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Domingo, 7 de diciembre de 2003

PUNCH

El otoño del patriarca

Alberto Manguel recibió el encargo de reseñar la traducción inglesa de las memorias de García Márquez. Dice que el trabajo del traductor es excelente. Que el problema es el autor.

Por Alberto Manguel, de The Independent

Gabriel García Márquez accedió a la fama internacional con la publicación en inglés de Cien años de soledad, traducido por Gregory Rabassa. La novela había aparecido en Buenos Aires tres años antes y se había convertido en un suceso. Recuerdo los llamados de tres amigos a la mañana siguiente de su aparición: todos me decían que el libro era maravilloso y me intimaban a comprarlo de inmediato. Pero que un libro sea celebrado en Sudamérica no lo hace conocido en el resto del mundo: se necesitó una combinación de público angloparlante y beneplácito académico para otorgarle el status de clásico moderno y el Nobel a su autor en 1982. Ni Borges ni Bioy Casares ni Lezama Lima ni Rulfo contaron con un público universal igualmente merecido.
Sin embargo, la importancia de García Márquez como novelista es difícil de exagerar. La celebrada Cien años de soledad, sus libros anteriores (El coronel no tiene quien le escriba y La hojarasca) y los posteriores (El otoño del patriarca y El amor en los tiempos del cólera) son –siguendo la definición de un clásico apuntada por Northrop Frye– trabajos “cuya circunferencia es siempre mayor que la de su mejor lector”.
Todo esto para decir que, aunque el público quiera saber algo sobre la vida del hombre que conjuró estas maravillas, no parecen necesarios otros monumentos que esos mismos libros.
Vivir para contarlo es la primera entrega de una autobiografía en tres volúmenes y abarca desde su nacimiento en 1927 hasta el encuentro del verdadero amor durante los años 50. García Márquez ya había brindado fragmentos de su vida en su obra periodística y en un libro de entrevistas con Plinio Apuleyo Mendoza. Vivir para contarlo es una historia más ambiciosa y fallida.
Para empezar, el tono. Desde la primera línea hasta la última, oímos la voz de alguien convencido de que todo episodio en su vida es trascendente, de que su historia de-mendigo-a-millonario debería ser una inspiración, de que el lector se conmoverá con esos comienzos tan humildes en la tradición “mis padres eran pobres pero honrados”.
El joven GGM no tenía dinero suficiente para acompañar a su honrada madre a vender la casa familiar. Humilde, debe pedirle al librero un préstamo y apenas consigue seis de los diez pesos necesarios para lo que, nos dice, sería “la decisión más importante que tomé en mi carrera de escritor. Es decir, en toda mi vida”. Redoble de tambor.
Después, la materia misma. El oficio del novelista le permite recrear diálogos oídos hace medio siglo, saber cómo era el clima determinado día, describir en detalle una cara vista hace años. Tales artilugios ficcionales no molestan en una historia justificada por algo más que la mera celebridad de un nombre, pero en Vivir para contarlo se convierten en instancias irritantes de un exhibicionismo literario.
Podemos conmovernos cuando un escritor amado confiesa haber leído tal o cual libro durante su infancia; pero cuando García Márquez cuenta que a los 23 ya estaba releyendo Luz de agosto (“por esa época, William Faulkner era el más leal de mis demonios tutelares”), quedé azorado. En sus diálogos con Apuleyo Mendoza, confesó que su formación literaria comenzó “con poesía mala en una mano y libros de marxismo que me prestaba mi profesor de historia en la otra”. Las etiquetas se adhieren a los escritores incluso contra su voluntad; por eso no sorprende que “el padre del realismo mágico” condimente su autobiografía con momentos de “realismo mágico”. A pesar de la etiqueta, son éstos, y no el retrato del artista como un joven pomposo, los que justifican el libro. El abuelo que usa cierta fragancia de eau-de-cologne enviada por traficantes desde Curaçao “porque sólo la persona que la usa puede olerla” y que una noche se vuelca un frasco de tinta en la cabeza confundiéndolo con el perfume, o el exorcista que saca una mujer de un pájaro iridiscente: esos son los detalles adorables que construyen la atmósfera de cuento de hadas que respira su infancia de pueblo.
También resultan interesantes unas pocas anécdotas sobre su escritura: cómo un editor madrileño traduzco su novela La mala hora a un castellano ibérico; que autores tan diferentes Sófocles y W.W. Jacobs le enseñaron a “construir una estructura que fuera creíble y fantástica a la vez”; que sus primeras notas en el diario de Barranquilla aparecían firmadas con el seudónimo Septimus en homenaje al personaje de La señora Dalloway. Para un lector devoto, revelaciones de este tipo elevan el chisme a la categoría de historia literaria.
Este volumen (y los siguientes) sin duda entusiasmará a algunos lectores: siempre nos interesa saber cómo conjura sus trucos un mago, incluso cuando la explicación es decepcionante. Pero para este lector devoto de GGM, Vivir para contarlo suma poco a su trabajo. Como sugiere el título, lo importante son las historias nacidas de la vida vivida. La historia de esa vida no necesita ser leída.

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