TEATRO > MARGUERITE DURAS
La pluma vital e insurrecta de Marguerite Duras vuelve a subir a escena con el estreno de La lluvia de verano, adaptación de la novela homónima realizada por Stella Galazzi, que también dirige la puesta. Se trata de la última ficción editada por Duras, en 1990: una familia de inmigrantes desamparada encuentra un libro quemado y ese hecho disparador, que modifica sus vidas, le sirve a la autora para hablar del Holocausto, la religión, el incesto y la extranjería.
› Por Guadalupe Treibel
Una lluvia de verano acompaña la representación de La lluvia de verano en esta noche de febrero, haciendo las veces de eco del título dentro de la sala donde el ritual acaba de finalizar. Entonces, la función de pasada general terminada, los propios actores toman escobas y barren, limpian, desmontan, completando otra escena, bastante común en el teatro alternativo. Tomados aún por esa obra tan honda y misteriosa, última ficción de Marguerite Duras, de 1990, adaptada y dirigida por Stella Galazzi, que, curiosa coincidencia, estrena formalmente en la misma semana en que se cumplen 20 años de la muerte de la escritora. “Hay autores de escritura exquisita; otros de pluma más rústica pero con tramas exuberantes. Duras es una mezcla: la suya es una literatura salvaje y, a la vez, absolutamente depurada. Una selva frondosa, donde –sin embargo– las palabras están destiladas, todo está pensando y repensado, trabajado y vuelto a trabajar. En esta novela, en particular, hay cruces con temas tan importantes como el Holocausto, la relación incestuosa entre hermanos, la inmigración…”, reflexiona la directora, actriz (recordada y premiada por su labor en Salomé de chacra, entre otras obras) y maestra, contagiada por la pasión que despierta esa Marguerite “de encanto insoportable”, según su amiguísima Jeanne Moreau.
En La lluvia de verano, el dolor toma cuerpo bajo la forma de un libro vulnerado, quemado, que encuentran los niños de una humilde familia de inmigrantes, y lloran turbados frente a “semejante crueldad”. Un libro sacro, el Eclesiastés, que Ernesto –el mayor de los siete hijos– encuentra y, sin saber leer, lee “dando a determinado dibujo de palabra, un primer sentido. A la segunda palabra, otro sentido pero en relación al sentido que le había dado a la primera, y así sucesivamente”, como se describe en el texto original. “La figura del libro maltratado es la del hombre contra el hombre mismo, el daño a lo más sagrado. Una respuesta al Holocausto, tras el cual la autora se interroga ‘¿De qué Dios podemos hablar?’”, ofrece Galazzi. Y en la referencia se entrevé la nota biográfica de Duras: su participación en la resistencia al avance nazi, el ex marido Robert Antelme llevado a Dachau.
En La Lluvia… se realiza un censo y un maestro exige a los padres que envíen a los chicos al colegio. El cumplimiento de una obligación a la que el muchacho renuncia al cabo de 10 días, porque “en la escuela me enseñan cosas que no sé”. Un postulado contra-escolar que propone otra línea de pensamiento: que el saber se logra cuando hay genuina necesidad. Idea que antagoniza, en palabras de la directora, “con ese saber único que todos ‘tenemos’ que alcanzar; el obligatorio, el universal”, es decir, el formato clásico de escuela uniformadora.
En la puesta de Galazzi, la música abre y cierra la obra, siempre entendiendo al texto verbal como la partitura de una música mayor. Y entre escenas, los sonidos incidentales acompañan sutilmente proyecciones de los artistas Carolina Zarzoso Paoloni y Ariel Contini. Imágenes que nos trasladan desde un centro urbano poblado hasta la periferia, de referencia indeterminada, remitiendo al recorrido que este tópico hizo en la obra de Duras: primero, en el cuento Ah, Ernesto, de 1971; luego, en su film Les Enfants, del ’84; finalmente, en la mentada novela. El diseño escenográfico de Carlos Di Pasquo instala una vía de tren en diagonal, que marca el adentro y el afuera: de un lado, el espacio institucionalizado de la escuela; del otro, la marginalidad. Como sostiene Stella, “simplificando, sin apelar al realismo obvio”. En armónica sintonía con un texto donde Ernesto puede tener 12, 27 o 28 años, y Hanka, su madre, puede ser nombrada Natasha, Ginetta, Eugenia o Niceta; una lógica otra que hay que aceptar.
La kalimba del maestro –interpretado por Marcos Moreno Martínez–, dispara notas evocativas (¿inspiradas acaso en Carlos D’Alessio, el compositor argentino fetiche de Duras?). “En la novela, el maestro se entreduerme cantando; a mí me interesaba que se abstrajera tocando un instrumento vinculado a la cultura africana, que ese fuera el punto de unión con sus ancestros”, explica Galazzi, que tomó la decisión de dar ese rol a un actor negro, aludiendo así a otra expresión de migrante: el sobreadaptado que no solo asimila las normas que el lugar impone sino que acaba convirtiéndose en defensor del statu quo; a diferencia de los padres de Ernesto, que son extranjeros y quieren seguir siéndolo. “Pienso que es en ese sentido que él une a sus padres con el pueblo judío, llamándolos ‘los últimos reyes de Jerusalén’”, destaca Galazzi.
La madre es Lilí Grinberg, con quien Galazzi ya había trabajado en la obra La séptima morada. Una actriz que, además de haberse encargado de la traducción del original, compone desde una sobriedad enigmática, que en cierto modo recuerda a la composición que hiciera Tatiana Moukhine en Les Enfants. Muy bien acompañada ella por Alejandro Caprotta (Ernesto), Pablo Rinaldi (el padre) y Stephanie Troiano (Susana), además de la joven Josefina Pittelli (Jeanne, hermana/amante), deslumbrante talento que ya había demostrado su potencia interpretativa en Vivan las feas. Y que encarna en La lluvia… ese amor incestuoso que se vive naturalmente, “desde la normalidad que los niños tienen con lo sexual”. Otro tema durasiano, que ya circulaba en El amante de la China del Norte y que recuerda al vínculo de la autora con el menor de sus hermanos.
En una entrevista para Le Magazine Littéraire en oportunidad de la primera edición de La lluvia de verano, la novelista Aliette Armel preguntó a Duras: “¿Qué es ‘de Duras’?”; y ella: “Dejar que una palabra venga cuando viene, atraparla en el viento, ponerla al principio o en otro lado, en el momento en el que pasa. Y escribir rápidamente, para no olvidar cómo llegó esa palabra. Yo avanzo, no traiciono el orden natural de una frase”. Vanidad de vanidades, todo es vanidad y persecución del viento; y ella así lo dejó asentado en ese registro fragmentario, final, llamado C’est Tout: “Yo soy la persecución del viento”. Brutalmente autorreferencial, ferozmente amorosa, desafiantemente libre.
La lluvia de verano, de Marguerite Duras, con dirección y dramaturgia de Stella Galazzi, se puede ver desde hoy todos los domingos a las 21 en ElKafka Espacio Teatral (Lambaré 866, teléfono 4862-5439).
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