Dom 07.02.2016
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BESTIA POP

En los últimos años, las películas de superhéroes se convirtieron en una cosa seria. No sólo porque son el negocio más redituable del cine –¿de la cultura de masas?– sino porque el tono de muchas de las producciones carece de humor y hasta es decididamente lúgubre. De a poco a tantos caballeros de la noche les van saliendo primos simpáticos que se dan cuenta de que es todo un chiste, desde Ant-Man hasta, en un punto, Iron Man. Ahora es el turno de Deadpool, que va incluso un paso más allá, agregando brutalidad, guarangadas, sexualidad e incorrección.

› Por Mariano Kairuz

“Ustedes se preguntarán a quién se la tuve que chupar para conseguir mi propia película.”

Con estas palabras, entre muchas otras que brotan de una cascada verbal sin filtro desde un cerebro más bien quemado, se presenta el súper-anti-héroe de Marvel Comics, Deadpool, en su flamante película, que llega la semana que viene a los cines del mundo para dar una nota más o menos discordante en el redituable universo de los hombres-en-calzas. Deadpool es irónico, es guanaco y sangriento, y por encima de todo, es “meta”. Un súper freak que viene a comentar y a burlarse (y a llevarse su porción del negocio) de los súper freaks.

Y basta con echarle un vistazo a la lista de estrenos de superproducciones programadas para los próximos tres o cuatro años, para comprobar que Hollywood ha sido tomado por completo por las películas de súper héroes –que eran veneno para los estudios hace tres décadas y ahora son lo único que les importa– y anticipar que tras la saturación habrá de llegar, inevitable, el colapso. De alguna manera era necesaria, en nombre de cierto equilibrio, la contra-programación de films de súper héroes que se tomen con humor lo que el Batman de Christopher Nolan (o el último Hombre de acero) creyeron que era una cosa taaan seria, tan contemporánea y reflexiva; de películas que, como Ant-Man y un poco, Iron Man (o, en su propio universo de referencia, Guardianes de la galaxia), se acordaran de que después de todo, esto no es más que una pavada; divertida, simpática, capaz de captar algo, una tensión acaso, del mundo que nos rodea, o de sublimar una fantasía colectiva, en el mejor de los casos. Kick-Ass hizo eso un poco, y, barata como salió, fue un éxito distribuido en todo el mundo por una major. Creación del guionista norteamericano –nacido y criado hasta los cuatro años en Argentina– Fabián Nicieza y del dibujante Rob Liefeld, concebido como una suerte de súper villano listo para acoplarse al universo de mutantes de los X-Men y publicado por primera vez hace 25 años, Deadpool también hace eso, pero con más brutalidad, más guarangadas, más sexualidad e incorrección. Lo hizo en la historieta y ahora se permite hacerlo en el cine. Pero hubo que llegar hasta acá para que esta animalada fuera posible.

“Habia tantos films basados en cómics, y tanto súper héroe en nuestra cultura”, dijo el productor especializado en el tema Simon Kinberg, “que nos pareció que era hora de construir algo contracultural”. Solo que entre el momento en que él y uno de los principales impulsores del proyecto, el actor Ryan Reynolds –el salame que primero se propuso como novio de América, y luego hizo Linterna Verde, fiasco monumental que es objeto de burla dentro de Deadpool– consideraron que “era hora” de hacer esta cosa “contracultural”, hasta su estreno esta semana, pasaron como diez años. Mientras dos guionistas daban infinidad de vueltas con un personaje complicado, Reynolds y el especialista en efectos visuales y animación Tim Miller hicieron unas pruebas de cámara para ver cómo se vería Deadpool llevado al cine; las pruebas se “filtraron” en Internet (sospechoso) un par de años atrás, y quedaron sometidas a la consideración de los fans, quienes dieron su entusiasta y viral aprobación, haciendo posible que la Fox diera luego su propia, millonaria aprobación y la película se pusiera en marcha.

Las expectativas eran altas entre los comiqueros y hay que decir que la primera secuencia de Deadpool es demasiado buena y hasta consigue elevar lo que esperamos del resto de la película. Se trata de una suerte de “anatomía de una escena”: una deconstrucción en cámara lenta del money-shot, el plano explosivo promedio del cine de súper héroes y de acción post-Matrix, que nos zambulle en la pantalla y disecciona múltiples clichés con las herramientas que habilita la tecnología digital, a la vez que planta de manera precisa el tono de lo que está por venir. El escenario clave, congelado, de un choque múltiple y tiroteo en medio de una autopista, entre el antihéroe titular y la banda de pesados secuaces de su archienemigo, se despliega con gracia y desparpajo mientras el protagonista nos empieza a meter dentro de su cabeza hecha pedazos. Si todos estos héroes modernos son un poco freaks, nos dice, yo soy el más freak de todos. El que se asume como tal desde el vamos, porque no tiene nada que perder. El que no tiene nada que perder, porque ya le quitaron todo, hasta la posibilidad de morir. Ex agente de una fuerza especial del gobierno, dueño de un pasado personal tortuoso, el nada heroico mercenario Wade Wilson acaba de encontrar el amor (en una prostituta más dura y curtida que él con quien tiene sexo sadomaso y a quien le propone matrimonio con un anillo que se saca del culo) cuando le diagnostican un cáncer terminal. Es entonces que decide entregarse a una sombría organización que promete curarlo y dotarlo de superpoderes en un mismo procedimiento. Los poderes aparecen y la metástasis se esfuma, pero a cambio todo su cuerpo queda desbalanceado por dentro, y su cara como la de Freddy Krueger. Usado como una rata de laboratorio por un torturador demente, despojado de todo lo que le importa en el mundo, y embutido en un disfraz que parece robado de un boceto del Hombre Araña, Wilson sale a vengarse de aquellos que lo dejaron convertido en una pizza humana.

Pero toda esta historia de origen –el plato principal del cine de súper héroes contemporáneos, cada vez menos justicieros altruistas que seres torturados con muchas cuentas personales que saldar– no es más que un pretexto para que Deadpool se comporte como lo hace, y diga lo que dice, como un comediante de stand up cocainómano. Mucho chiste sexual –incesto, abuso de menores, lo que venga–, sobre enfermedades y discapacidades, miserias propias y ajenas.

Aunque tal vez lo más inesperado de Deadpool sea que consigue reivindicar a Reynolds, cuyo mayor logro hasta ahora en el mundo del cine consistía en haber sido el marido de Scarlett Johansson durante casi tres años. A los 39, según lo perfiló recientemente la revista GQ, “Reynolds va por su octava o novena vida en Hollywood: fue el tipo de la comedia de culto Van Wilder, luego el galán romántico de La propuesta (con Sandra Bullock) y el que le hablaba a una pelota de tenis en Linterna verde. Ya fue la gran promesa del futuro más veces que las que él mismo puede contar”. Por eso es que en Deadpool, por un momento al menos –en que consigue recordarnos al Jim Carrey de su saludablemente desatada relación con los Farrelly– encuentra su lugar. Y tan consciente está del accidentado camino que lo llevó hasta acá, que se ríe una y otra vez de sí mismo y hasta podría ser él, el actor, el que nos está diciendo, como si fuera el misterio más común de Hollywood: “Ustedes se preguntarán a quién se la tuve que chupar para conseguir mi propia película”.

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