Dom 07.02.2016
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CINE > ESPANORAMAS

LA PENÍNSULA MÍA

Por segundo año consecutivo la embajada española y el Centro Cultural de España en Buenos Aires (Cceba) presentan una muestra del cine español contemporáneo denominada Espanoramas, un fresco del recambio generacional y estético que ha experimentado el cine español en los últimos años. De una programación variada e interesante se destaca la magnífica La isla mínima, del sevillano Alberto Rodríguez y gran ganadora de los últimos premios Goya, sobre un caso policial en 1980, poco después de la muerte de Franco. Dos policías, uno representante rebelde de la joven democracia y el otro lleno de viejos vicios (y pecados), llegan a un pueblo del Delta del Guadalquivir a resolver la desaparición de dos adolescentes. Hipnótica, política y nunca maniquea, el universo de La isla mínima resulta la caja de resonancia de una realidad que tiene ecos en la actualidad.

› Por Paula Vázquez Prieto

Más allá de las premiaciones institucionalizadas como los Goya o de los recorridos por los festivales, el cine español del último tiempo ha explorado nuevos caminos que superan e integran los transitados en su pasado reciente. A comienzos de este siglo, Santos Zunzunegui sistematizaba todo un estudio sobre el cine español de la renovación y hablaba de “los felices sesenta”, término que condensaba no solo la vital influencia de las nuevas olas en suelo ibérico, como la francesa o las que venían de la vieja Europa del Este, sino que definía un territorio complejo y extremadamente rico para la exploración. La segunda mitad del siglo XX había dado el escándalo de Viridiana en el Festival de Cannes, aquella obra maestra de Luis Buñuel primero premiada y luego repudiada por la administración de Franco por su contenido blasfemo y su tono provocador, había dado luz a las corrosivas comedias de Luis García Berlanga, a los policiales fatalistas de Juan Antonio Barden, a los ingeniosos montajes de Basilio Martín Patino, y también abría incógnitas respecto al futuro. ¿Qué vendría después? La censura del tardío franquismo sobrevivía, el exilio era un horizonte, el desinterés por dar plataforma a un cine nacional era ciertamente un posible abismo. Lo cierto es que vinieron Carlos Saura, Pedro Almodóvar, Víctor Erice, Fernando Trueba, generaciones varias que recuperaron tradiciones propias y ajenas en los años posteriores a la muerte de Franco, que mostraron una madurez en el lenguaje y una vocación de indagación en ese pasado que el destape post ’80 hizo posible.

El cine español del nuevo siglo fue adquiriendo una nueva personalidad, y hoy muchos de esos nombres, aunque estén en actividad, ya son parte del panteón, objeto de retrospectivas y referidos como influencias y modelos a seguir. Dos claves sirven para entender lo que el cine de España tiene hoy para ofrecer: la primera, una serie de directores con ingenio y audacia, como Alberto Rodríguez (Grupo 7, La isla mínima), Carlos Vermut (Diamond Flash, Magical Girl), Jonás Trueba (Los exiliados románticos), Rodrigo Sorogoyen (Stockholm), Fernando Franco (La herida), Paco León (Carmina o revienta, Carmina y amén), que han dado una vuelta de tuerca a ciertos convencionalismos, apostando al desconcierto sin por ello negar cierta ambición de entretenimiento y un firme arraigo popular, con ideas que trascienden sus historias y aspiran a una gesta duradera; la segunda, un nuevo amanecer para géneros clásicos como el policial o el terror pero desde una óptica renovada, no tan original como efectiva, influida por el mundo de las series estadounidenses, por ese aire de los tiempos apocalípticos y los universos góticos del encierro y la perversión. El de la comedia es otro territorio interesante, desde sus estertores negros hasta sus lecturas políticas, que recupera aquella vieja tradición de la sátira esperpéntica de Valle-Inclán, apoyada en una poética del exceso, pero un exceso desgarbado y amorfo, que encuentra en ese desborde de la risa un signo de incomodidad más que de disfrute. Géneros y directores, viejas tradiciones y estéticas modernas, películas que definen una época, que desde su apego al relato o su empatía con personajes neuróticos y extraños, nos sumergen a orillas de las turbulentas aguas mediterráneas.

EL DELTA Y LAS MARISMAS

Estamos en 1980, en los albores de una joven democracia recién surgida tras la muerte del dictador Francisco Franco. Dos detectives de homicidios llegan desde Madrid al pueblo de Villafranco, en la región del Delta de Guadalquivir, para resolver la misteriosa desaparición de dos adolescentes, Carmen y Estrella. Así comienza La isla mínima, dirigida por el sevillano Alberto Rodríguez y gran ganadora de los últimos premios Goya, con reconocimientos en la crítica española y en los festivales (Concha de Plata en San Sebastián), con un tono seco y un ambiente denso, prisionero de los tiempos de transición, de la presencia subterránea de misterios y secretos, de oscuros y morbosos presagios. Las imágenes aéreas que inauguran la película presentan esa región de las marismas de Guadalquivir en el sur de España, con los brazos del río como paredes de un laberinto sin fin que concentra esas aguas apenas profundas de antiguos depósitos marinos y correderos fluviales, como un entorno casi perdido en el tiempo. Si bien su belleza se intuye sublime, las formas que se delinean por la distancia de la cámara sugieren un diseño abstracto, un jeroglífico imaginario, casi como una trampa.

La llegada al pueblo de los inspectores Juan (Javier Gutiérrez) y Pedro (Raúl Arévalo) provoca una sutil conmoción, la intrusión de dos extraños, nunca integrados a la monótona lógica del pueblo, a la espera de la cosecha inminente, a la pesca y la caza furtiva, a las disputas laborales casi feudales. Con el graznido permanente de las aves de fondo, que sobrevuelan el cielo en nutridas bandadas, La isla mínima nos introduce en ese territorio inhóspito, filmado en planos abiertos que ofrecen un terreno desierto y pantanoso, desde la perspectiva de sus protagonistas, cuyo trabajo en conjunto es circunstancial y casi impuesto. Pedro ha sido asignado a ese caso en el fin del mundo casi como un castigo, fruto de su idealismo rebelde y de su cuestionamiento a un orden social que cree no ha sido revisado pese a la muerte del caudillo; Juan acarrea un pasado ambiguo, su respeto de la ley se ve condicionado por sus valoraciones morales y la enfermedad que lo aqueja presiona sobre su cuerpo, sobre su mente, sobre sus mismas fantasías. Esa relación de tensión y desconfianza, es la clave de la lógica de la película. Casi como el reverso trágico de una buddy movie, en la que los caracteres complementarios se fusionan e intercambian. Pedro se sorprende capaz de golpear, chantajear o quebrar esa nueva ley democrática en virtud de un espiral de sinrazón que despliegan las torturas más aberrantes y los rostros más nefastos. En Juan se conjugan su propia letanía, el saberse casi acabado, fuera de los tiempos que vienen.

Más allá de la investigación de ese posible crimen, de los secretos que ese pueblo guarda, de la inocencia manchada, el director consigue establecer una atmósfera de inquietud que tiene claros ecos políticos, más angustiante aún en las escenas al aire libre, con esos cielos límpidos y los sonidos de un ambiente que se torna ominoso, que en la nocturnidad violenta y en las persecuciones más viscerales. Esa comunidad insular se convierte lentamente en una caja de resonancia de una realidad que parece restringida al afuera, encapsulada en imágenes televisivas en blanco y negro de protestas sociales y represión, pero que luego se propaga como un virus contagioso entre quienes siguen con sus vidas en ese pueblo, creen mantenerse al margen, indemnes a toda erupción. Ese oscuro legado de la ideología franquista que da algo más que un trasfondo al thriller policial es un interés consistente en el universo que Rodríguez propone en algunas de sus anteriores películas Ya en Grupo 7 (2012), ponía en escena la contracara de esa prosperidad prometida a Sevilla antes de la visita del rey Juan Carlos a la Exposición de 1992 –los futuros puentes sobre el Guadalquivir, el boom hotelero e inmobiliario, y el arribo de una modernidad postergada– de manera cruel y brutal. Detrás de ese cartón pintado se anticipaba el intento de grupos policiales de elite de erradicar el tráfico de drogas de bandas minúsculas e improvisadas, un poco al estilo Gomorra de Mateo Garrone, para dejar “libre” esa nueva zona atractiva para el turismo. Lo que Rodríguez mostraba era la supervivencia de estructuras nacidas de la consistente marginación y la falacia de esa fachada de progreso, algo que en La isla mínima asume la forma de un relato lúcido y atrapante, amparado en el género pero inmerso en un entorno complejo y anticipatorio, que aún hoy ofrece evidentes continuidades.

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