› Por Mariano del Mazo
“La vanguardia en Cuba tiene resuelta la doble problemática del compositor actual: la libertad de creación y la ‘razón de ser’ de esa libertad inmediata: el público”. La opinión es del guitarrista cubano Leo Brouwer y forma parte de un pequeño pero sustancioso libro titulado La música, lo cubano y la innovación en el que, entre otras cosas, combate el presupuesto de que la música cubana es el resultado de dos raíces: la africana y la española. Silvio Rodríguez –discípulo de Brouwer– es prácticamente la tesis de estos postulados, pese a que ha sido reducido al anaquel de cantor social. No tanto en su país, pero sí en España, en Chile, en México y más en la Argentina, donde la palabra psicobolche ha sido prácticamente inventada para él y sus fans hace más de treinta años. En su música no solo se escucha España y Africa, también Bach, la chanson, el folk estadounidense.
Parafraseando un viejo y extendido pensamiento clasista y discriminador sobre el tango que supone un elogio (“lo curioso del tango es que, con su nivel y sofisticación camarística, sea una música popular”), Silvio Rodríguez también sobresale de la media de la juglaría. Tiene resuelta la doble problemática de Brouwer: es vanguardista -–tal vez a su pesar–, tiene una libertad creativa total y no olvida que su razón de ser es el público. O dicho de un modo más carnal: el pueblo cubano. Su último disco Amoríos es de una belleza serena, nada condescendiente, y lo viene presentando en su Gira por los barrios, un raid por los arrabales de La Habana y otras ciudades de la isla. “Cuba ha entrado en una etapa de cambios que eran necesarios, porque tenemos cosas obsoletas. Pero esos cambios son riesgosos, entre otras razones porque están acentuando las diferencias de clase. Viendo eso, escogí sacar mi música de los teatros y de los centros y llevarla a los barrios más necesitados y a zonas periféricas”, dijo a Sergio Sánchez en Página/12 la semana pasada.
No debe existir músico hispanoamericano vivo que exhiba más claridad conceptual y más coherencia que Silvio Rodríguez. Como sus adorados Bob Dylan y Atahualpa Yupanqui, es un ermitaño que ya parecía saberlo todo a los 20 años. Fue a esa edad cuando trazó un plan estético y político que pule disco a disco hasta este mismo instante, al borde de los 70. Sería inimaginable, por caso, pensar un Silvio Rodríguez crepuscular a la manera del paso de comedia decadente de Serrat -–otro gigante de la canción, no hay que aclarar– y Sabina. Puede parecer todo lo mismo, pero no: Rodríguez se desliza por otra frecuencia, como un viejo lobo estepario refractario al mainstream.
Amoríos tiene una característica que no está informada en el disco: son canciones inéditas compuestas en la década del 60, la mayoría descartes del álbum Días y flores. Silvio Rodríguez aniquila el paso del tiempo, y ofrece canciones imberbes de una madurez impresionante. “Yo he sido un hombre desarmado por aplaudidas soledades”, canta en el disco. O: “Me hice universo, galaxia, planeta; en mi lomo crecieron animales y selvas, y la inteligencia fue haciéndose rienda para mi nerviosa emoción”. Es cierto que en su obra se puede seguir el derrotero y los humores de la Revolución, con fervores y alguna moderada crítica, con terquedades y desasosiegos. Pero ése es tal vez el aspecto menos destacable. Lo más interesante es cómo camufla la temática -–digamos– “urgente” con la amorosa. Y viceversa. Es una constante, la marca del zorro, su firma. En ese camuflaje no evita referirse a culpas psicoanalíticas (desde “Hoy mi deber era” hasta “Canción de invierno”, por citar apenas dos ejemplos) y a la vida cotidiana como un limbo de épicas y miserias.
Amoríos abunda en textos románticos desarrollados en climas jazzísticos, son, algún blues. Se puede pensar que fueron quedando de lado porque los años 70 exigían otros compromisos, hasta rozar el delirio de algunas organizaciones que juzgaban la relación de pareja como una “desviación burguesa”. En la tierra del bolero y de Benny Moré, cuando era señalado por el dedo inquisidor de los sectores más ortodoxos del Partido Comunista por su forma de vestir o por declarar que le gustaban Los Beatles, el mismo Rodríguez trató la cuestión en “Debo partirme en dos”. No llegaba a romper con la tradición (“los amantes del ritmo”) pero se burlaba de las letras ramplonas y desplegaba las posibilidades de una nueva canción, una nueva trova: “… Hace rato que vengo lidiando con gente / que dice que yo canto cosas indecentes. / ‘Te quiero mi amor, no me dejes solo. No puedo estar sin ti, mira que yo lloro’/ ¿No ven? ya soy decente, me fue fácil. / Que el público se agrupe y que me aclame / Que se acerquen los niños, los amantes del ritmo / Que se queden sentados los intelectuales…”.
Como Dylan y Yupanqui, Silvio Rodríguez es un artista que maneja criterios morales. A 50 años de plantear la encrucijada de cantar cosas decentes o indecentes, Amoríos saca del placard canciones de amor maravillosas que elige no mostrar en el Gran Rex o en el Palacio de los Deportes de Madrid. No tiene gira prevista. Las toca en los barrios de La Habana y, eterno vanguardista, conjuga libertad y razón de ser de su arte. Como quería Leo Brouwer.
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