Dom 06.03.2016
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PINTURA > LULA MARI

LUZ SILENCIOSA

La obra de la Lula Mari es una rareza: identificada con el barroco y la pintura holandesa del siglo XVII, la artista le suma una sensibilidad contemporánea que juega con la mitología y lo onírico. Hasta la manera en que elige mostrar su obra es diferente. En su nueva muestra presenta los “Recitales de pintura” en los que explora la relación con la mirada de manera no convencional: el cuadro está sobre el escenario, en un atril, como un actor, con música y público en la oscuridad, se va iluminando por zonas, durante varios minutos, hasta presentarse en su totalidad. Y también hace uso de los “Espionajes”, donde cada espectador ilumina la obra con una linterna, solo, en un cuarto oscuro. Así se encuentra frente a la pintura y trata de develarla y enfrentar su misterio.

› Por Eugenia Viña

Rembrandt lo sabía como nadie: la pintura puede alzarse como una obra de teatro, una gran escenografía. La ronda nocturna, el mayor retrato colectivo que hizo el pintor, es de 1642, año de una tristeza profunda para el maestro holandés, en el que su mujer Sakia, madre de sus cuatro hijos de los que sólo sobrevivía uno, era enterrada. Muchos creen verla a ella en el personaje de la niña que aparece en el medio del cuadro con una gallina colgando de su cintura, en tonos y colores que la despegan de los soldados y los funcionarios públicos, simulando ser un espectro. Es la luz lo que marca la diferencia y genera una presencia de otra textura.

En el Museo de Bellas Artes se puede ver el Retrato de Mujer Joven, óleo de 1634, en el que la pálida y regordeta mujercita flota sobre el negro-Rembrandt. Es el cuadro que Lula Mari está copiando en su taller, aunque le agregó un paisaje atrás y lo giró, porque recordaba a la adolescente mirando para el otro lado. La pintura holandesa, el barroco, son estéticas con los que la artista se identifica. Hace años que viene estudiando la construcción de la imagen a través de luz y la relación del ojo con el pensamiento.

Lula (Buenos Aires, 1977) empezó a estudiar dibujo y pintura cuando tenía apenas 14 años. A esa edad ganó una beca para estudiar en el taller de Hermenegildo Sabat. Luego, y durante siete años, viajó desde San Fernando, con su carpeta y pinceles a cuestas, al taller de su adorado maestro Alejandro Boim. La Prilidiano Pueyrredón terminó de pulir su formación académica así como los miércoles de clínica en el estudio de Diana Aisenberg, con sus ejercicios de lectura de obra.

El Banquete, Óleo sobre tela, 100 cm x 110 cm, 2015.

La artista –dueña de un virtuosismo técnico asombroso– pone en práctica la técnica del claroscuro, trabajando con un imaginario de otro siglo, no sólo por la consistencia del lenguaje figurativo, sino también por la narrativa mitológica, misteriosa y onírica que despliega en cada escena. Las diferentes zonas se engarzan sin interrupciones, marcando los ritmos del cuadro: luz directa, penumbras, zonas oscuras, proyecciones, zonas de reflejo.

Si la pintura es una fuerza, como cree la artista, entonces el cuadro no es tan sólo un objeto para colgar en una galería, sino el medio de una circulación afectiva que se instala en el espacio para experimentarlo durante un tiempo. Pintar para algunos artistas es una vivencia en la que el cuerpo se aquieta para ser portador de un estado que posibilite la comunicación y la empatía. Lo que nombra, citando a la intelectual y mística alemana Simone Weil, como un “estado de gracia”. Para hacerle honor, y para zafar del tradicional formato de galería, la artista presenta “Espionajes” y “Recitales de pintura” en los que explora, a través de dispositivos creados ad hoc, la relación de la mirada con la pintura.

El lenguaje es una gramática, el dispositivo de espionaje es una invitación a mirar desde otro lugar, de otra forma, “una forma más poderosa y menos capitalista”, es un recital. “Yo quería estar en el escenario” confiesa la artista, “porque son los músicos que me gustan los que habitan ese espacio y lo transforman en un lugar de fuerzas, genera una circulación afectiva sostenida en el tiempo, y no un objeto, un cuadro, colgado en una pared blanca, estático.”

En los recitales de pintura, sobre un escenario hay un atril. La gente espera en la oscuridad. Un cuadro es colocado en el frente. De a poco, una luz ilumina la superficie de la tela. Silencio. Suena alguna nota. La luz sigue subiendo, y la imagen se va develando. El cuadro ocupa el lugar del músico, del actor. La pintura permanece en el frente por cuatro, cinco minutos, en su quietud, iluminada desde la penumbra hasta la máxima potencia del reflector. Algo cambia. El tiempo de observación va modificando la imagen. La mirada de los espectadores da vida a la pintura. Y todo pasa, sin que pase casi nada. Dice la artista: “La mirada necesita del tiempo para desplegarse. Una pintura no se puede ver en tres segundos, que es el tiempo que le dedicamos generalmente a los cuadros. A veces pienso que un cuadro empieza recién después de un minuto de observación. La inmutabilidad de una imagen fija puede confundir, pero no olvidemos que nuestra experiencia sí está puesta en el tiempo, que no somos máquinas de acumular imágenes. Quiero compartir el experimento que está en la pintura misma”.

Aquí la luz no sólo no es estática, sino que propone una práctica, un trabajo que hace de la luz una herramienta inmanente al ejercicio de la mirada para cada espectador: “La luz transforma la pintura, cambia el color, transforma lo que vemos, y al cambiarlo nos lleva a hacernos la pregunta sobre qué vemos cuando miramos” afirma Lula.

Los bochornos, Óleo sobre tela, 80 cm x 80 cm, 2015.

Para que la pintura esté aliada con la vida, tenemos que aceptar el vacío. Es en ese juego cuando algo de la gracia sorprende y aparece en la pintura. “Aprender el oficio-le enseñó Boim- lo demás viene solo.” En el I-Ching a este gesto se lo llama Fortuna.

En el caso del espionaje, dispositivo a través del cual se va descubriendo la pintura por zonas, que cada uno va iluminando con una linterna, la secuencia cambia. El observador entra en un cuarto oscuro, con una linterna diseñada para la ocasión, y se encuentra solo, frente a la pintura. La única consigna es develarla. El haz de luz sólo deja ver un detalle del cuadro, pero lo muestra de tal manera, que ese detalle se vuelve una pista. Hay algo que mirar. La pintura como enigma.

En Tiempo Naranja vemos al principio una mujer desnuda en un lago naranja, en un misterioso y enorme paisaje. La luz se detiene y aparece, repentinamente, un tatuaje. A la cabeza del pato le nace un pez y la sirena despliega sus brazos, que son seis. Los pezones de la mujer-sirena están erectos y la cabeza del pato muta de un gris lavado a un gris plomo. El pato ahora es un pez. El bosque, hace unos segundos lejano, comienza a cobrar vida. Se abre. Respira. Y la mujer sirena comienza a bailar. Una de sus manos y la pata de pato-pez parecen buscarse, casi hasta la necesidad. Es un tiempo construido por un color. Es un espacio construido a través del naranja, en el que el pelo se mimetiza en el azul del bosque, y el agua se transforma en piel y el cielo como un fuego, se escapa.

La cuestión de la luz no es aquí un aspecto fundamental de un guión curatorial, sino una cuestión sensible articulada a la percepción que la misma pintura revela en la dialéctica del aparecer-desaparecer. Como el origen del cine, como una concentrada pieza de teatro, pero en la que la imagen, construida con luz y a través de un juego de luces, se mueve. “Es el espíritu de la pintura, eso es lo que sucede cuando la pintura está viva, y se genera un ejercicio tanto en la pintura como en el ojo, la mirada, que no es sólo para entendidos o elegidos sino como una clase de yoga, un ejercicio, una experiencia. Por eso no me concentro en vender o no vender. Prefiero liberar a mi obra de ese peso y dedicarme a la enseñanza.”

El banquete, La vuelta del Limón, Los bochornos, son óleos en los que al igual que en Tiempo Naranja se presenta un territorio de contrapuntos: vapor y luz, cuerpo y agua, pesadez y ligereza, movimiento y reposo, permitiendo un movimiento que enlaza lo más sólido -los cuerpos desnudos, los bosques- a lo más líquido.

En la pintura oriental, “paisaje” se dice “Montaña-agua” dejando en claro que los opuestos son los que generan el territorio dentro del cual habitará lo pintado: “En ese diálogo se construye la vida, lo vivo. Entre la textura de un pelo, lo puramente táctil, y lo más incorpóreo: la luz.”, explica la artista. Como en la tradición holandesa, en la que la luz (portadora del volumen) va generando tiempo y espacio.

Coincide con los dos primeros hexagramas del I-Ching: “En el encuentro entre el cielo (el tiempo, la luz) y la tierra (el espacio, el cuerpo) se generan los mil seres”.

El proceso, la acción de pintar, resulta así más importante que la imagen misma: “La pintura implica riesgos, a veces no sucede, se pierde algo en el camino y hay que dejarlo. La incertidumbre juega sus propias cartas. Pero cuando vive, cuando la pintura como obra de teatro se presiente, es a través de los pulmones. ¿Cómo te trenzas con lo infinito, con lo que no sabes? Como el sabueso, hay que olfatear, hay que dejarse guiar por la intuición, ganarle al ojo. Hacer de un cuadro una experiencia y no un manifiesto, el ojo quiere entender, y muchas veces al leer, mata. Pero el ojo-pulmón te permite correr el yo, y que aparezca algo de la gracia. Es un roce”, describe la artista.

Como la niña de mirada desquiciada de La ronda nocturna, aparición, mujer o luz, hacia la que inevitablemente va la mirada del cuadro con más personajes masculinos en toda la obra de Rembrandt. La única que no pagó ni un florín para aparecer retratada.

Ojo-pulmón: espionajes de pintura de Lula Mari se puede visitar hasta el 23 de marzo. Habrá reci-tal de pinturas los días sábado 12 a las 20 y miércoles 23 también a las 20. En Galería Alphacentauri, Agüero 793, 1º Piso, Abasto.

Más obra de la artista en lulamari.com.ar

LA VUELTA DEL LIMÓN, ÓLEO SOBRE TELA, 80 CM X 90 CM, 2014, LULAMARI

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