boom del lo-fi y la delicadeza siglo XXI (Sufjan Stevens y Devendra Banhart, por ejemplo, surgen al mismo tiempo), tuvieron que llegar a oídos receptivos y visionarios para conseguirle un contrato. Fueron los de Sub Pop, llamativamente, la discográfica que descubrió a Nirvana y hoy acompaña a la vez el éxito de Beach House y el regreso de Sleater Kinney.
The Creek Drank the Cradle (2002), el primer disco de Iron & Wine, fue una selección casi arbitraria de lo que había escrito hasta entonces, y se editó como salió de aquella habitación de Florida –aunque en nada se parecían a un entorno veraniego y consumista esas imágenes familiares, de montañas, campos, pájaros y amaneceres religiosos–. Enseguida Sub Pop le propuso salir de gira y Beam armó una banda con las personas que tenía cerca: su hermana y unos amigos. Las canciones fueron fáciles de aprender. Así se convirtió en frontman el hombre barbudo que componía con tanto desinterés que a su alias lo sacó de un suplemento dietario (hierro y vino). Su familia se sorprendió mucho de la nueva profesión porque Beam no es la persona más extrovertida. Dar clases lo había fogueado en lo que a presentarse en público se refería, pero no podía compararse con la experiencia de tocar sus canciones en vivo, algo que tuvo que aprender a disfrutar, dice, porque la inmediatez del escenario va contra su naturaleza controladora y perfeccionista.
Para perfección se puede escuchar su segundo disco, que vino después del EP The Sea & the Rhythm (2003), también grabado en la habitación de Miami (en algún momento, con dos hijas al menos, la familia se mudó a Austin, Texas). Our Endless Numbered Days (2004), lo primero de Iron & Wine grabado en un estudio profesional, suena como si a cada nota la hubieran lavado y peinado antes de ponerla en su lugar. Aparecen nuevos instrumentos: mandolina, teclado y una sección rítmica que va en zapatillas de ballet, efectiva pero grácil. Todo parece dispuesto con el cuidado de las pinceladas de la portada del álbum, un autorretrato de Beam con los ojos cerrados tirado en el pasto. “Uno de los dos va a morir entre estos brazos. Los ojos abiertos, desnudos como vinimos. Uno de los dos va a desparramar las cenizas por el campo”, canta por allí.
Iron & Wine es como un domingo –lento y melancólico–, aunque sus canciones suelen recibirse con una solemnidad que no es suya. Los periodistas analizan las letras, le preguntan si cree que hace música triste; él no diría eso: más bien que intenta describir sentimientos, escribir cosas verdaderas que no podrían expresarse en una conversación: no entristecer a las personas. Y por lo que se sabe, no hubo infortunios en su biografía que pueda estar llorando, ni grandes correrías que hayan descolocado su personalidad, al contrario, aparenta ser un hombre de lo más centrado: sigue casado con su novia de la temprana juventud, tienen cinco hijas. “Papá taxi” lo llaman porque gran parte de su tiempo lo dedica a llevarlas y traerlas de sus actividades, cuenta Sam Beam desde una habitación con vista a las Rocky Mountains en Denver, Colorado, mientras se prepara para un show junto a Damien Rice. Iron & Wine está ahora mismo de gira, pasará por Buenos Aires en septiembre –solo, sin el irlandés–; en la casa su ausencia se siente porque cuando no está haciendo de taxi está ahí trabajando. Todos los días sin excepción Beam dedica unas horas a la música –“la rutina es muy importante”, dice–. También, porque tantas bocas no se alimentan solas, empezó a vender sus canciones a la industria del espectáculo, descontextualización que no le genera ningún conflicto. Por ejemplo, cientos de miles de adolescentes lloraron al final de Twilight con su tema “Flightless Bird, American Mouth”, incluido en The Shepherd’s Dog (2008), un disco marcado por su amargura ante la reelección de Bush en 2004.
Así trabaja Sam Beam: agrupando canciones que puedan cohesionarse por alguna razón, no compone un álbum de cero con un concepto claro: “Me encanta el proceso de crear arte. El único trabajo del artista es perderse siguiendo su visión y a su musa. Hacer canciones es como pintar; sumar sonidos a una canción es como sumar pinceladas a una pintura. El proceso en sí de que la canción o la pintura se revele a sí misma ya es gratificante”, dice. A veces el material acumulado construye un álbum, otras un EP, como Woman King (2005), canciones intensas –con guitarra eléctrica algunas– sobre mujeres importantes o desconocidas, mujeres que son todas las mujeres, desde la virgen María a su compañera de vida: “Ella es más que sus miles de nombres. Nadie tiene las manos tan suaves y tan firmes. Gracias a Dios que me ves como me ves, siendo dos extraños”, canta en “My Lady’s House”. Y en la hermosísima “Jezebel” recuerda al controvertido personaje bíblico que terminó arrojada de una ventana y comida por los perros: “¿Quién ha visto a Jezebel? Nació para ser la mujer que pudiéramos culpar”.
Iron & Wine puede compartir shows con Devendra Banhart o Stephen Merritt, el cantante de The Magnetic Fields; es una de las figuras más estables de la nueva escena folk –que abarca a exponentes europeos como José González–, y seguramente el menos raro de aquellos tildados de “freaks” (Andy Cabic, Joanna Newsom). Como todo artista con pasión y disciplina, tiene una obra abundante, que según la precisión con la que se escuche, pudo haber variado mucho o casi nada. Necesariamente, cuanto mejor empezaron a sonar los discos, cuantos más los involucrados en hacerlos, más lejana se volvió la música –o eso dicen las almas posesivas–. Kiss Each Other Clean (2011) y Ghost on Ghost (2013) crecieron en sofisticación sin llegar, por suerte, a una grandilocuencia a lo Andrew Bird. “The Desert Babler” ya es toda una balada pop reconocible, con coros y momentos tarareables, y “Joy” es como un jazz para niños o una canción de cuna para adultos: “En lo profundo del corazón de este hombre complicado hay un niñito tirando de tu mano”, arranca.
Este 2015 Iron & Wine firmó dos discos y trabajó en otro en colaboración con Jesca Hoop, cantautora californiana discípula de Tom Waits. Acaba de cerrar el tour de Sing into my Mouth, un álbum de covers que lanzó con Ben Bridwell, el cantante de Band of Horses –un trabajo menos llamativo por el resultado en sí que por demostrar que todo puede tener su costado folk (Talking Heads, Spiritualized, Sade, por ejemplo)–. Y presentó, con un sello propio dieciséis canciones que había descartado a fines de los ’90, cuando era profesor de facultad y una grabadora prestada le cambió la vida. El compilado Archive Series Volume No. 1 salió de esa grabadora, y allí, otra vez, Iron & Wine vuelve a sonar como Nick Drake, para las almas profundas. Después de hurgar en ese archivo Sam Beam se siente como quien lee su viejo diario íntimo y es capaz de entender quién era en ese momento y cuánto evolucionó. “Todo lo que te puedo contar es cómo pasábamos el tiempo. Los amigos se hacen de las formas más extrañas, y a la larga los voy a extrañar”, canta en “Everyone’s Summer of ’95”, lo primero que se conoció del disco amarillento que presentó en el Jerry Run, el teatro escondido de Virginia donde Iron & Wine suena tan lindo como un hogar a leña.
Iron & Wine repasa su discografía en formato íntimo el sábado 5 de septiembre en Niceto Club (Niceto Vega 5510, CABA). Entradas $ 350.
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