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Domingo, 28 de febrero de 2016

CINE > EL HIJO DE SAúL Y LA OTRA GUERRA

SUYA MI GUERRA

Esta noche se entregan los premios Oscar y entre las candidatas a Mejor Película Extranjera se presentan dos filmes bélicos que, en los próximos días, se estrenan en Buenos Aires: El hijo de Saúl, del húngaro László Nemes, y La otra guerra, del danés Tobias Lindlom. Tocan temas diferentes y en diferentes registros: El primero transcurre en los campos de concentración nazis y abreva estilísticamente en el cine húngaro de los ’60; el segundo, con tratamiento casi documental, se enfoca en los códigos burocráticos de las guerras contemporáneas a través de soldados daneses que participan de la ocupación de Afganistán. Pero ambos comparten la decisión de mostrar en doloroso detalle la experiencia subjetiva de la guerra, como si para comprender la verdadera dimensión de una maquinaria al servicio de la destrucción sistemática el eco tuviese que ser cercano, hundido en la propia carne.

 Por Paula Vazquez Prieto

Guerras lejanas, guerras coloniales, modernas epopeyas, batallas épicas y multitudinarias, todas ellas han hecho de la pantalla de cine su último enclave, su destino final y elocuente. Un destino repleto de glorias recordadas, a veces inventadas, de triunfos honrosos y miserables, de muertes absurdas, de pérdidas y desencantos. El cine del mundo ha leído su propia historia en clave bélica, y la industria de Hollywood ha hecho de esa experiencia un género sanguíneo y duradero desde los albores del siglo pasado. Primero fueron los recuerdos fragmentarios de la Primera Guerra, algunas películas valiosas como Sin novedad en el frente (1930) de Lewis Milestone, la vergüenza de las mutilaciones, la catarsis en el terror de los monstruos deformes de Lon Chaney que recordaban a los ex combatientes deambulando en la calle después de su regreso olvidado, y algún que otro remedo de aquel conflicto sin demasiada gloria. Pero con la Segunda Guerra Mundial el cine comprendió que el ánimo civil necesitaba triunfos representados y el género bélico se alineó a las expectativas de los Estados; fue el motor de una propaganda convincente tras el ascenso de Hitler y el villano común, lo había sido para el cine soviético que enfrentaba la historia negra del zarismo y preparaba la nueva vida socialista, lo fue luego en Japón para lidiar con la devastación de los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki, en Polonia para entender su destino de sistemática ocupación, en Inglaterra para renunciar a las veleidades imperiales que había dejado la era victoriana.

En esa extensa Historia, los frentes de batalla fueron tan atractivos como la retaguardia: los enfrentamientos sangrientos y memorables, el compañerismo y la vida cotidiana en tiendas de campaña, las angustias en las noches oscuras y solitarias, los regresos amargos; todos los tópicos ganaron su merecido protagonismo. Pero el tono cambió con el nuevo siglo, con el recuerdo de Vietnam y los desastres de Medio Oriente, con la crisis de una tradición que se siente más políticamente incorrecta que anacrónica. Las aventuras de las armas, la destreza física y la estrategia cerebral que dominaron la estética de casi un siglo de luchas armadas dieron paso a escenarios más íntimos, casi introspectivos, minúsculos en sus conflictos pero expansivos en sus impensadas consecuencias. Las nuevas guerras, aunque sean las mismas, son otras en realidad, son las guerras subterráneas, las que se viven en el interior de esos soldados extraviados de sus propias decisiones, prisioneros de fantasmas propios e inculcados, víctimas y victimarios de una era en la que todo parece menos visible. Sean los nazis o los talibanes, el enemigo es una construcción abstracta y apenas perceptible, confinada al fuera de campo y a una expresión intermitente de ese Otro amenazante. Para comprender la verdadera dimensión de una maquinaria al servicio de la destrucción sistemática, sea en un campo de concentración o en las calles de Afganistán, el eco tiene que ser cercano, hundido definitivamente en la propia carne.

UNA NUEVA VENTANA AL HOLOCAUSTO

La operación que realiza el húngaro László Nemes en la celebrada El hijo de Saúl consiste en abrir un nuevo resquicio sobre un tema infinitamente abordado: el nazismo y los campos de concentración. La historia comienza con algunos planos fuera de foco, con una tensa incertidumbre que se desprende del sonido saturado de gritos, de golpes y corridas, de algún que otro disparo. Un hombre se acerca lentamente a la cámara y la pantalla se limpia de esa neblina que la inundaba, anticipando su centralidad no solo en el encuadre sino en el drama que veremos a continuación. Saúl Ausländer (Géza Röhrig) es un prisionero judío en Auschwitz que ostenta el cargo de Sonderkommando; esto significa que durante el tiempo que permanezca allí deberá conducir a otros prisioneros a su trágica muerte en las cámaras de gas, recoger y agrupar los cadáveres, enterrar otros, y recibir a los nuevos prisioneros que llegan a ese destino final. Su tarea está sumergida en esa tensa calma que definió los últimos meses de 1944, en esa urgencia de la solución final, en esa pendiente moral hacia el vacío que vendría después. La situación límite que atraviesa Saúl en el día a día se traduce en sus ojos desorbitados, en su mirada desorientada pero atenta a cualquier indicio de algo que se aleje de esa normalidad del horror. Un cuerpo vivo que todavía resiste entre tanta destrucción despierta en él una inquietud indefinida y persistente. Lo levanta en brazos, lo conduce a su último aliento sobre una fría mesa hospitalaria, y lo rescata de la profanación final de la autopsia. A partir de entonces ese cuerpo frágil ya sin vida será su obsesión: hará todo lo posible por darle ceremonia y sepultura final, por encontrar un rabino que cumpla la tradición religiosa que resiste en su interior como último vestigio de humanidad.

Es cierto que esta nueva mirada sobre un tópico recurrente en el cine desde la posguerra, que ensaya Nemes en este primer largometraje de su carrera, lo conecta temáticamente con las búsquedas de una generación de compatriotas que, en aquellos años del deshielo luego de la muerte de Stalin, propiciaron una especie de primavera creativa y contestataria del realismo socialista impuesto tras la cortina de hierro. Directores como Miklós Jancsó, István Szabó, Károly Makk o Péter Bacsó transformaron al cine húngaro en una plataforma cívica que permitía revaluar el pasado escapando de falsos maniqueísmos y ajustando cuentas con una Historia que parecía forjada por héroes incólumes que de pronto se revelaban ambiguos bajo una luz escéptica y desencantada. Ese pasado reciente era la mejor excusa para hablar de un presente candente, luego de la trunca revolución de 1956 y las evidentes contradicciones que el sistema comunista dejaba al descubierto. De la misma manera el Holocausto, para Nemes, se convierte en una ventana a partir de la cual explorar métodos de represión y resistencia que van más allá de los ocurridos en los campos nazis. Su decisión de filmar el interior perturbado de Saúl, su estado de shock tras la experiencia directa del horror, es algo más que dar cuenta de su reacción y su intento de supervivencia, es pensar la película como el consistente relato de una lenta desintegración de lo que queda de su condición humana.

Y si aquella nueva escuela húngara de los ‘60 definió una estética, adherida a esa imperecedera necesidad de apertura y expansión, evidente sobre todo en las películas de Miklós Jancsó como Los desesperados (1966) o Los rojos y los blancos (1967) que están construidas a base de largos planos secuencia y travellings envolventes, de espacios abiertos y motivos folklóricos, de un espíritu apacible y contemplativo que deja entrever en ese cuidado diseño un trasfondo oscuro y angustiante, László Nemes hace lo propio. No inventa demasiado sino que asimila esa estética de seguimiento en planos cortos y con cámara en mano que impusieron los hermanos Luc y Jean-Pierre Dardenne sobre todo en películas como El hijo (2002) en la que el cuerpo es testimonio de un estado de ánimo y de conciencia complejo y a veces inexpresable. La omnipresencia de Saúl es la que define lo que se ve mientras el exterior, esa muerte que lo rodea y lo amenaza, permanece en las sombras. Nemes decide arrinconar el horror en ese entorno difuso y fuera de foco no porque Saúl –-o nosotros como espectadores– lo olvidemos sino porque su presencia es aún más ominosa en su dispersión. Su mundo se cierra sobre ese entierro que lo obsesiona mientras los vivos que lo rodean, que luchan por sobrevivir como él, que siguen adelante a tientas y con las últimas fuerzas, se transforman en espectros apenas discernibles.

LA BATALLA DE LA CONCIENCIA

Esa guerra íntima que define el cine bélico hoy se declara en espacios impersonales y mecánicos, herederos de una concepción eficiente y capitalista de la muerte; en El hijo de Saúl, la suerte de un individuo será el antídoto frente a esa despersonalización implacable que representan los números de víctimas, los saldos de las pérdidas, la concepción de la muerte como producción en cadena, y en La otra guerra, del danés Tobias Lindlom, será la conciencia la que se agite detrás de los protocolos y los manuales de intervención tan de moda para Occidente en las zonas de conflicto en las que se aventura. Presentada en el pasado Festival de Venecia, la última película de Lindlom –guionista de La cacería de Thomas Vinterberg y director de El secuestro, ambas de 2012- se divide en dos partes: en la primera vemos a un grupo de soldados daneses en Afganistán, cuya tarea consiste en proteger a la población civil del ataque de los talibanes y detectar posibles bombas ocultas en el territorio; en la segunda, asistimos a un proceso judicial llevado a cabo contra el comandante de aquella misión, Claus Pedersen (Pilou Asbaek, actor fetiche de Lindlom) por incumplimiento de la normativa de seguridad y por su directa responsabilidad en la muerte de varios civiles.

Como contrapunto de una estética casi documental para dar presencia al escenario del enfrentamiento en Medio Oriente –comparable con el registro que utiliza Kathryn Bigelow en The Hurt Locker (2008)-, Lindlom concentra esa experiencia subjetiva de la guerra en los constantes flashes que presentan la vida de la familia de Pedersen en Copenhaghe: mientras él se encuentra a kilómetros de distancia, lidiando con muertes concretas, con los miedos de sus soldados, con las presiones de su responsabilidad, su esposa se hace cargo de los hijos de ambos, los lleva a la escuela, atiende sus pequeños accidentes domésticos, sus berrinches, la frustración por esa realidad de una familia escindida. Nuevamente la guerra trastoca los espacios cotidianos, acentúan las ausencias, invade la cotidianeidad con una presencia intermitente que altera prioridades y pone en crisis un ideario que revela severos puntos ciegos. Alejada de todo glamour y espectacularidad, la labor en el frente de batalla es una cuestión de normas y códigos burocráticos que requieren un temple que con frecuencia entra en contradicción con la tensión que se filtra desde ese escenario candente. Un hombre afgano que había brindado ayuda a los soldados daneses llega unos días después a la base pidiendo refugio frente a las posibles represalias del ejército talibán. Hay reglas que no se pueden vulnerar y que entran en contradicción con esos deberes tácitos que quedan fuera de lo estipulado. Los dilemas morales que acarrean cada una de las decisiones que toma el comandante tienen consecuencias monstruosas y palpables.

La guerra, finalmente, se transforma en una trampa, en un diseño grotesco y carcelario que se limpia de la suciedad del suelo polvoroso de la trinchera para cristalizarse en los escritorios de un tribunal civilizado. Sin embargo, las culpas son las mismas, las que hieren definitivamente esos residuos de una identidad que ya no tiene salida, que ya no puede escapar de los actos cometidos.

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