Domingo, 25 de octubre de 2015 | Hoy
Por Juan Carlos Kreimer
Podés sentarte todos los días, muchas horas, darle sin tregua ni recreítos. Meterle mano infinitas veces. Imprimirlo y tener una perspectiva más global que verlo en pantalla. Volver a corregir sobre lo corregido hasta olvidar qué había antes. Cubrir párrafos enteros con el cursor y buscar al tacto la tecla del delete. Incorporar escenas o miradas transversales. Dar vueltas oraciones. Ser más específico en ciertas cuestiones. Convertir en diálogos algunas explicaciones. Canibalizar hasta el último giro ingenioso que te quede sin haber usado. Poner las réplicas más venenosas. Hacer que se haga luz en cualquier noche. Eliminar todo cuando sea iceberg sumergido. Agarrarte la cabeza con las manos, rascarte el cuero cabelludo mientras los ojos de tu mente se dejan caer, al mejor estilo Alicia, por los agujeros negros donde te estaría esperando lo buscado. Eso y mil cosas más podés hacer desde la unidad de producción silla-tornillo-culo. Con o sin inspiración. Poniendo lo que consideras lo mejor tuyo. E intentando aplicar las indicaciones puntuales que tanto te reiteraban los malditos coordinadores de los talleres literarios en los que participaste. Ahí donde llegaron a alabarte alguna que otra página por la que no dabas nada y te creíste habilitado para dar por sentado que cualquier ondulación que se cruza por tu mente es pasta de texto. Independientemente del género en que lo quieras calzar.
Así y todo, nada te garantiza que el resultado de tantas horas de trabajo invisible y de las que pasás sobre la compu limándote las cervicales, pueda tener algún sentido. Digo: que eso que escribiste y más allá de lo que opinen tus diez amigos funcione por sí mismo. Te rinda, no digamos el tiempo, ni la libido ni los desacomodos interiores invertidos sino la rebanada de esperanza que pusiste, ponés, en la actividad y te rescate de esa idea obsesionante de para qué lo hago, nunca podré, etc. Pronunciá rinda con la erre arrastrada y una i vibrante que se hunda debajo de tu lengua. Como si dijeras caneeejo.
No me refiero a las notas que te piden. O hacés como camillero ilustrado que transporta data de conflicto de aquí para allá: en ellas siempre tenés una grieta donde clavar la estaca y colgar lo que fuera necesario para que el cuentito se ajuste al espacio preasignado y satisfaga a lectores a quienes no les importa de qué hablás sino que los mantengas equis tiempo dentro de la estética de la señal, como quien compra tal marca de galletita queriendo paladear el mismo sabor familiar, no otro. No. Hablo de eso, cómo llamarlo, en lo que te metés solito, solita, de puro francoescribidor que creyó ver pasar una liebre entre el sembrado y ya no sabe si es el viento que mueve los tallos o tu propio acecho lo que te hace apuntarle a una historia que, suponés y hasta que no le tires unos párrafos nunca tendrás la menor certeza, anda por ahí. Buscándote como sombra ‘e folklore.
¿Por qué es tan difícil ser objetivo con lo que uno escribe? Si hay alguien de ese lado, por favor que nos lo diga. ¿Por qué cuando te dejás ir por el torrente no tenés la más puta idea si está yendo o no al lugar donde creías estar yendo? Y por lo general, no. No me vengas con el auto enamoramiento. Ni con que el inconsciente no puede observar el inconsciente. Ni con que te encandilás con tus propias construcciones. Venime con otra que me explique qué causa, siempre mía, crea puntos ciegos que juegan a las escondidas con lo que resulta obvio a los ojos de cualquiera que barrene sobre tu tira de palabras. ¿Qué application necesitaría tener el captador de la mente para discernir en lo propio eso que resulta más claro en texto ajeno?
Un programa que no aparece a fuerza de trabajo ni de poner el despertador a tal o cual aspecto, ni de proponérselo. Y que solo, o recién, y no siempre, se deja ver cuando se te cambia la mirada y te releés desde el efecto distancia: cuando eso que está ahí deja de parecerte tuyo y pierde relación con todo lo que ya sabés al respecto. Y podés (el lector podrá) reconstruir estrictamente con lo que se desprende entre lo dicho y lo no dicho, entre cómo lo decís y cómo te corrés a un costado para interferir lo menos posible entre lo que querés decir y lo que el escrito ya es capaz de representar.
Digamos que lo representa y funciona. Si pensás que ahí se acaba el infortunio inherente, que lo que escribiste queda oficializado por el mero ok de alguien que decide publicarlo, pusiste solo una mano sobre el elefante: queda mucha piel por descubrir. Y cada vez que vuelvas a enchastrártelas con otra de esas ideas desmembradas que se te meten por las cejas, te pasará lo mismo. Así muchas veces hasta que llega un día –el escrito menos pensado– en el que se te revelará que justamente ese misterio de no saber ni estar seguro de que esto está diciendo esto otro es lo que da sentido a este oficio basado básicamente en la pérdida del tiempo. En el fracaso como vía de acceso (“Lo intentaste. Fracasaste. No importa. Intentalo de nuevo. Fracasá otra vez. Fracasá mejor.” –Samuel Beckett). En las premisas de que gusto es control y disgusto la posibilidad de hacer algo nuevo. Dirán que sos un problematizado crónico, un fisurado irreversible, que estás condenado de por vida a la insatisfacción. Montones de cosas más dirán de vos. La mayoría probablemente acertadas. Cualquiera con suficiente poder de defenestre como para que un día grites Baaasta y largues todo y apliques ese área de inquietud a ver series antes de que estrenen nuevas temporadas. Tiempo perdido de una forma, tiempo perdido de la otra, ¿cuál es la diferencia? Al fin de cuentas, el cadete de la editorial, cuya obra cumbre consiste en escribir Borges con jota, se lleva más dinero que vos por regalías y encima goza de 15 días por año para olvidarse de sí mismo. Los mismos que vos querés aprovechar para seguir decepcionándote con lo que no lograste escribir durante los meses calendario.
Podés creértela. Si llegás es al menos un ratito y ese ratito ahí vale por miles de los que circulan por aquí. Y nadie, ningún recaudador de decepciones, ningún embargo ni pena, ningún reclamo conyugal, ninguno de esos comentarios pedorros que escriben los que creen entender de qué hablás, le llega a los talones al estupor que pasaste cuando percibías que el sentido patinaba sobre lo que habías escrito. ¿Quién te quita ese elevadísimo nivel de incertidumbre en sangre? Nadie. Porque hay un yo en vos que ya lo sabe: en ese no saber que empieza a saber se cuece lo que otro día tal vez te tomarás el trabajo de escribir o reescribir. Verás.
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