Domingo, 22 de noviembre de 2015 | Hoy
CINE
La historia de The New York Review of Books es la historia de “los Lowell” (el poeta Robert y su esposa Elizabeth Hardwick) y de “los Epstein” (los editores Barbara y Jason), de la transformación del periodismo cultural en los años 50 y de un viraje de lo insular al cosmopolitismo en la ciudad de Nueva York. Y la de firmas notables como Susan Sontag, Isaiah Berlin, William Styron o Noam Chomsky que fueron poblando una de las revistas más influyentes a partir de un concepto tan alejado del elitismo como de lo mercantil. En el documental de Martin Scorsese que emite HBO, Una discusión de 50 años, se cuenta a través de la historia de la revista, una época en la que la cultura norteamericana empezó a desperezarse y pasaría de consumir a producir modas, ideas, teorías y muchos libros.
Por Sergio Kiernan
Hace cosa de tres siglos, el correo funcionaba lo suficientemente bien como para crear sin darse cuenta una de las sociedades secretas más duraderas del mundo. Todos los elementos estaban en su lugar: las imprentas ya eran comunes, las bibliotecas gruñían por el peso y ya se había inventado eso de publicar cosas breves, eruditas o livianas, como journal, revue, revista. Enterarse de en qué andaban en otros países, que en el Renacimiento o en la era del comercio, el siglo 17, todavía era una aventura costosa y azarosa, pasó a ser una normalidad. El rastro está en la experiencia de encontrar las Proceedings de la Royal Academy en Lima o La Habana, o en poder leer tractatas diversas en latines mejores o peores en los archivos rusos. Así circulaba la ciencia, las disidencias teológicas, el descubrimiento de una isla, la moda de una nueva métrica, y así se sabía qué libros encargar. Esta globalización explica que en Batavia y en Boston se pudiera criticar con los mismos términos a un rey y que se acordara en el tamaño del planeta. Los franceses le encontraron el nombre perfecto a la secta: La República de las Letras.
Martin Scorsese acaba de estrenar en HBO un homenaje a uno de los bastiones más notables y duraderos de esta república, el New York Review of Books. La película se llama A 50 Year Argument (Una discusión de 50 años) pero podría llamarse “Un triunfo americano”, porque el medio siglo de la Review marca exactamente el momento en que los intelectuales norteamericanos dejaron de ser consumidores de ideas y modas, y pasaron a crearlas. Hace 50 años pasaba a ser imposible decir que Nueva York fuera provinciana, como se quejaron tantos exiliados europeos durante la guerra, y la ciudad se comía el rol que tuvo París y que Londres nunca pudo asumir cómodamente. De una manera minimalista e indirecta, lo que muestra Scorsese es el nacimiento de una época en que ya no se pudo ignorar a esos yanquis.
La historia comienza en 1962, cuando Elizabeth Hardwick publica en Harper’s Magazine un palo desolado a la crítica literaria norteamericana. Hardwick estaba harta de leer gacetillas malamente disimuladas y de ver que los críticos eran más ramplones y tímidos que los escritores, con lo que terminaban criticándolos por las escenas de sexo o el experimentalismo. Por supuesto, nadie le dio bola y Hardwick se quejaba seguido del tema con su marido, el poeta Robert Lowell, y con sus queridos vecinos, los Epstein. Esta es una de las lindas casualidades del cuento, que los Powell vivieran cerquita y se conocieran con Barbara y Jason Epstein, él vicepresidente de la editorial Random House y ella editora en Doubleday (encargada de publicar el Diario de Anna Frank, por ejemplo) y la revista política Partisan Review. Los cuatro rezongaban juntos, a veces con amigos como Robert Silvers, uno de los editores de Harper’s que había publicado la nota de Hardwick.
La siguiente casualidad fue la huelga de los imprenteros de diarios de Nueva York, que arrancó a fines de ese año y dejó a la ciudad sin nada que leer por meses. Los Epstein y los Lowell se dieron cuenta de que las editoriales no tenían dónde difundir sus nuevos títulos, con lo que rompieron el chanchito, llamaron a Silvers y les mandaron paquetes de libros a escritores que admiraban y respetaban. El pedido era intoxicante: tres mil palabras como mínimo escritas como “para mostrar cómo se hace una reseña”, con lo que casi todo el mundo escribió en tiempo y forma, y sin pedir un mango. La primera edición de la muy simplemente llamada Revista de Libros de Nueva York salió en febrero de 1963, vendió 100.000 ejemplares en días y recibió una montaña de mil cartas pidiendo más. Sus editores habían encontrado un mercado, con lo que pudieron juntar inversores –más escritores, más editores, algún empresario literario– y continuar. Para noviembre, la revista salía quincenalmente, con una pausa de un mes en el verano, como lo sigue haciendo. Silvers y la Epstein se transformaban formalmente en sus directores.
La revista se puso directamente en el centro de un fenómeno novedoso, el del escritor-estrella a la norteamericana y el del intelectual público. Los primeros años de la colección testimonian peleas homéricas –que Scorsese recoge con deleite– entre nombres como Norman Mailer y Gore Vidal, y el nacimiento a la vida pública de escritores como James Baldwin, increíblemente frágil y joven en los reportajes en blanco y negro que encuentra el director. Muy tempranamente quedan fijadas las firmas de Isaiah Berlin, Hannah Arendt, William Styron, Noam Chomsky –también muy joven y buen mozo en el archivo de Scorsese–, Edmund Wilson, Mary McCarthy, Susan Sontag, Ernst Gombich, W. H. Auden y Derek Walcott, entre otros. La receta era simple y Silvers la cuenta varias veces en la película, siempre vistiendo alguna corbata muy fea: si uno quiere cubrir un tema que le interesa, hay que llamar a un escritor que le guste. Con lo que un buen día le llega a Hugh Trevor Roper una carta pidiéndole un ensayo sobre los tres o cuatro nuevos libros de importancia sobre la Segunda Guerra Mundial. Y Trevor Roper acepta, porque por supuesto lee la Review...
Con el tiempo, la revista fue cambiando y generando la actual combinación estable de reseñas sobre literatura, ciencia, economía, política y arte, siempre arte. Cada edición trae un porcentaje de ensayos o artículos que no están anclados en un libro, una costumbre que arrancó Isaiah Berlin, que nunca reseñaba nada –no quería pelearse con ningún autor porque los conocía a todos– pero mandaba regularmente ensayos y terminó publicando buena parte de su obra primero en la Review. Silvers también comenzó a hacer picardías encargando notas especialmente a autores que en apariencia no tenían nada que ver con el tema. Así, por ejemplo, mandó a la nerviosa y frágil Joan Didion a cubrir las convenciones políticas de los sesenta –le mandaba el New York Times por mensajero para que supiera qué andaba pasando– y a Vietnam, donde escribió una serie de notas tan demoledoras que siguen dando que hablar.
Durar tantos años terminó dándole a Silvers algunos gustos muy raros, como el de aceptarles notas a jóvenes que se habían criado leyendo su revista. Así, Timothy Garton Ash encontró dónde hablar de su amada Europa oriental post comunismo, Mark Danner pudo publicar sus lapidarias investigaciones sobre las torturas en Guantánamo y en Abu Ghraib, y Michael Greenberg cubrir en serio fenómenos como el Parque Zuccotti y la ocupación de Wall Street. La red de contactos es tal, que a esta altura la Review encuentra periodistas egipcios para cubrir la caída de Mubarak llevándole solita la contra a toda la prensa internacional, y puede pensar el conflicto palestino desde los dos lados del muro. Ultimamente, hasta desarrolló la capacidad de saltar estereotipos en lo que escribe sobre China, y la de ser una de las mejores fuentes para entender la nueva ficción que sale de ese país. También, en tren aventuras, se dieron el gusto de fundar la London Review of Books y publicar por veinte años La Revista dei Libri, en Roma. Y desde marzo, hay una edición bimestral argentina.
A todo esto, la prensa que la rodea sigue tan mala o peor de lo que era hace medio siglo, con lo que a la historia de cómo hicieron se suma la de cómo hacen. Scorsese le da el pie a Avitai Margalit, un ensayista israelí, que explica que la Review “es una revista cosmopolita que está anclada en una suerte de Europa de la mente”. Y todo esto desde una oficina que es uno de los más agradables desórdenes jamás vistos, una suerte de laberinto entre pilas de libros, con una diagramación completamente anticuada y casi sin fotos, y un archivo de 15.000 notas que valdría la pena releer todas.
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