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Domingo, 22 de noviembre de 2015

UN MUNDO DE SORDOS

 Por Paula Pérez Alonso

Una mujer toca la marimba con tanta gracia y concentración que todo su cuerpo se contonea en cada cambio de ritmo. Está descalza; sus pies también se mueven con el acompañamiento que viene del diafragma, del estómago, de las entrañas, y de sus sentidos. La marimba es un instrumento de origen africano que en manos de esta percusionista ofrece las variaciones más sutiles y las más furiosas. Evelyn Glennie, reconocida por su talento, técnica y expresividad también como compositora, aprendió a tocar el piano a los ocho años y es sorda desde los doce, pero en poco tiempo de película entendemos que eso no es lo importante. Lo importante no es la sordera sino escuchar.

En una de las primeras escenas vemos a Glennie con el guitarrista Fred Frith en una fábrica del siglo XIX abandonada, a mitad de camino entre Colonia y Dusseldorf, adonde viajan especialmente a grabar un CD. El lugar es enorme y lo primero que hacen es oír las resonancias que habitan ese espacio gigante para medir los tiempos de reverberación, para saber cómo va a sonar la música que improvisarán. La fábrica es una caja que van a usar como un “instrumento” más. Y se largan a improvisar mientras los técnicos de la compañía discográfica los graban desde sus consolas hi- tech. Glennie y Frith parecen olvidarse de todo en el contrapunto. Este lugar fabuloso reaparece en la película para mostrar una variedad impensable de música y diversión, el regocijo de los músicos que se encuentran para generar algo nuevo, fuera del programa.

Cuando Ingeborg Bachmann leyó a Thomas Bernhard afirmó: “Esto es lo nuevo”. ¿Hoy qué quiere decir uno cuando piensa en “lo nuevo”? Desde 1920 ya no pensamos en términos de “vanguardias” sino de aquellos textos que amplían el alcance de un registro, desacomodan, desorientan o exigen porque el artista se arriesga a territorios no explorados (en general son apuestas de una emocionalidad mayor). La audiencia, los lectores, los espectadores somos otros después de esa experiencia. (Uno quiere ser otro, no el mismo siempre.) Los que preferimos lo no previsible, lo que no nos tranquiliza, celebramos a aquellos que no repiten ni se repiten.

El documentalista Thomas Riedelsheimer hace una reescritura de Evelyn Glennie y de Fred Frith en Touch the sound (Toca el sonido). No elige la linealidad ni busca ordenar lo que cuenta. No hay un crescendo ni la narración progresa (ésta no es una historia de superación): cada estampa es igualmente intensa e importante. La narración va y viene en el tiempo y muestra distintos momentos de Glennie, con pelo rubio, caoba, pelirrojo, castaño, con flequillo, raya al medio, raya al costado, más o menos largo –siempre un elemento importante de su identidad–. En cada aparición cambia, no sólo en su aspecto físico sino en su expresión, su humor, su conexión con el mundo y con lo que ella misma produce; adopta aspectos sorprendentemente diferentes. Esta película está llena de huecos; sin embargo en cada nueva escena vemos un fragmento más, una cara más que va configurando una forma nueva de reescribirla. Y vemos cómo Glennie remonta vuelo como un pájaro de enormes alas de matices.

Lo que el director nos cuenta es de qué manera Glennie es una música con una sensibilidad especialísima en sus múltiples registros; el arco roza las cuerdas, los platillos, los cuencos; hay momentos en que las baquetas solo acarician y en otros, como cuando toca la pieza de Askell Masson en el hall de Grand Central Station ante una mínima audiencia, descarga la fuerza de su interpretación como una posesa iluminada, está en trance.

La música de Glennie perfora las fronteras. La sigue en Fuji City, en Kioto; en las calles de Tokio y en un mercado repleto de gente; en el norte de Escocia donde nació y vive su hermano; en un ómnibus, en un auto, en el aeropuerto de Colonia; en el museo Guggenheim de Nueva York; en Cambridgeshire, donde tiene su casa y oficina.

Las escenas, concentradas, muestran una ciudad ruidosa poblada de sonidos que generalmente no registramos; cómo alguien con un oído muy fino recoge y escucha su posibilidad musical y nos habilita esa nueva forma. En estas escenas en las que poco se dice con palabras pero tanto se comunica, el silencio tiene el valor de resaltar los sonidos (el silencio no es lo opuesto al sonido, aclara Glennie; lo opuesto al sonido es algo estático, parecido a la muerte. El silencio es el primer gran sonido, uno de los más fuertes). En esos hiatos, la conexión no cesa; ella encuentra el sonido, lo alcanza, deja que casi la golpee en la cara. Está constantemente probando superficies para sacar de ellas los sonidos más inesperados, como si los objetos que nos rodean, los más próximos, tuvieran una vida musical no visible, en potencia, secreta. No se trata del sonido del contacto de dos objetos, es una fricción que proviene desde otras honduras, sólo hay que estar atento. Escuchar es una forma de tocar.

No creo sostener una teoría original al decir que los músicos tienen una cualidad única: cuando se ponen a tocar sin planearlo de antemano, producen un encuentro inmediato que desbarata cualquier aprensión; la pasión siempre se impone, en la improvisación no hay prejuicio ni especulación, no se orejea la carta.

Glennie tuvo la suerte de que su padre –también músico– no se dejara convencer por el médico que les dijo que no podía seguir en la escuela y les recomendó una diferencial; también tuvo la suerte de que su maestro se embarcara en la aventura de la experimentación y juntos descubrieran que si ella apoyaba la mano en la pared cuando la música sonaba podía sentirla en todo el cuerpo. Aprendió que su cuerpo, el cuerpo, es una cámara de resonancia, y que su trabajo es escuchar. Tal vez la restricción impulsó a Glennie a abrir otros canales de la experimentación, a habilitar lo máximo siempre.

Me llega con emoción, me cala, termino de ver la película y soy menos sorda.

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