MúSICA > JOHN COLTRANE
Se acaba de reeditar A Love Supreme, la obra maestra de John Coltrane grabada durante un sólo día de 1964 y editada en 1965. Revisitarla sirve no sólo para pensar su lugar en la historia del jazz sino también para reflexionar sobre el valor cultural de un disco, objeto en vías de extinción. Esta nueva versión, subtitulada The Complete Masters, incluye una segunda placa con cinco tomas alternativas del cuarteto y seis como sexteto, y está rigurosamente curada y comentada por el crítico Ashley Kahn y producida por Harry Weinger. Y no es una reedición más: el disco emblemático de la carrera del mayor saxofonista de la era post Parker vuelve a sonar, además de remasterizado, revitalizado e igual de utópico y ambicioso.
› Por Sergio Pujol
Teatro Olympia de París, 21 de marzo de 1960. El quinteto de Miles Davis tiene en vilo al público francés, que saldrá de ahí arrebatado, dispuesto a prolongar en palabras la emoción propinada por el concierto. ¿Por qué no en alguno de esos bristó parisinos que tan bien se entienden con el jazz en blanco y negro de los años 50? Nada puede empañar aquella noche, salvo una cosa: los solos interminables del saxofonista John Coltrane.
¿Por qué Miles, príncipe de los silencios, lo tiene ahí? Al principio, la química entre ambos dio resultados exquisitos, una serie de LPs cuyos lomos sobresalen del armario, prestos a dar otra vuelta. ¿Quién puede sustraerse al terso encanto de “Round Midnight” o el grácil tintineo de “If I Were a Bell”? Pero últimamente, después del soberbio Kind Of Blue, aquel entendimiento ya no es el mismo. Así las cosas, cuando en el Olympia el grupo encare “Bye Bye Blues” y llegue el turno de su saxo tenor, un murmullo sucederá al silencio, y una masa irregular de silbidos, al murmullo. Increíble. Los fans de Coltrane, que obviamente los tiene, intentarán tapar el abucheo con un aplauso justiciero. De pronto, una cacofonía de platea mantiene un forzado contrapunto con el saxofonista díscolo, que sigue tocando como si nada, salvo la música, sucediera a su alrededor. La dramática escena constituye un punto clave en las vidas artísticas de Miles y Coltrane. Despechado, el trompetista deberá aceptar que su saxo estrella ya no quiere estar a su lado. Han dejado de necesitarse mutuamente.
¿Qué cosa irritó aquella noche a la mitad más uno del Olympia? La extensión del solo de Coltrane, por cierto. Pero también el golpe de timón de un improvisador decidido a llevar a su audiencia a una zona desconocida, sin garantías de regreso. Si al principio su intervención sonó arrebatada pero no ajena a la línea melódica, gradualmente las cosas se fueron enrareciendo hasta que la canción quedó prácticamente deshecha. Frente al lirismo reservado e inteligente de Miles, Coltrane parecía un salvaje sorpresivamente dotado de una técnica extraordinaria.
Entre aquel complicado concierto, uno de los últimos de la dupla Davis-Coltrane, y el boom de A Love Supreme transcurrieron cuatro años y pico. Tiempo de despegue del saxofonista. Ya desvinculado del grupo que le había brindado una primera fama, Coltrane fundó su propio cuarteto con el pianista McCoy Tyner, el baterista Elvin Jones y el contrabajista Jimi Garrison. Eran cuatro energúmenos. McCoy combinaba como nadie tríadas con cuartas, en un estilo punzante y a la vez armónicamente sofisticado. Garrison era un contrabajista de gran libertad, capaz de marcar rumbo en varios temas, como un solista más. Y Elvin Jones… nadie mejor que Jones para seguir al solista a todas partes, a veces, incluso, copándole la parada. En sus manos, la batería era un torbellino de pulsaciones; nunca antes ese instrumento había pasado al frente con tanta resolución.
Es comprensible que Coltrane se entusiasmara con esos músicos jóvenes y arrogantes. Con ellos podía extender sus improvisaciones a piacere, sin generar decepciones (Nadie estaría obligado a ir a sus conciertos ni a comprar sus discos; ya no sería ladero de nadie). Sin embargo, el cuarteto tardó un tiempo en labrar su liderazgo artístico. Brillante y proteico, incluso extremo en su manera de someter los standards a las más altas temperaturas – acaso el ejemplo más feliz de esto sea “My Favorite Things”, que pasó de tierno vals de La novicia rebelde a tour de forcé del jazz modal-, aquel Coltrane emancipado no sonaba tan osado como Ornette Coleman, el padre indiscutido del free jazz, y difícilmente alcanzaba las cotas de swing de su rival Sony Rollins. Podría decirse que, por más omnipresente que fuera su nombre en el mundo del jazz, sólo a partir de la grabación de A Love Supreme Coltrane sentó las bases de su mito imperecedero. Fue entonces que se consagró como un auténtico vanguardista. Un innovador. O para decirlo en términos de historia cultural: un artista capaz de mirar a su época de frente.
El reciente lanzamiento de A Love Supreme: The Complete Masters (Verve/Impulse! Universal, 2015) es una gran ocasión para repensar no sólo el lugar de Coltrane en la historia del jazz, sino también el valor cultural que puede conquistar un disco, ese objeto hoy en vías de extinción. Se trata de un álbum doble– la segunda placa incluye cinco tomas alternativas del cuarteto y seis en sexteto, con el agregado de Archie Shepp en saxo y Art Davis en contrabajo -, rigurosamente curado y comentado por el crítico Ashley Kahn y producido por Harry Weinger. Estamos acostumbrados a estas reediciones ampliadas. No deben confundirse con los bootlegs ni con los conciertos en vivo inéditos, aunque comparten con esos paquetes cierta intención revisionista, en la medida que nos permiten, a partir de materiales originalmente descartados para la edición, tener una perspectiva más amplia de una coyuntura artística irrepetible. Por supuesto, esta clase de reediciones también alimenta el diagnóstico negativo sobre la creatividad de nuestra propia época. (“Ya no se hace música como antes”). De todos modos, si hoy el disco más emblemático de la carrera del mayor saxofonista de la era post-Parker vuelve a sonar revitalizado – amén de remasterizado –, ¿por qué no pensar que su vuelo prosperó en otras voces y otros ámbitos, antes que certificar que no estamos a su altura, que el siglo XXI quedó exangüe y no nos queda más remedio que seguir reeditándonos ad infinitum?
A diferencia de otros discos históricos, a los que la industria cultural amenaza con seguir exprimiendo sin piedad, A Love Supreme no parece alentar futuras salidas con perlas encontradas, por la sencilla razón de que se grabó en un solo día, el 9 de diciembre de 1964. (Las tomas con el sexteto son del día siguiente, pero no estaba en los planes de Coltrane incluirlas en el disco original). Poco ensayo, pocas tomas, pocas cintas: joya de una sola pieza. Todo sucedió en una jornada en los estudios de Rudy Van Gelder, a minutos en tren de Manhattan. Si bien esto no es particularmente excepcional en la lógica del jazz, lo que sí resulta excepcional es el nivel de intensidad que el cuarteto logró en una sala de grabación. De hecho, se trata del único disco en estudio de Coltrane que bien puede competir con sus increíbles álbumes en vivo. Por otra parte, que su mejor registro frente al público sea Live at Half Note jamás podría entenderse como casualidad: más allá del setlist en cuestión, en marzo del 65 los músicos seguían magnetizados por la energía desatada en diciembre del 64. En definitiva, la ruptura signada por A Love Supreme se hacía evidente en sus efectos inmediatos.
Sí, el álbum se grabó en un sólo día. Y los temas, originalmente pensados para un grupo un poco más grande, fueron compuestos en menos de una semana. A manera de una suite mística en cuatro partes, la obra se constituyó en la plegaria jazzística a un Dios suma de todos los dioses. La pasión ecuménica se expresa a partir de ideas melódicas muy simples, casi fragmentos de escalas, sobre una relación armónica básica. Blues y gospel se conjugan en plan devoto, pero sin dejar a un lado giros orientales, ni leves referencias al mundo árabe, como si aquella música dialogara con todos los textos religiosos del mundo (Cabe recordar que varios músicos de jazz de la década de los 60 –no así Coltrane– se convirtieron al Islam). “Part I. Acknowedgment” avanza sobre un motivo de cuatro notas, silábicamente expresadas en el título del disco. Le sigue “Resolution”, la última de las grandes melodías de Coltrane, según destacó el crítico Ben Ratliff. La tercera parte se titula “Psalm” (“Salmo”); de eso se trata, justamente: la intención poética extraída del Antiguo Testamento se expresa en un fraseo de saxo cantable, como emulando la cadencia de una alocución religiosa. En el cierre, un blues en tono menor: “Pursvance”.
Por primera y única vez, la audiencia de jazz escuchó la voz del propio músico recitando el mantra del primer tema. Ascetismo en los materiales, desborde en los desarrollos. Desde hacía algún tiempo Coltrane buscaba liberarse de la proliferación armónica de sus primeros discos – en ese sentido, Giant Steps, grabado antes de la formación del cuarteto, había sido un ejercicio de agitación tonal insuperable–, pero sólo lo lograría plenamente con su poderosa plegaria del 64. Para que no quedaran dudas sobre sus intenciones, incluyó en el estuche un poema homónimo, donde se puede leer confesiones como esta: God is. It is so beautiful./ Thank you God. God is all. (¿Cómo evitar comparar esta expresión de religiosidad directa y algo cándida – cándida la palabra, jamás la música – con el kitsch hinduista de George Harrison o el giro trascendente operado en Carlos “Devadip” Santana y John Mc Laughlin ante la palabra del gurú Sri Chinmoy?). Según su segunda esposa, la pianista y compositora Alice McLeod, la idea de la obra se remonta a los años mozos del músico, cuando siendo aun conscripto de la marina tuvo la intuición de una música y un texto dedicados al Supremo. Como le pasó a Pablo el converso cuando una luz cegadora lo acercó a Jesús, aquel joven saxofonista de rhythm and blues se volvió un apóstol en forma de músico. Sin embargo, esta versión de Los Hechos adolece de los efectos retrospectivos de las hagiografías. La verdad es siempre más terrenal. El despertar de la fe sacó a Coltrane de las drogas duras – su peor año fue 1957–, y el tributo a esa fuerte creencia y su poder sanador fue la música que recién logró crear a mediados de la década rebelde.
Poco después del accidentado concierto en el Olympia, el nombre de John Coltrane ascendió a un primerísimo plano. Fue considerado uno de los tres grandes saxofonistas tenores del momento (los otros dos eran Stan Getz y Sony Rollins). En 1961, el influyente John Wilson escribió un elogio irrestricto en el New York Times. Ese año, las actuaciones del creador de “Naima” en el Village Vanguard de Nueva York figuraron entre las grandes noticias del mundo del jazz, y dos años más tarde Coltrane debutó en el sello Impulse! con Africa/Brass. Acto seguido se mandó la friolera de tres discos estupendos: uno de baladas, otro con el cantante Johnny Hartman y una colaboración histórica con Duke Ellington.
Así como en los conciertos necesitaba tiempo para desarrollar sus solos, Coltrane también buscaba la tranquilidad de un sello que lo dejará trabajar en libertad. Agotada su etapa en Prestige, aceptó entonces pasarse a Impulse!, la creación de Bob Thele que no sólo renovó la música con su extraordinario catálogo sino también el arte de tapa (¡Esas carpetas dobles, esas fotografías, esas tipografías!). Si al promediar la década alguien creía que el jazz era cosa del pasado, bastaba con regalarle cualquier título de Impulse! para que rápidamente cambiara su opinión. Fue allí, en esa casa grabadora y en esa época tan confiada en el futuro, que el tímido y poco sociable John Coltrane se convirtió en un fenómeno cultural. Y comercial, aunque parezca mentira. Sólo Miles, ahora al frente de otro quinteto tan renovador como el primero, podía emparejarlo en fama y prestigio.
A lo largo de 1965 A Love Supreme fue candidato a dos Grammys –finalmente el de composición se lo llevó Lalo Schifrin, por su obra, también religiosa, Jazz Suite on the Mass Text - y fue disco del año según los lectores de la revista Down Beat. Con el tiempo, el álbum llegó a vender medio millón de unidades, cifra modesta en comparación con las que facturaría Help! de Los Beatles –el otro acontecimiento del 65–, pero más que interesante para el siempre acotado mercado del jazz. Coltrane murió en 1967, a los 41 años, mientras profundizaba en el lenguaje del free-jazz y empezaba a vislumbrar nuevos horizontes musicales. Si bien su obra completa, que se extiende entre el bebop y la improvisación libre, ocupa un lugar destacado en el inventario del jazz grabado, A Love Supreme no tiene parangón. Nada de lo que había hecho antes ni de lo que haría en los últimos vertiginosos dos años de su vida pudo compararse al hito del 64/65.
Si resulta relativamente fácil entender el desagrado que las desbordantes improvisaciones del saxofonista generaban entre el viejo público de Miles Davis, no es tan simple sintetizar las razones por las cuales un disco devocional de cuatro temas, que sólo se puede escuchar en actitud concentrada, en lo posible en soledad – sólo un disfuncional padre de familia se permitiría someter a sus seres queridos a un cotidiano tan intensamente musicalizado–, terminó convirtiéndose en un best-seller de la música aun llamada “popular”. Aquí podemos, una vez más, alegar a favor de un tiempo expectante de sus propias utopías. Así se armaba el canon en aquellos días: con música “difícil”, larga, idealista en un sentido ético, ambiciosa e inconformista desde una perspectiva estética. Indudablemente, la recepción del disco más allá del ámbito jazzístico –en este, fueron incalculables los seguidores, algunos muy originales, como Gato Barbieri, Michael Brecker y más recientemente Brandford Marsalis– fue un factor decisivo para su amplia legitimación. Que Carlos Santana, Frank Zappa, The Byrds o Grateful Dead lo tuvieran entre sus discos preferidos habla de una influencia persistente en la cultura rock, antes incluso de que se hablara del jazz-rock.
Estructurado como álbum conceptual, A Love Supreme documenta, con sus aires de trascendencia e infinitud, el apetito religioso no institucional de una generación, aspecto no siempre bien resaltado cuando hablamos de la época de John Lennon y el Che Guevara. Tan cerca de radicalismo cultural como del pacifismo combativo de Martin Luther King, la obra maestra de John Coltrane nos sigue iluminando desde un pasado canonizado y reeditado, pero también continuado por algunas de las sendas menos previsibles del jazz contemporáneo.
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