Domingo, 28 de febrero de 2016 | Hoy
Por Mariana Enriquez
Cuando Rufus Wainwright ingresó en la escena del pop, lo hizo como una estrella completa. No solamente un artista formado, que lo era: una estrella. Aquel primer disco de 1998 llevaba su nombre como título, costó casi un millón de dólares y cada canción era una alhaja; él era precioso y su familia musical impecable: hijo de Kate McGarrigle y Loudon Wainwright III –leyendas del folk–, íntimo amigo de Teddy Thompson y Lorca Cohen (los hijos de Richard y Leonard: ahora además Lorca es la madre de Viva, la hija de Rufus y su esposo, Jörn Weisbrodt) y abiertamente gay desde el principio, nada de salir del closet tardíamente. Con el correr de los discos se hizo dueño de su propio santoral y de su propia demonología gay: la tensiones de la familia, los amores por los hétero o tapados que después de una noche de placer lo despreciaban, las fiestas, la noche, la metanfetamina, River Phoenix, la película Grey Gardens, Muerte en Venecia, Schubert, Judy Garland, el celular en vibrador que espera una llamada, los excesos, los sonetos de Shakespeare, la chanson française. Pero siempre hubo un fetiche destacado, una obsesión constante: la de Rufus Wainwright y la ópera. La pasión por sus divas, reales y de ficción. Y por el teatro, los terciopelos, la disciplina, los bellos pianos, el artificio, el elitismo, el lujo, la excelencia y, finalmente, esa mujer que después de los aplausos se queda sola. En su primer disco les dedicaba una canción a los personajes femeninos de la ópera, “Dammed Ladies”, y en su primer video, April Fools, aparecía como un jovencito desesperado por salvar de la muerte y el suicidio a varias heroínas trágicas. Por esa época, definió su música como “popera” y anunció que no iba a parar hasta escribir la suya.
En 2009, después de algunas idas y vueltas con la Metropolitan Opera de Nueva York (que le comisionó el trabajo y luego lo rechazó por la decisión de Rufus de escribir el libreto en francés), presentó su primera ópera, Prima Donna, la historia de Régine St. Laurent, una diva que prepara su regreso a los escenarios de París en los años 70. El fin de semana pasado, en dos funciones, Rufus Wainwright presentó una edición particular de esta opera en el Teatro Colón: la versión, acortada a algunas escenas cruciales, llamada para la ocasión “un concierto sinfónico-visual”, estuvo acompañada de imágenes creadas por Francesco Vezzoli y la artista Cindy Sherman, que indaga sobre el culto de la Diva, en otra de sus incursiones sobre las construcciones de lo femenino.
¿Es buena, regular, magnífica o mala Prima Donna? Tuvo críticas dispares cuando se estrenó en Manchester hace ya varios años y lo cierto es que muchos de los presentes fueron a escucharla por curiosidad, por fans de Rufus, esperando la segunda parte del show, donde él interpretaría sus canciones. Para algunos de los que asistieron especialmente a este concierto y no son regulares del Colón, fue la primera vez que escucharon a la maravillosa mezzosoprano Guadalupe Barrientos –como Régine–, a la soprano Oriana Favaro o al tenor Carlos Ullán; pocos habían escuchado hablar del director Bernardo Teruggi. Los novatos disfrutaron de la ópera con curiosidad y un sentimiento de iniciación. Los entendidos tendrán lo suyo para debatir, pero los fans la pasaron mucho mejor de lo que esperaban –lo que es mucho–, y quizá alguno volvió a casa y buscó en YouTube Aída o la Madame Butterfly de Maria Callas.
El concierto tuvo varios momentos descontracturados y memorables pero quizá el más asombroso fue cuando Wainwright salió a agradecer a los músicos, los cantantes, la producción. El Teatro se vino abajo con el nombre de la carismática Guadalupe Barrientos. Y se vino abajo también, pero en otro sentido, con un corto y contundente y claro abucheo: cuando Wainwright mencionó a Darío Lopérfido. El nombre del ministro de Cultura de la Ciudad y director artístico del Colón provocó también algunos aplausos que fueron en seguida tapados por el espontáneo clamor de desaprobación, sólo interrumpido por un grito destemplado, el de un hombre que lanzó: “¡Respeto!”. Wainwright, más divertido que contrariado, miró al público y, con ironía, dijo: “Eso fue interesante”. Y siguió con la lista de agradecimientos. Pasó la ópera, pasó el intervalo y llegó la esperada segunda parte: la de Wainwright y sus canciones. Algunas reseñas de este tramo se lamentaban de que Rufus dejara de lado la “simpleza” de sus canciones, quizá pensando en los shows del Gran Rex en 2013, cuando se acompañó apenas por el piano. Pero clasificar a esos shows de “simples” es un poco extraño: Rufus nunca es simple. Hasta con una guitarra acústica suena sofisticado: no existe para él lo “despojado”. Puede hablar de andar borracho en chancletas por la Quinta Avenida (como hace en una de sus mejores canciones, “Poses”) y a esa postal urbana despiadada le agrega un piano doloroso y parece escrita para Oscar Wilde. La segunda parte del show tuvo momentos fantásticos: la canción “Vibrate” donde se dio el lujo de demostrar su extraordinaria y muy rara voz, “Sonnet 20” un anticipo de su próximo disco, todo de sonetos de Shakespeare (“prometo volver a las canciones normales pronto”, dijo entre risas, pidiendo un poco más de indulgencia para sus caprichos), hizo un pequeño papelón cuando arengó a la gente para que “apoyara al matrimonio gay” durante el estreno de la canción “Argentina” y alguien le avisó a los gritos que ya tenemos la ley en el país hace rato (una vez más, con humor, dijo: “¿Ya la tienen? Bueno: vuelvo al tema más tarde”) y ofreció varios favoritos como “Cigarettes and Chocolate Milk” y “Oh What A World”, que tiene algunos fragmentos del “Bolero” de Ravel. Además de una versión aplastante, que hizo llorar a varios, de “Hallellujah” de Leonard Cohen junto a los tres cantantes líricos de Prima Donna: una estrofa para cada uno y la restante para Rufus, que cantó valientemente, y con éxito, sin amplificación.
El final fue para “Complainte de la Butte”, letra de Jean Renoir y parte de la banda de sonido de Moulin Rouge! Y después, vuelta a los agradecimientos, otra larga lista. Mientras Wainwright repasaba los nombres, se escuchó otro grito en el Colón: “¡No le agradezcas a Lopérfido!”, en la voz de una mujer. No tuvo respuestas audibles del público pero Rufus Wainwright le hizo caso, sin haber entendido el grito, obviamente. No volvió a agradecerle al ministro. Seguramente para ahorrarse y ahorrarle al público, que estaba encantado, el mal momento de otro abucheo.
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