Domingo, 22 de noviembre de 2015 | Hoy
MúSICA > DAVID GILMOUR
A punto de cumplir 70 años y de visitar la Argentina –el próximo 18 de diciembre en el Hipódromo de San Isidro–, cumpliendo un sueño largamente anhelado por largas filas de fans, David Gilmour, guitarrista y voz de Pink Floyd y responsable de la emblemática banda desde hace treinta años, cuando Roger Waters abandonó el barco, acaba de editar un nuevo disco solista, el cuarto de su carrera, Rattle That Lock. Al tiempo que anuncia que Floyd ya no volverá –un hecho que determinó la muerte de Rick Wright– entrega canciones de ritmo pop con coros gospel, y otras sobre viajes (morales, espirituales, ferroviarios), que dan forma a una obra sobre el devenir de la vida, las despedidas a los muertos queridos y la libertad en esta etapa de su carrera, con muchas letras escritas por su esposa, la escritora y periodista Polly Samson, e invitados de lujo como David Crosby, Graham Nash, Phil Manzanera y Jools Holland.
Por Sergio Marchi
Con el brazo en alto debe haber llamado un poco la atención de los otros que, como él, esperaban abordar un tren. Sobre todo porque se trataba de un hombre mayor, cuya robusta contextura física desmentía su condición de sexagenario. Parecía un científico loco que en vez de buscar agua con una ramita en el suelo, apuntaba su teléfono celular al cielo, en procura tal vez de una fotografía panorámica. Instagram nos ha acostumbrado a esas cosas. Luego de un anuncio del sistema ferroviario francés, el hombre bajó el brazo y sonrió. La vida siguió su curso. ¿Se trató de una elongación muscular? ¿El hombre quería sacar una foto o llamar la atención de alguien? Ni una cosa, ni la otra. David Gilmour solo quería grabar ese sonido de cuatro notas que los parlantes de todas las estaciones de tren en Francia emiten como anuncio de una comunicación. “Cada vez que escuchaba esa musiquita -ríe hoy Gilmour-, me daban ganas de bailar”.
Ahora ese sentimiento se extiende a todo el mundo, porque esas cuatro notas son las que dan inicio a una canción llamada “Rattle That Lock”, que suena en todas las radios con su ritmo ferroviario y alegre. Es lo más parecido a una tema pop, con coros gospel (encabezados por la voz de Mica Paris), que ha surgido de las manos de un hombre que es, entre otras cosas, la voz y la guitarra de ese sentimiento llamado Pink Floyd. “Sacude ese candado/ sacate de encima esas cadenas”, estalla el estribillo. Y el tren vuelve a ponerse en marcha. Solo que esta será la primera vez que la formación encabezada por David Gilmour llegue a la Argentina, el 18 de diciembre, y se detenga por una noche en el Hipódromo de San Isidro; deseo anhelado por miles de amantes del rock desde que fueron iluminados por el “lado oscuro de la luna” en ese lejano 1973.
Curiosamente, esa posibilidad de poder ver en vivo y en directo a un ex Pink Floyd emblemático y adorado por una larga fila de fanáticos que no dudan en considerarlo uno de los mejores guitarristas de la historia, se concreta porque Pink Floyd está muerto. Finito, exhausto: extinto. Cada vez que surge la más mínima conferencia, la pregunta es inevitable, y lo que antes dejaba un ligero suspenso de “tal vez, en un futuro muy lejano”, ahora se ha convertido en un contundente no de David Gilmour. Ya no más. Imposible. C’est fini.
Hay muchas razones por lo cual esto es así, pero ya se sabe cómo son los fans y sobre todo los argentinos que solo piden “que se vuelvan a juntar”. La imposibilidad tiene que ver con la muerte de Rick Wright, el tecladista de Pink Floyd y gran amigo de David Gilmour, que todavía lo extraña pese a que el músico falleció en septiembre de 2008, pocos años después de la reunión final de Pink Floyd en Live 8. Las pocas veces que Gilmour se aventuró como solista, Rick estuvo en su banda; en el Meltdown de 2002 (cuyo curador fue Robert Wyatt), en su gira presentación de su disco anterior, On An Island de 2006, tanto en el show del Royal Albert Hall el día en que Gilmour cumplió 60 años, como en el concierto final en Gdànsk, Polonia (ambos registrados en DVD), en el aniversario del sindicato “Solidaridad”, bajo el liderazgo de Lech Walesa.
La ausencia de Wright todavía pesa sobre el alma de Gilmour, que en Rattle That Lock evoca su recuerdo a través de “A Boat Lies Waiting”, donde el piano lleva la canción por una corriente plácida de añoranza y reconocimiento. “Lo que perdí fue un océano”, canta Gilmour, espléndidamente armonizado por las imperecederas voces de David Crosby y Graham Nash. “Ahora estoy a la deriva sin vos, en esta triste góndola”. La voz de Wright se hace presente en una grabación, y gatilla la memoria emotiva de esa otra voz: la del portero de Abbey Road que mascullaba incoherencias en Dark Side Of The Moon. Debe ser muy difícil para Gilmour pararse sobre el escenario, mirar hacia atrás y no divisar la figura de su viejo compañero.
Pero la vida sigue, y ese es el tema central de Rattle That Lock, que no es ni por asomo un disco conceptual. Se lo puede precisar en otro tema de deliciosa melancolía, “Faces Of Stone”, que trata sobre un día que transcurrió con su anciana madre, afectada por la demencia. Bella y emotiva, la canción parece un vals bailado en el espacio exterior, narrado a través de los recuerdos de Sylvia, cuya memoria se aferraba a los tablones de una juventud ya muy lejana. Vale la pena ver todos los videos (cuatro en total) que acompañan las nuevas canciones de Gilmour, fácilmente ubicables en YouTube. “El viento soplaba, mientras tomabas mi brazo en el parque/ las imágenes se enmarcaban, flotando alto en los árboles/ Y hablabas de tu juventud, aunque los años se secaron cual hojas”, escribió Gilmour sobre aquel momento. David se emociona cuando habla de su madre y ese paseo que inspiró la canción. “Hubo un pequeño momento, de nueve meses, que fueron los últimos de mi madre y los primeros de mi nieto Romeo. Tengo unas fotos de ella con él. La canción habla de su declive; es sobre el final de su vida, pero también es el comienzo de la de Romeo”. “Faces Of Stone” es junto a “Dancing Right In Front Of Me” (sobre sus cuatro hijos, y sus esperanzas y temores acerca de ellos), una de las dos letras que hizo para Rattle That Lock. Todas las demás se las dejó a Polly Samson, su mujer.
Hace 21 años que están juntos, y esta costumbre de que ella escriba letras, data desde el noviazgo inicial. Hoy parodian esa colaboración cuando ella le muestra un manojo de papeles y le pregunta: “¿Qué te parecen estas letras para una canción”, y él responde serio que son una verdadera mierda. Y se ríen juntos. Samson es una mujer de letras, con cuatro libros editados y una carrera como periodista. Tuvo un hijo con el escritor Heathcote Williams, quien la dejó en la calle; sobrevivió gracias a una colega que le ofreció albergue. Ese hijo, Charlie, sería adoptado por Gilmour años después, y conocería una triste fama al aparecer en todos los periódicos, colgado de una bandera inglesa en el Cenotafio de Londres, lo que fue castigado con una sentencia de cuatro meses de prisión. Gilmour, cultor del bajo perfil, soportó con cara de piedra los flashes y acompañó a su mujer y a su hijo adoptivo durante el proceso judicial.
Entre las letras que Samson escribió para este disco (es la única mujer que firmó un tema de Pink Floyd), se encuentra la del título: “es sobre un viaje”, dice Polly, “pero también sobre el viaje de no aceptar el status quo. Está inspirada, en verdad, en dos tipos de viaje, uno de ellos basado en el libro Paradise Lost (Paraíso perdido) de John Milton”. Todo cierra: el viaje moral, el viaje que implica toda lectura, y la partida del viaje que anuncian las cuatro notas del sistema ferroviario francés.
Un viaje comienza, el de Gilmour solista, porque otro terminó: el de Pink Floyd. Esa idea de continuidad se ve reflejada tanto en su nuevo disco en solitario como en el último trabajo de su famoso grupo. The Endless River fue el opus final de Pink Floyd; se editó el año pasado y se confeccionó en base a viejas cintas que se grabaron para The Division Bell (1994), que lógicamente contaron con la presencia de Rick Wright. “Para nosotros -dice Gilmour-, era nuestra última oportunidad de trabajar con él; de poder volver a sentir la conexión emocional y musical que se daba cuando Rick, Nick (Mason) y yo, generábamos música juntos. Es algo que sin él no se puede volver a lograr: el conjunto es mayor a la suma de las partes”.
Ya desde el título (“El río eterno”), la cosa sonaba a “jardín de paz”, y en verdad lo era por partida doble. “Sí –confiesa Gilmour–, para nosotros fue como volver a vivir la pérdida de Rick, pero también fue el modo de cerrar un proceso en el que sólo quedábamos Nick y yo. Con respecto a Pink Floyd creo que hasta aquí hemos llegado”. Sus palabras omiten, deliberada o intencionalmente, a Roger Waters, tal vez el gran arquitecto de esa fuerza que el mundo conoció como Pink Floyd. Aunque el río sea eterno, no deja de fluir, y ya hace más de treinta años que Waters no tiene nada que ver con Pink Floyd, salvo ese encuentro final en Live 8, que ilusionó sobre un cese de hostilidades entre las partes y una reunión más prolongada. El destino no lo quiso así.
Pink Floyd habría conocido la muerte súbita en 1985 de no haber sido por la fuerza firme pero silenciosa de David Gilmour. “Eso está por verse”, le respondió a Waters cuando éste le dijo que sin él no iban a ninguna parte. Sin aspavientos, Gilmour ganó esa partida y Pink Floyd fue a casi todas partes, gozando de una sobrevida que ni siquiera el galeno más optimista del rock le habría pronosticado. Pero a partir de ese momento, las cosas se movieron al ritmo de Gilmour, que es muy tranquilo, y respetuoso de sus largos tiempos personales. La reconstrucción de Pink Floyd sans Waters fue casi paralela a su propia reconstrucción familiar, cuando conoció a Polly Samson y formó con ella una familia que se mueve bajo una estricta división del trabajo. “Es un año cada uno –explica Gilmour–; quizás un año Polly esté dedicada a escribir un libro y soy yo el que se queda al comando de la nave familiar. Puedo dedicarme a mis cosas mientras los chicos están en el colegio, pero tengo que cuidar que la cena esté lista a tiempo”.
Esa mezcla entre una tranquila estrella de rock y un padre de familia con presencia da por tierra con los tiempos frenéticos de la industria discográfica. Que a su vez no se compadecen con los tiempos de la creación. Gilmour lanzó su tercer disco solista On An Island en 2006, y solamente le tomó nueve años publicar el cuarto, lo que es un progreso si se tiene en cuenta que el segundo, About Face se lanzó en 1984. La proporción da un salto prodigioso... en términos relativos: una espera de nueve años contra otra de veintidós. Tiempos prolongados de un hombre que inició su andar solista en 1978, cansado de la burocracia que insumía cada nuevo proyecto de Pink Floyd. Y descubrió lo difícil que era mover esa nave cuando el Capitán Waters lo desafió. “Cada tanto intercambiamos algún que otro mail”, deja saber Gilmour, que nunca fue un hombre rencoroso pese a la intensidad de aquella guerra. Quizás Roger no vuelva a ser jamás su amigo, pero hace mucho que ya no es su enemigo. Esos candados han sido destrabados, o simplemente vencidos por el paso del tiempo y la herrumbre, que como cantó Neil Young, nunca descansa.
Ahora los tiempos de la vida de Gilmour son otros, y ya se encuentra creando nueva música para un eventual quinto álbum. “Pero en verdad, no sé muy bien como se hace un disco –ríe el guitarrista–; mis tiempos creativos son lentos. Una vez cada tanto, una idea se abre paso a través de mi cabeza. Trato de escribir una letra o una canción al respecto, pero no puedo predecir el momento en que finalmente va a materializarse esa canción. Entonces, sigo pensando. Hay una puerta, una pequeña llave que puedo abrir y, quizás, encontrar una manera más simple de poner esas ideas delante de mí y poder destrabarlas. Hay mucho sobre lo que escribir. Solo que todavía no he podido entender bien ese mecanismo”.
Si se lo ve de esa manera, es lógico que su nuevo álbum hable sobre sacudir candados, quitarse cadenas, llorar a los muertos y seguir adelante en el devenir del río eterno de la vida. “Adiós pecado, au revoir caos/ Si existe un cielo, puede esperar”. David Gilmour ha descubierto, al filo de los 70 años, que las ataduras que lo encadenaban a ese gigante llamado Pink Floyd, se han deshecho. Para él hoy es el momento de aprender a volar sin tanto equipaje.
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