Domingo, 25 de octubre de 2015 | Hoy
MúSICA > KEITH RICHARDS
A los (casi) 72 años, una edad que nadie le auguraba, Keith Richards lanzó su tercer disco solista, el magnífico Crosseyed Heart, donde trabaja con su compinche Steve Jordan y despliega su buen gusto de explorador por las músicas que ama: el rock and roll, el blues, el country, el reggae. Y viene acompañado por un documental también excelente, Under the Influence, que se puede ver por Netflix, que documenta el proceso de grabación y creación del disco y logra algo increíble: que su historia, contada tantas veces –incluso por él mismo–, parezca nueva.
Por Sergio Marchi
A su manera, el hombre es un filósofo. Su sistema de ideas está bien asentado y lo sabe articular para consumo público. Lejos de convertirse en un venerable anciano, Keith Richards sostiene: “Yo no envejezco, evoluciono”.
En noviembre llegará a los 72 años, una edad que para el hombre moderno no es tan avanzada, merced a los adelantos que ha hecho la medicina en los últimos cincuenta años que Richards ha tocado con los Rolling Stones, convirtiéndose de a poco en su esencia. No obstante, 72 años es mucho para un rockero y un milagro específicamente hablando de él. Encabezó la tabla de aquellos candidatos a caer por la borda en los ’70, cuando cargaba unos treinta y pocos, pero rebajes y brebajes le permitieron habitar una actualidad en la que se da una paradoja: el último sobreviviente rockero, se convierte por derecho propio, en el primer bluesman que da la camada del rock. Aunque su disco, Crosseyed Heart, tenga solo unos amagues de blues y se pierda por el camino del eclecticismo.
Es el tercer trabajo como solista de un hombre que es conocido por ser el Mascherano de los Rolling Stones: un jugador que se sacrifica por el equipo y que sabe como distribuir el juego. Se la tira larga a Mick Jagger para que corra de una punta a la otra del escenario; lo mantiene a Charlie Watts atrás, en la batería, para que cuide el arco; manda a Ronnie Wood a cabecear el centro mientras él permanece en el círculo central del campo controlándolo todo. Crosseyed Heart, en ese esquema, es un partido de potrero donde se cuidan las buenas costumbres pero no se abusa de la gambeta. A puro corazón y pases cortos, Keith Richards hilvana un disco en el que puede hacer lo que más le gusta: el roll.
Antes, se queja un poco del rock. “Lo transformaron en una marcha –dice–. Del rock and roll nunca me canso, pero sí me canso de la música rock que es la versión del hombre blanco. Quiero decir: discúlpenme, prefiero el roll”. En un silogismo, describe el problema que enfrenta buena parte de la música que hoy se llama rock, aunque no por esto descubrió la pólvora: Duke Ellington advirtió esa dificultad desde el jazz en 1931 cuando compuso “It Don’t Mean a Thing if it Ain’t Got That Swing” (si no tiene swing, no tiene nada). Al rock le robaron el roll, y Keith Richards tiene encanutada una reserva que le alcanzará hasta que le suene el silbato final. El rock sin el roll, no tiene gracia, es una marcha: es Mick Jagger solista.
Crosseyed Heart pone de relevancia esa cuestión. A Keith Richards no le interesa la producción, el despliegue, la sofisticación vana, el pavoneo ni la fuerza bruta. Para él todo está en ese pequeño sesgo rítmico que es el roll, que desarticula sutilmente al rock y lo convierte en algo vivo, algo sexual, conectado con la tierra y con la sangre, sin por eso estar anclado al suelo: frecuenta una sintonía de liviandad. “De eso se trata el rock and roll –resume Richards–, tocás y te hace levitar. Y sucede cuando los tipos alrededor tocan y vos decís: ‘Ellos también lo sienten. Lo sé’. Y buscás esos momentos donde volás. Y tratás que duren el mayor tiempo posible porque es una de las mejores sensaciones del mundo. Tal vez solo sea rock and roll, pero te digo algo: es de puta madre”.
La misma calificación merece Under the Influence, el documental de Netflix que salió el mismo día que Crosseyed Heart. Su director es Morgan Neville, un cineasta apasionado por la música y obsesionado por el detalle, que dirigió documentales sobre Muddy Waters, el sello Stax y Johnny Cash (también realizó el largometraje 20 Feet From Stardom, dedicado a las coristas de las estrellas), y que se las ingenió para contar la historia de Richards, conocida, trillada y mitologizada hasta el cansancio, y hacerla parecer nueva. Under the Influence cuenta la historia de... un folklorista. Patea al demonio el estereotipo del rockero más gastado de todos los tiempos, archiva la gloria del sobreviviente que lanza carcajadas ante el aliento de la muerte, y muestra a Keith Richards como lo que es hoy: un músico que ama y venera sus raíces. Pero no cualquier músico, sino uno que desafió la tradición y ahora se convirtió en su encarnadura.
Crosseyed Heart y Under the Influence se retroalimentan el uno al otro; el documental explica al disco, pero no lo suficiente como para entenderlo del todo en modo visual y predigerido. Lo que hace es poner el foco en el hombre, el artista que se toma su pasión con una seriedad que no requiere de sobriedad: Keith Richards lanza carcajadas todo el tiempo como si fuera “un cuervo atascado en una chimenea”, tal como lo describió acertadamente la periodista y escritora británica Caitlin Moran. Es la risa con la que Richards remata sus agudas sentencias lo que destartala cualquier atisbo de solemnidad. Es una risa fermentada, alimentada a tabaco y macerada con rones de los siete mares y glaciares de capas geológicas no determinadas. Es la risa de un pirata, sí, pero también la de un hombre que lo ha vivido todo, y que todavía encuentra a la vida un tanto misteriosa, inexplicable e impredecible. “La vida es algo divertido –describe Keith–, pero siempre supuse que se terminaría a los treinta, que vivir después sería algo horrible. Hasta que cumplí treinta y uno. Ahí pensé que no era tan malo, que lo iba a hacer por un rato más”. Y lanza su graznido en forma de risotada.
Keith Richards camina por un parque, descalzo, con una camisa, unos jeans, la cabellera canosa flameando al viento, y tiene onda: no es, para nada, un viejito pisando el pasto. También tiene puesta una vincha con los colores rastafaris. Las arrugas de la cara, esos caminos legendarios, parecen ser menos pero más profundos. Se ríe más, y su piel tiene la apariencia de un quelonio de cientos de años: el hombre no parece preocupado por la cámara que lo registra al detalle. Está muy acostumbrado. Y el documental arranca con música de... Mozart. Da la impresión que algo no encaja, pero todo está en su lugar: fue uno de los tantos nutrientes de su cultura musical. Under the Influence busca la raíz de Keith Richards y él la muestra como si fuera una cicatriz o un tatuaje. Habla de su abuelo y su guitarra, de su madre y la radio, de su padre y su ausencia para contar la historia de una reconciliación histórica. “Cuando me fui de casa, mis padres se divorciaron. No volví a saber de mi viejo durante veinte años. Luego le escribí una carta y lo invité a casa. Ese día en el que vino, lo tenía a Ronnie Wood a mi lado como protección: así de asustado estaba yo. Y entró un señor muy viejito con piernas muy frágiles. Pero era papá. Y no nos despegamos durante los próximos veinte años. Vino conmigo a cada show, a cada presentación, y disfruté mucho mostrándole el mundo, y creo que él también disfrutó mucho viéndolo conmigo”. Sí, habla del mismo padre cuyas cenizas supuestamente inhaló, aunque más no fuera una pizca.
Lo que hace Under the Influence es perseguir a Crosseyed Heart por una ruta paralela. El álbum no está hecho para conquistar el mundo, sino para que Keith Richards sea indulgente consigo y explore las músicas que ama: el rock and roll, el blues, el country, el reggae. Como siempre requiere de un cómplice, un partícipe necesario, y en su carrera monoplaza ese es Steve Jordan, el baterista negro que conoció cuando tuvo que reemplazar a Charlie Watts en los Rolling Stones durante la grabación de Dirty Work (1986), porque el incólumne Watts se había despeñado en los acantilados de la heroína, como muchos de sus héroes del jazz. Jordan realizó un trabajo muy limpio (para un disco llamado “trabajo sucio”) y no se notó: he ahí el mérito. Curiosamente, fue Watts el que lo detectó, al verlo en la banda del programa Saturday Night Live. Y se lo marcó a Richards, que nunca olvidó el dato.
Dirty Work inició el período que Richards definió como la Tercera Guerra Mundial dentro de los Stones, y Keith necesitaba mantenerse ocupado. Le ofrecieron producir a Aretha Franklin haciendo “Jumpin’ Jack Flash” y convocó a Jordan. Y poco después indujo a Chuck Berry a que lo eligiera como baterista, mostrándole videos de músicos con el objeto de armar una banda para el documental Hail! Hail! Rock’n Roll. El astuto Keith le hizo ver unos shows de Saturday Night Live, y Chuck Berry que, hay que recordar, era el ídolo de la infancia de Keith, cayó en el lazo. “Me gusta ese baterista”, dijo y Richards lo llamó. Pero en los videos la cabeza de Jordan caía en un ángulo fuera de la pantalla: Chuck Berry lo conoció en persona, lo vio con trenzas rastas y pensó que no se trataba de la misma persona. Que Richards estaba tratando de joderlo. Lógicamente, tras sobrevivir al documental sobre Berry, Richards y Jordan se volvieron inseparables, y el baterista es desde entonces la mano derecha musical de cualquier proyecto de Keith fuera de los Stones.
Richards estuvo más astuto aún cuando terminó de escribir su laureada autobiografía, Life, y deslizó que ya estaba listo para el retiro. Su objetivo era asustar a los otros Stones para que salieran de la madriguera, pero el que entró en pánico fue Steve Jordan, que le propuso que fueran al estudio a grabar sin rumbo fijo; era invitar a Keith a jugar el juego que más le gusta. Es por eso que casi todos los temas de Crosseyed Heart comienzan con la batería de Jordan; Keith lo programa con pocas palabras como “dame un ritmo reggae”. Y unas horas más tarde está cocinada una hermosa versión de “Love Overdue”, de Gregory Isaacs. El método más viejo del mundo: palo y a la bolsa. Y como si fuera poco hizo que los Stones salieran a celebrar sus cincuenta años y ya planeen un nuevo álbum de estudio. En febrero, vuelven a la Argentina. Ganancia pura para Keith Richards que ama las giras y las grabaciones: ¿cómo no reírse, entonces?
Esa mecánica de guitarra y batería sin bajo que Keith y Jordan practicaron durante el tiempo de cocción de Crosseyed Heart, fue concebida mucho antes que los White Stripes supieran lo que es un parche de bombo. Richards la inauguró con Charlie Watts a fines de los ’60, cocinando a fuego lento clásicos como “Sympathy For The Devil”, como se puede ver en Under the Influence, que documenta la transformación de lo que era una balada a lo Dylan en un samba del inframundo. Con Brian Jones presente de cuerpo y alma, sin el deterioro con el que muchos biógrafos adornaron su caída del cuartel stone. También es muy divertido el re-enactment de distorsionar una guitarra acústica con un grabador a teclas como se hizo en “Street Fighting Man” originalmente. Richards lo vuelve a poner en práctica, ante el oído atónito de su perro, que solo despertó durante la reproducción.
Crosseyed Heart se grabó en idénticas condiciones de informalidad, en un estudio neoyorquino donde Richards trabajó básicamente con Steve Jordan, y el resto de los X-Pensive Winos (Waddy Watchel, Ivan Neville y Sarah Dash), fue interviniendo a como diese lugar el azar de los horarios. Norah Jones cantó a dúo con el stone, “Illusion” desde Australia, uno de esos soft-soul de Memphis que Richards utiliza tanto como solista. Y ahí está la gracia de este disco: con los Stones, Keith trabaja como el Stone Central. Sin ellos, busca la dulzura del country más rancio (“Robbed Blind”), el rhythm & blues mid-tempo (el espectacular “Nothing on me”), el rock and roll light (“Blues in the Morning”) o el hard-funk disipado (“Sustancial Bamage”). Es decir: se escapa del marco. Se convierte en el navegante que conoce los estilos tradicionales, aunque su brújula esté un poco imantada hacia la música negra. Ese es su Norte.
“Ya no soy una estrella pop. Y no quiero serlo”, resume. Tiene razón: que esa apetencia quede para los realities. Los músicos de verdad, como Keith Richards, prefieren el oleaje de la vida real. Por eso, investigan a fondo sus raíces, y luego las hacen suyas. “Mi idea del cielo es ser una estrella de rock que nadie ve. Totalmente anónima. A veces debés salir y hacer ciertas cosas. No podés comprar un personaje. Podés inventarlo o ser él”. Finalmente, se concluye en que Keith Richards ha sido todos estos años, simplemente un músico. Y que la parte del personaje solo fue una puesta en escena lo suficientemente dramática como para que el músico sea escuchado.
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.